Angel Di María: quieren bajarme y no saben cómo hacer

Miguel era ambidiestro. Se fue de gira a probar suerte a Buenos Aires y quedó en River. Salir del nido le costó más de lo pensado y -todavía admite- extrañaba mucho a su mamá. Sintió que tenía que regresar unos días a Rosario. Se metió en un picado de los de siempre, pisó un pozo, se rompió la rodilla y no pudo más. El arte quirúrgico no era el mismo y las partes del cuerpo no eran tan reparables. Dejó la pelota y se dedicó al oficio de repartir bolsas de carbón. El mandamiento del laburante era ingambeteable.

Ángel era tan bueno como para que nunca dejaran de llamarlo a los campeonatos por plata. De niño, hasta había aterrizado en las radios barriales por convertir 64 goles en un año. Había llegado a los seis a Central, lo habían comprado por unas treinta pelotas al club El Torito del barrio El Churrasco. Su currículum mostraba un amague poco frecuente: “Es verdad eso que dicen de que todo está en el potrero”. En el brazo izquierdo, lleva grafiteada la frase: “Todo lo que aprendí en la vida fue en la Pedriel”. Es una declaración de principio hacia sus amigos. A la banda de su cuadra se la llevó a trabajar por el mundo. A sus maestras y a la portera de la escuela que queda en la misma cuadra. En el prólogo de su vida, para salir a jugar, el acuerdo era llegar a las cien bolsitas de carbón. Las armaba con su mamá para que su papá pudiera distribuirlas. La ley de casa dictaba que sin sudor no había goles.

Andaba por los 16 años y no convencía. El fútbol rosarino de inferiores ofrecía dos torneos de distinta jerarquía: el de AFA y el de la liga rosarina. Formaba parte del relegado segundo grupo. A la escuela no iba nunca. Su papá se cansó y lo apretó: “Tenés que decidir si vas a jugar o si vas a venir a trabajar conmigo. Si apostás por el fútbol, que sea un año y, si no sale, te venís”. Diana escuchó la apuesta y salió a bancarlo. “Nadie lo bancó y lo acompañó como la madre”, repiten sus técnicos de El Torito y de Rosario Central. La casa siempre había sido un clásico: papá de Newell’s y ella, de Central. Desde pibe, había colonizado a Ángel con los colores. Tenían un rastrojero y, cuando pasaban por la puerta del Gigante de Arroyito, le tiraba las cartas: “Algún día, vas a jugar acá”.

Seis meses después del anuncio del deadline, a Ángel le apareció el Ángel para su soledad. Ángel Tulio Zof, inmortalizado como Don Ángel, es uno de los máximos ídolos de la biografía canalla. Campeón como entrenador de los torneos del 80, del 86/87 y de la Copa Conmebol de 1995. Conocía al club como si fuera el jardín de su casa. Una tarde, fue a ver a su pequeño tocayo. Fideo era titular en dos categorías más grandes que las que marcaba su edad. La rompió. Lo pasó a AFA. Por cuatro partidos. Hasta que le anunció que de ahí en adelante se sumaría a la Primera. El 14 de diciembre de 2005, contra Independiente, faltando 15 minutos, Zof lo hizo debutar por Emiliano Vecchio. En julio de 2007, con apenas 36 partidos, el Benfica puso 6 millones de dólares y se lo llevó.

Di María encuentra una sola explicación al despegue: “Me pusieron ahí y la verdad es que me tocaron con la varita”. Hay más. Porque los entrenadores que lo habían marginado en la liga rosarina le pidieron disculpas por el error. Fideo necesita caricias. Porque al llegar a Primera lo apretó la barra, le marcaron que debía cambiar su representante, olió a que todo había sido una trampa y se plantó y dijo que no. Porque en esa decisión los más grandes del plantel se dijeron: “No sólo le sobran pelotas para encarar en la cancha”.

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Una fiesta de globos y de papelitos. El grito de volveremos como en el 86 todavía era un aliento y no un pase facturas. Era 25 de mayo de 2006 y la Selección de José Pekerman se despedía, en el Monumental, antes de irse al Mundial de Alemania. Con tres goles de Rodrigo Palacio y uno de Javier Saviola, vencía 4 a 0 al Sub 20. Al volver del amistoso en el que había oficiado de sparring, los amigos lo picaban: “Sos un cagón, no encaraste nunca”. Ángel se sacaba: “Me dijeron que no fuera para adelante”. Su problema era que su brillo no lo había visto casi nadie. En una práctica, unos días antes, los juveniles habían tenido una tarde mágica de esas que nunca se celebran. Habían vencido 1–0 a la Mayor. Di María había metido un golazo. Tan grande que Juampi Sorín, capitán, tuvo que bajar la calentura por el mal rendimiento, se acercó y lo felicitó. Desde ese día hasta quince años después, nunca más lo pudieron sacar del Predio de Ezeiza.

