La vida después del COVID: las mujeres no dan más

El peso de la pandemia recayó y recae en ellas, que están empobrecidas, sobrecargadas de tareas y agotadas.

Estamos bastante cerca de completar el segundo año de la pandemia por COVID. Millones de personas en todo el mundo han muerto. Cientos de millones han estado enfermas. La actividad económica, los viajes, el turismo, la enseñanza presencial y otras actividades que dábamos por sentadas todavía no se han restablecido del todo, y en algunos casos no sabemos si lo harán, o cuándo. En una encuesta reciente de IPSOS, en Estados Unidos, el 30% de las personas encuestadas dijo que calculaban que volver a la vida normal tardaría al menos un año más; el 24% dijo que sería dentro de seis meses. Todavía no podemos imaginar de manera completa el impacto del virus y la enfermedad sobre millones de personas en el mundo en el mediano o largo plazo, ni su impacto final en términos económicos, políticos y sociales. 

Sí sabemos una cosa: el peso de ese impacto recayó y recae en las mujeres, que están empobrecidas, sobrecargadas de tareas y agotadas. 

No voy a llenar este newsletters de datos, porque los mismos han sido repetidos hasta el cansancio. Las medidas de restricción a la movilidad (cuarentenas) y la suspensión de las clases escolares presenciales sobrecargaron a las mujeres, que tuvieron que hacer malabares para poder continuar con sus trabajos y cuidar de sus familias. Según este informe de Deloitte sobre el mundo del trabajo, el 65% de las mujeres dijo tener más tareas de cuidado a su cargo; además, el 46% refirió que el homeworking le había agregado la necesidad de estar siempre disponible para temas laborales. Aun en el caso de que en los hogares vivieran un varón o una mujer, las tareas de cuidado recayeron abrumadoramente sobre las mujeres: durante 2020, las mujeres dedicaron el triple de tiempo que los varones a cuidar de otras personas.

Los efectos del COVID sobre la actividad económica y el empleo fueron sufridos por toda la sociedad, sin dudas, pero más aún por las mujeres, sobre todo las de sectores más pobres y las empleadas en trabajos informales. Aun cuando en Argentina comenzó en los últimos meses a sentirse una (incipiente y tibia) recuperación del empleo, las inequidades entre géneros son shockeantes: según El Economista, mientras el desempleo masculino bajó en julio de 2021, lo opuesto sucedió con el desempleo femenino, que aumentó al 12%.

Sabemos, además, que durante la pandemia se dificultó el acceso a la justicia para prevenir casos de violencia de género, se volvió más difícil acceder a servicios de salud reproductiva. La vida de las mujeres en todo el mundo, y también en nuestro país, se volvió más cansadora, más cara, más difícil de navegar, más solitaria y más alienante. 

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Lo más dramático, sin embargo, es que esa situación continúa siendo invisible. Cuando se habla de “desocupados”, de “víctimas de la pobreza”, de “personas en situación de vulnerabilidad” no se agrega inmediatamente que estamos hablando de mujeres. Cuando hablamos de “niñez vulnerable” se trata de niñes de ambos géneros, sin duda, pero en su gran mayoría están a cargo de mujeres (en muchos casos, también niñas). Los desocupados deben imaginarse como mujeres, los pobres son mujeres en su mayoría, los vulnerables deben ser pensados como mujeres. Pero eso no sucede. No estamos pudiendo centrar a las mujeres (incluyendo en esta categoría a personas trans e identidades diversas) como el foco de estas discusiones. Continúan siendo invisibles. Incluso, hay quienes sostienen que el problema es que la necesidad impuesta de atender el cuidado comunitario creó un matriarcado en los sectores populares. 

Hace poco leí un dato que me sacudió: en los Estados Unidos, la satisfacción de las mujeres con su igualdad laboral por la sociedad está en su peor nivel histórico: solo un 33% de las mujeres opina que existe la igualdad de oportunidades laborales. Pero eso no es sorprendente. Lo llamativo es que el 61% de los varones opina que las mujeres tienen iguales oportunidades que ellos. No se trata sólo de que no exista consenso social para centrar la acción del estado en su vida cotidiana, el sufrimiento adicional que están atravesando ahora las mujeres es, en gran medida, invisible para la sociedad toda. (Además, por supuesto, el número de mujeres blancas era más alto que el de mujeres afroamericanas o latinas.) 

Por eso mismo, cualquier análisis de la pospandemia o de las medidas para superarla que no comience con la pregunta: ¿Cómo puede mejorarse un poco la vida de las mujeres ya mismo?”, será un análisis errado, ciego, injusto y que sólo podrá empeorar la situación de toda la sociedad en su conjunto. No alcanza con actuar en un puñado de temas tradicionalmente considerados “de género”, o de realizar intervenciones focalizadas para “ayudar” a mujeres definidas como “madres sacrificadas” (y sacrificiales). 

No alcanza tampoco, ni siquiera, con imaginar políticas de distribución de ingreso universales centradas en las mujeres, aunque me apresuro a aclarar que sería una gran mejora y que se necesitan ya mismo. No se trata -solo- de pagarle a las mujeres para que puedan cuidar a sus hijes, a sus ancianes, a sus comunidades, porque tal cosa refuerza la idea implícita de que las tareas de cuidado  son necesariamente femeninas. 

Se trata de generar instancias e instituciones en donde las propias mujeres puedan imaginar distintos tipos de vidas cotidianas, distintos tipos de arreglos del cuidado, distintos tipos de condiciones de trabajo, distintos tipos de futuro para ellas y sus hijes. Se trata de desmercantilizar el acceso a jardines maternales y guarderías, se trata de reducir y simplificar los trámites requeridos para acceder a los controles de salud y la atención médica, se trata de generar mecanismos estatales y comunitarios de sostén a las personas ancianas (la mayoría de las mujeres adultas solo cuentan con un puñado de años entre la necesidad de cuidar niñes y la necesidad de cuidar a sus familiares mayores; aunque la figura de la madre es en general alabada en términos morales, aunque no efectivamente apreciada en términos económicos, de las tareas de cuidado de mayores nadie habla).

Es imperativo comenzar estas conversaciones, porque las mujeres, en síntesis, no dan más.

María Esperanza

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Soy politóloga, es decir, estudio las maneras en que los seres humanos intentan resolver sus conflictos sin utilizar la violencia. Soy docente e investigadora de la Universidad Nacional de Río Negro. Publiqué un libro titulado “¿Por qué funciona el populismo?”. Vivo en Neuquén, lo mas cerca de la cordillera que puedo.