Lutero, la chispa que encendió la Reforma

Un 31 de octubre, un monje agustiniano camina hasta la puerta de Wittenberg en un pueblo alemán y provoca un cisma en la Iglesia Católica.

El 31 de octubre de 1517, el monje Martin Lutero clavó una hoja de papel en la puerta de la iglesia de Wittenberg y cambió la historia.

Era la víspera del Día de Todos los Santos en Wittenberg, un pueblo alemán alejado de las grandes ciudades de la época, como Estrasburgo, Nuremberg o Augsburgo. Wittenberg, dice Lutero. Renegado y profeta, la biografía de Lyndal Roper sobre Lutero, era “un pueblo remoto de casas enfangadas y sucias, toda senda y escalón rebosaba barro”. Un pequeño pueblo de unos dos mil habitantes, construido en torno al castillo de su Elector (Federico el Sabio), donde se encontraba la iglesia en cuestión, y al monasterio de los agustinos, junto a su universidad. 

En la joven Universidad de Wittenberg, que comenzaba a construir su primera reputación, estudiaba y daba clases un monje de 33 años. Había ascendido en la orden de los agustinos después de abandonar el Derecho, influenciado por Johann von Staupitz, un profesor que lo apadrinó y lo guió por el camino de la teología. Lutero avanzaba posiciones en la universidad. Enseñaba la ética y la dialéctica de Aristóteles. Obtuvo allí su doctorado y se convirtió en una figura pública, importante en el pueblo, hasta llegar a ocupar el cargo de su propio mentor como profesor de Teología. 

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Pero hasta ese 31 de octubre, Lutero casi no había publicado. Elaboraba argumentos para debates teológicos, interpretaba textos bíblicos y colaboraba en la redacción de sermones para monjes menos afectos a la tarea. ¿Qué llevó a ese monje de un pueblo remoto de Alemania a caminar la distancia que lo separaba de su oficina hasta la puerta del castillo para clavar sus opiniones en una puerta sobre la situación de la iglesia católica? 

Sabemos y no sabemos. Lo primero que no sabemos es si el episodio efectivamente ocurrió. Para los protestantes, el hecho es un artículo de fe que dio comienzo a su reforma. El historiador del catolicismo Erwin Iserloh quiso desmitificarlo, señalando que en realidad nunca ocurrió. Lo que comenzó el cisma más grande de la historia de la Iglesia Católica no fueron las tesis clavadas en la puerta de la Iglesia sino el envío del mismo texto, en sendas cartas dirigidas al arzobispo Alberto de Maguncia y al obispo de Brandenburgo, Hieronymus Scultetus. Quienes se encargaron de relatar el suceso, además del propio Lutero, eran sus dos colaboradores más cercanos, Philipp Melanchton y Georg Roger, de quienes se sospecha que no se encontraban en Wittenberg esos días. 

Martin Lutero.

Pero otras evidencias apoyan la versión. La primera es lo que se pudo reconstruir del texto expuesto, que no fue conservado aunque se encontraron versiones de él en diversos formatos. Según esas reconstrucciones, el texto estaba impreso en una sola cara, en una hoja de papel alargada, lo que abona a la hipótesis de que fue impreso con la idea de pegarse en una pared. Un encabezado en letras más grandes, se cree, invitaba a debatir las tesis allí mismo en Wittenberg (lo que también sugiere que había sido diseñado para ver la luz pública de esta forma).

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“Controversia sobre el valor de las indulgencias”, se titulaba el texto y consistía en un conjunto de argumentos enumerados pensados para el debate académico. Afirmaciones hipotéticas, concisas –dice el texto de Roper– y a veces difíciles de entender, que no se autoexplicaban sino que debían ser demostradas aportando más argumentos. No eran artículos cerrados ni consagraban verdades. 

Pero produjeron un cisma. 

“Cuando nuestro Señor y Maestro Jesuscristo dijo ‘haced penitencia’, ha querido que toda la vida de los creyentes fuera penitencia”, decía la primera de las tesis. Y significaba, en pocas palabras, una crítica demoledora al sistema de indulgencias establecido por la Iglesia Católica. Quería decir allí, el monje Lutero, que no bastaba con cumplir las penitencias, con orar y, fundamentalmente, con comprar indulgencias para estar libres de pecado. 

Lutero no era el único crítico de las indulgencias pero fue, indudablemente, el más efectivo. De formación agustiniana, el monje sostenía que las obras de los humanos no alcanzan para garantizar la salvación y que esta dependía exclusivamente de la misericordia divina. La idea, dicha así, podía parecer inofensiva, nada más que un debate teológico sobre la salvación. Pero, en la práctica concreta, significaba un ataque directo a los fundamentos de la Iglesia medieval, a su corazón, a su cabeza (el Papa) y a su estructura social y financiera basada en un sistema de salvación colectiva. 

Bajo este sistema, decía Lutero, la Iglesia había pervertido el sacramento de la confesión, que había dejado de ser un ejercicio espiritual para convertirse en una transacción económica. Y una muy sofisticada. Las indulgencias, una práctica que garantizaba el perdón papal de los pecados reduciendo el tiempo en el purgatorio a cambio de oraciones o pagos de dinero, eran una práctica extendida. Los vendedores de indulgencias llegaban a una ciudad, describe el cronista, con las bulas papales envueltas en satén o en una tela dorada. Todo el pueblo se movilizaba hacia la Iglesia, donde se colocaba la bandera de la Santa Sede, para notificar la presencia. Tan bien organizada estaba la cuestión que las indulgencias salían de imprentas locales, con un espacio en blanco para poner el nombre de quien la adquiriera. 