Fue el despegue de un cohete. En el 2007, en Canadá, ganó el Mundial Sub 20. En la semifinal, contra Chile, Ever Banega se tiró al piso a trabar, se quedó con el rebote y lanzó profundo hacia la espalda del lateral derecho. Di María ni siquiera la controló: la dejó picar y le metió un golazo a Cristopher Toselli, un arquero que hacía diez minutos había roto el récord de valla menos vencida en la historia del torneo. Un año más tarde, en Beijing, contra Nigeria, se la picó desde afuera del área a Ambruse Vanzekin y Argentina se quedó con la medalla de oro de los Juegos Olímpicos. Un rato antes de salir al estadio rumbo a la final, le avisaron que Alfio Basile acababa de dar la lista de convocados para el próximo partido de la Mayor. Él estaba.

Todo pasó muy rápido. El 6 de septiembre de 2008, en su primera vez, ya fue desde el arranque. No lo podían parar. Delante estaba Paraguay, al que Argentina no le ganaba hacía 35 años en el Monumental. A los 30 minutos, Carlos Tevez se hizo expulsar. A la Selección le sobraba talento, pero le faltaba un jugador. Terminó 1–1. El ciclo de Coco empezaba a derrumbarse. Pero resultó un partido fundacional: el gol albiceleste lo metió Agüero. Sobre el césped, estaban Messi, Mascherano, Agüero y Di María. Diez años después, seguirían siendo los emblemas del equipo.

La previa del 2010 fue la primera vez en que le temblaron las patas. Tenía 21 años, jugaba en el Benfica y Dios le avisó que estaría en Lisboa para verlo. Fueron a la cancha y a cenar. “Yo no lo podía creer. Diego te llenaba el alma”, admitía. La relación se volvió de protección. Así como el ascenso al fútbol de elite le ocurrió en dos años, a Di María le cayeron los señalamientos con el mismo boomerang. Su primera gran lluvia de críticas ocurrió en las Eliminatorias del Mundial 2010. Argentina cayó en La Paz 6–1 contra Bolivia. A los siete minutos de haber entrado, desbordado por la impotencia de la derrota, le pegó un patadón a un rival y el juez Martín Vázquez no sólo lo expulsó, sino que pidió cuatro fechas de suspensión. “¿A quién mató?”, cuestionó Diego, cuando se enteró del tamaño de la sanción. Al público no le simpatizó. Gran cosechador de retornos, el entrenador no se plegó al pacífico todo pasa. Cuando la Selección se clasificó, entre todos los insultos que repartió, siempre recordó: “A Di María no lo querían”.

Comenzaron los años duros. La Copa América 2011, en Argentina, perdiendo por penales con Uruguay, bajo el mando del Checho Batista, crujió como un momento crítico de los lazos de la generación dorada y la sociedad. Una parte de los adultos argentinos, los que habían visto el 86, se sumaron al tobogán de barbaridades que narraba Fernando Niembro tras la eliminación. El arte de pegar en el piso le apuntaba a los jóvenes que ya brillaban en Europa y pedía una Selección de futbolistas del ascenso. Años antes, Marcelo Bielsa había anunciado: “Hay que querer a la Selección para que gane, no cuando gana”. Messi ha admitido que en esa época le pesaba el cuerpo de tanta presión. Hasta que apareció Alejandro Sabella. Que tenía un contrato firmado con Al Jazira. Que recibió una propuesta de Julio Grondona. Que se reunió con los propietarios del club de Emiratos Árabes y les blanqueó: “Hay un tren, adentro están Messi, Di María, Higuaín y Agüero. Perdónenme, pero me voy a subir”.

El Inter de Mourinho se impuso al Barcelona en las semifinales de la Champions League de 2010 y a Florentino Pérez, presidente del Real Madrid, se le ocurrió que esa era la fórmula más precisa para romper con la ola de Guardiola. El portugués arribó con un gran equipo de trabajo, entre los que se incluía su agente, Jorge Mendes. Para el técnico, a la delantera le faltaba otro extremo que acompañara a Cristiano Ronaldo. Su conocimiento del fútbol portugués lo estimuló a hacer un pedido directo. El 10 de junio, por 25 millones de euros, Di María dejaba de ser extremo izquierdo y se adaptaba a la punta derecha para encajar en la cima de la pelota. En Madrid o en la Selección, convivía con los dos mejores del mundo. Algunos días, iluminado, llegó a formar parte de esa lista.

Con cualquiera de las camisetas, ponía su físico, su técnica y su fuerza de voluntad en adaptarse para que los otros jugaran. En el Real, debió lidiar con la incorporación de Gareth Bale. El galés, hasta por estética, era el predilecto de Pérez para ser heredero de Ronaldo. Fideo, como en la Selección, se acomodó a funcionar como centrocampista. Había pocos tipos en el mundo capaces de ocupar tantas posiciones distintas sin perder la magia del instante. La aparición. Esa profesión de los que, en un parpadeo, resuelven una historia. Di María, antes del Mundial 2014, lo mostró. La final de la Champions League estaba protagonizada por el clásico de Madrid. Faltaban minutos, el Aleti del Cholo se quedaba con la orejona. Fideo metió un desborde que agitó el estadio, superó a todos, tiró un centro, la empujó Bale y, en el suplementario, aplastaron al rival. El cuarto grito lo hizo el portugués figura que exhibió sus monumentales abdominales a las tribunas. Dándose el falso rol de salvador del relato. El marketing personal quizás no favorecía al rosarino que parla con la boca desplazada hacia el costado y los labios medios cerrados. Pero la ganó él. Guste a la marca que le guste.

Arribó al Mundial de Brasil en la misma moto. En el 4–3–3 inicial, con el tridente mágico adelante, dejó todo y más para tapar el dolor de cabeza de Sabella. Era difícil convencer a las estrellas de que dieran una mano desde lo defensivo. Algo indispensable en un torneo en el que cuidar el propio arco, a veces, es más ventajoso que ejecutar sobre los tres palos rivales. La lesión del Kun ordenó ese problema. A Di María la versión 4–4–2 le vino perfecto. Se instaló como volante por derecha, mientras Ezequiel Lavezzi lo miraba desde la otra orilla. Su partido contra Suiza quedará en la historia por el golazo que hizo en el suplementario. Si te queda tiempo en este aislamiento, no dejes de ver ese partido de nuevo: minutos antes de ganarlo, el arquero suizo le sacó una bocha espectacular en el ángulo.

Los cuartos de final, contra Bélgica, fueron un escenario con todas las comodidades para Argentina. Con un punto negativo: Di María aceleró y se le pinchó el músculo. Casi calcado sería el movimiento en la final de la Copa América 2015, contra Chile. Realizó un esfuerzo desmedido, trasladando a alta velocidad la pelota en un trayecto eterno. Fue una situación que terminó trabajando con una psicóloga: “El problema es que en la Selección, a veces, no me doy cuenta y trato de hacer cosas al 110% de mis capacidades y el cuerpo no aguanta”.

Su rostro quedó fotografiado. Hundido en lágrimas en el Maracaná. No pudo entrar. La derrota se volvió un dolor infinito para esa generación de jugadores. Unos meses más tarde, lo argumentaba: “Nosotros siempre decíamos que queríamos ser leyendas. Y no pudimos cumplirlo. Pero queda revancha”.

En septiembre de 2014, con Martino como técnico, le llegó una pequeña segunda mano. Argentina tenía un amistoso contra Alemania para sacarse las ganas. Messi se había tomado un descanso. Los de Joachim Low estaban todos. Los subcampeones ganaron 4 a 0. La principal razón fue él. El Tata decidió subrayarlo: “Ángel está entre los cinco mejores jugadores del mundo”. La pregunta la hacía un periodista británico. Quería saber si realmente el rosarino valía los 65 millones de euros que el Manchester United había invertido por él.

Su aterrizaje en la Premier League también se relacionaba con la Selección. Antes de la final del Mundial, el Real Madrid le había enviado a la AFA una carta en la que pedía que Di María no fuera incluido por la lesión que tenía. El médico Daniel Martínez le arrimó el mensaje. Lo rompió al instante. Llamó a su representante y le ordenó que le buscara un nuevo club. Un año más tarde, en la previa de la Copa América de Chile, dejaría en claro el por qué: “Cambiaría todo lo que gané por ganar algo con la Selección”. Tras 27 títulos en su carrera, sigue pensando lo mismo.

“Cada vez que vengo acá es como si fuera la primera vez”. Hay una imagen que a Di María se le repite cuando habla de por qué siempre vuelve a la Selección. Salió al balcón del Radisson, en Río de Janeiro, la noche previa a la final, y vio un montón de gente durmiendo en la calle. En el asfalto, en camionetas, en la playa. El pueblo había rodeado al equipo para protegerlo de cualquier ruido de los brasileños. Como un gran abrazo. Después del Mundial de Rusia, durante un tiempo no fue convocado y declaraba: “Sufro mucho cuando no estoy porque todo lo que hago es para poder estar”.