El sistema era, para un agustiniano como Lutero, una tercerización de la fe. Que no se limitaba solo al sistema de indulgencias. “Pagaban –afirma el texto de Roper– a todo un ejército de proletariado de sacerdotes dedicados a recitar misas de difuntos y a mujeres laicas y pías para que se ocuparan de los hospicios y rezaran por el alma de los fallecidos con el fin de facilitar su paso por el purgatorio”. La vida religiosa de los cristianos funcionaba alrededor de ese sistema.

No sabemos en qué proporción pero sabemos que parte de la furia de Lutero con las indulgencias se debió a Johannes Tetzel, un fraile domínico que predicaba en la vecina ciudad de Jüterbog. Lutero se había hecho una fama. Era un monje severo que, fiel a su doctrina, cuestionaba la absolución de los pecados de los feligreses si no mostraban un verdadero arrepentimiento. Pero pronto se encontró con un problema. Esos mismos feligreses viajaban hasta Jüterbog y se volvían absueltos por Tetzel. “Aparecían con indulgencias de Tetzel –escribió el cronista protestante Federico Myconius– porque no querían renunciar al adulterio, al puterío, a la usura, a la adquisición injusta de bienes y a otros pecados y maldades”. El monje agustiniano quiso ir a ver por sí mismo y escuchó, cuenta la biografía de Roper, a Tetzel decir que las indulgencias eran tan eficaces que, gracias a ellas, “no pasaría por el purgatorio ni quien hubiera violado a la Virgen María”. 

Claro que el motor de la historia no es la personalidad de sus ejecutores. La biografía de Roper sobre Lutero tiene ese mérito: hay tantos libros destinados a explicar la Reforma protestante desde la psicología del monje, su relación con su padre y su deriva posterior, que esta se destaca por no hacerlo. Cuenta el texto un caso revelador de esta sobredeterminación entre agencia y estructura, entre materialidad y el mundo de las ideas. El clérigo más importante de Alemania, el arzobispo Alberto, quería quedarse con la sede de Maguncia, que quedó vacante inesperadamente. Pero tenía un impedimento: el papa León X había decretado que los obispos debían tener al menos 30 años, y Alberto tenía 23. El conflicto tuvo su resolución cuando Alberto se comprometió a donar 21.000 ducados para financiar las obras de la basílica de San Pedro. Claro que el joven Alberto no disponía de esa suma, que debió pedir prestada a la casa de los Fugger, los comerciantes más ricos de la época y banqueros de Augsburgo. Parte del saldo de esa deuda que Alberto tomó con la familia Fugger se pagó con la venta de indulgencias, a cargo del fraile domínico Tetzel, aliado de Alberto. La amenaza de Lutero era sobre algo más grande que el sacramento de la confesión. 

Sabemos una última cosa que puede contribuir a crear (y a creer) en la escena de Lutero caminando furioso hacia la puerta de la Iglesia con sus 95 tesis. Es la fecha. El 31 de octubre es la víspera del Día de Todos los Santos, una festividad cristiana que celebra a todos los difuntos que superaron el purgatorio y se santificaron completamente. Pero no es solo su motivo simbólico lo que apoya la escena sino también lo que ocurría entonces. En esa festividad, se exponía en la iglesia del castillo de Wittenberg, donde Lutero había colocado sus tesis, la colección de reliquias de Federico el Sabio, soberano de Sajonia. Miles de peregrinos se acercaban desde lugares lejanos de Alemania para observarlas. A cambio recibían, por supuesto, indulgencias. 

No había mejor escenario para lanzar esas tesis al mundo que ese. No importaba si la mayoría de los peregrinos, rurales y urbanos, eran analfabetos. No era a ellos, aún, a quienes estaba dirigido el mensaje. Quienes debían comprenderlo, lo hicieron inmediatamente. Al menos algunos. 

Los que recibieron las tesis por carta no comprendieron del todo la dimensión de lo que estaba sucediendo. Es cierto que esas semanas siguientes no hubo mucho revuelo. Las tesis no se discutieron. El obispo de Brandenburgo, que recibió la cuestión por carta personal de Lutero, no la respondió. Tampoco lo hizo el arzobispo Alberto, que en cambio hizo algo peor. Remitió el documento a Roma para que lo estudiaran los teólogos. Y lo que había comenzado como un problema en un pueblo remoto, pronto se convirtió en la posibilidad de una investigación papal por herejía y un problema para la Iglesia en su conjunto. 

No sabemos cuánto se imaginaba Lutero de todo lo que ocurrió después. No sabemos si creía que sus páginas iban a terminar en Roma, si clavar sus escritos sobre una puerta lo podrían llevar a la hoguera (aunque esto no era difícil de imaginar). No sabemos si fantaseaba con que su manuscrito iniciara el cisma más grande de la historia de la Iglesia Católica desde su fundación; con que abriera el proceso de secularización de Occidente; o con que, como querrá un señor llamado Max Weber siglos después, su Reforma fuera la antesala del calvinismo, etapa anterior y fundacional de la ética capitalista. 

No sabemos siquiera si ocurrió de esta manera. Si fue un papel pegado o clavado en una puerta. Si fueron unas cartas. Pero tal vez no importe. Tal vez solo importe que, a veces, un par de páginas clavadas en el lugar y el momento indicado pueden cambiar lo que hasta entonces parecía eterno.

Foto de portada: las puertas de Wittenberg, depositphotos.

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Es politólogo de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Nació en Olavarría, una metrópoli del centro de la provincia de Buenos Aires. Vio muchas veces Gladiador.