Esa adicción a la camiseta acarició su fibra más alta el 6 de junio de 2016. Era el debut en la Copa Centenario de Estados Unidos. Por la mañana, recibió una llamada que lo derrumbó. Había muerto su abuela. Decidió ocultárselo al cuerpo técnico: “Iban a decir que no tenía la cabeza para jugar”. Le pidió al utilero Mario Di Stéfano que lo ayudara a confeccionar una camiseta. El partido era contra Chile. Como en la semifinal del sub 20, Banega interrumpió, lo habilitó, Ángel definió y corrió hacia el banco de suplentes. Miró al cielo. Levantó la tela. Lloró. “Abuela te voy a extrañar muchísimo”, estaba escrito. Al final, con la cara enchastrada de lágrimas, sollozando, aclaró: “Era su orgullo que yo estuviera en la Selección. Vine a jugar porque si no mi abuela se iba a enojar”.

Lo familiar es la ideología de Di María. Su compañera, Jorgelina, le marca antes de los partidos que intente hacer bien la primera que toca porque así agarra confianza. Su mamá lo soñó canalla. Por cábala y por amor, a Diana la llama antes de jugar cualquier partido: ella confiesa que más de una vez pensó en no atenderlo porque la diferencia horaria le hacía sonar el celular a las cinco de la mañana de un sábado, pero jamás pudo renunciar a hacerlo. Su papá lo apretó para que madurara. A sus hijas, las lleva en una remera bajo la camiseta cuando las papas queman. Por ellas y ellos es que sufre cuando los silbidos lo aquejan. A los 33 años, ya acumula tres mundiales y va por el próximo. En Lisboa, en Madrid, en Manchester o en París, siempre está pensando en volver y ganar algo. No hay nada más sincero que el deseo de volver a intentarlo.

Antes de ingresar al vestuario del Kazán Arena, con los ojos rojos de duelo, Mascherano anunció su adiós a la Selección. Argentina acababa de perder contra Francia y, en el círculo central, una generación de futbolistas recibía aplausos como si fuera una despedida. Lucas Biglia decretaba lo mismo en los micrófonos. Días más tarde, Gonzalo Higuaín narraba que, por su madre, por su hija y por sí mismo, prefería dar un paso al costado. Lionel Messi emigraba de Rusia a Barcelona para refugiarse de los dos meses de torbellino que había sufrido. Ángel Di María no dijo nada. De facto, arrancaron a retirarlo. Lionel Scaloni armó las listas siguientes y lo dejó afuera. Lo sumó a la Copa América 2019, lo puso de titular y no lo quiso convocar más. Hasta que el 25 de enero de 2020, en la previa de un encuentro con Lille, desesperado y enfurecido, Fideo ladró en una conferencia de prensa con franceses a los que no les importaba Argentina: “No tengo que transmitir nada. Lo que demuestro dentro de la cancha debe alcanzar para estar convocado. Lo que hago dentro del terreno de juego, dentro de uno de los mejores clubes del mundo, en el que estoy a un gran nivel”. 

Nueve meses después de su declaración, Di María continuaba afuera de la Selección. La pandemia había pegado su primera vuelta. Era septiembre y Argentina se reconstituía. Scaloni, una vez más, no lo citó. Ángel afiló la puntería de sus labios: “Tengo amigos que me dicen andá a tomarte un café a la Torre de Eiffel, pero prefiero que me puteen 45 millones de personas y jugar con la camiseta de la Selección”.
La mañana de la final en el Maracaná contra Brasil le escribió a su compañera que quizás jugaría de titular. Rodrigo de Paul le comentó que Renan Lodi se distraía y que le lanzaría una profunda. La pelota cayó en su empeine. Ningún dios: Di María hizo justicia. La picó. Levantó los brazos. Festejó. Sus triunfos épicos siempre culminaron con él llorando sobre el césped. Esta vez no pasó. Simplemente agarró un micrófono y aclaró: “Había que tirar la pared abajo”.

Para seguir caminando. Siempre.

El por qué lo explica mejor él que nadie:

–¿Qué le vas a decir a tus hijas cuando te pregunten cómo fue jugar en la Selección?

–Les voy a decir que fue lo mejor que me pasó en la vida.

Soy periodista desde 2009, aunque pasé mi vida en redacciones con mi padre. Cubrí un Mundial, tres Copa América y vi partidos en cuatro continentes diferentes. Soy de la Generación de los Messis, porque tengo 29 y no vi a Maradona. Desde niño, pienso que a las mujeres les tendría que gustar el fútbol: por suerte, es la era del fútbol femenino y en diez años, no tengo dudas, tendremos estadios llenos.

Nombre:
Ángel Fabián Di María
Apodo:
Fideo
Nacimiento:
14 de febrero de 1988
Nacionalidad:
Argentina
Altura:
1,80 m
Peso:
75 kg

Subtitulo

Debut deportivo:
Rosario Central
Club:
Juventus
Liga:
Serie A
Posición:
Extremo y mediocampista

Subtitulo

Selección:
Argentina
Debut:
6 de septiembre de 2008
Dorsal:
11
Partidos (goles):
123 (25)

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