Diario de campaña N°2 | Miami, capital de América Latina
Una semana en la ciudad que todo lo muestra. La nueva meca cultural de la región es también un espejo cada vez más relevante de Estados Unidos.
A simple vista, no es este un lugar para sutilezas. Miami trabaja contra la metáfora. Todo está tan expuesto, todo está tan desbordado, que una primera impresión parece suficiente. Esa es un poco la gracia de este lugar: nadie tiene que fingir que está fingiendo, lo que en cierta medida vuelve todo más auténtico. Debe ser liberador. Es una ciudad en la que podés pararte en una de las zonas comerciales para peatones a probar versiones de selfies debajo de un cartel de Dior, aunque no hayas comprado nada y estés prácticamente bloqueando el paso, y nadie te va a llamar la atención.
La gente no circula si no es en auto, a veces en convertibles de colores como en una fantasía de muñecas. Los culos son astronómicos, por supuesto operados, pero ahora parecen cajas donde las nalgas brotan como dos redondos castillos de arena. Los chicos salen a correr en cuero hasta que se derriten, y es un milagro que el sudor que les baja por el cuerpo no salga naranja. La ciudad está fragmentada en plazas de consumo, una isla con playas llenas de hoteles y condominios y luego barrios más modestos con supermercados y puestos de comida local, si con local nos referimos a la capital latinoamericana que le da nombre al barrio. Por lo general se asume, en Ubers o tiendas, que tu idioma es el español hasta que se demuestre lo contrario.
Pero incluso en esa imagen de opulencia hay detalles. Miami atrae cada vez más gente rica de otros lugares de Estados Unidos como Nueva York y California (entre 2012 y 2022 la tasa de millonarios en la ciudad creció un 75%), que llegan por la promesa de bajos impuestos y una vida con menos regulaciones, un libreto que se volvió especialmente atractivo con la pandemia. Esa llegada está expulsando a otros segmentos de la población local, sobre todo adultos retirados (en el imaginario nacional, Florida es el lugar donde la gente va a retirarse, pero este boom los está expulsando de todo el estado, del que Miami es parte). Todavía pueden verse barrios tranquilos de casas bajas habitados por viejos hippies que llegaron en los sesenta, pero estos se están extinguiendo.
Para la historia oficial, Miami siempre fue un territorio extranjero y en disputa. La zona fue conquistada por España a finales del SXV, luego reclamada sin éxito por Francia y anexada brevemente por Gran Bretaña, tras la guerra de los Siete Años en 1763. El territorio volvió a manos españolas con el tratado de Versalles y eventualmente fue vendido a Estados Unidos en 1819.
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SumatePero la historia es todavía más profunda: la zona estaba habitada por pueblos indígenas desde aproximadamente el año 500 a.C y una parte de la ciudad está construida sobre tierras ancestrales. El año pasado, un megaproyecto inmobiliario cerca del centro, dominado por torres y shoppings, tuvo que ponerse en pausa por un hallazgo arqueológico. Es cuestión de moverlo para seguir construyendo. El desarrollador es un empresario argentino, el otro reflejo de Miami: una ciudad transformada por la migración latinoamericana a partir del exilio cubano en los años sesenta. Desde entonces, Miami y América Latina se retroalimentan. Una parte importante de la política exterior estadounidense se construye acá, y es acá donde van a parar los sueños, la guita y los cuerpos de la región. A veces, la relación entre lo primero y lo segundo es evidente; otras no tanto.
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A fines de los ochenta, luego del segundo capítulo de migración cubana conocido como Mariel, Joan Didion escribió un retrato de Miami en el que la ciudad aparece como una entidad separada del resto de Estados Unidos, una capital tropical del Tercer Mundo donde hasta la forma de hablar de plata está marcada por el agua. La guita se lava o se canaliza por tuberías que llegan a Washington, en estrecha relación con el negocio de la cocaína, inmortalizado en las ficciones de esa década como Miami Vice o Scarface.
Didion se encuentra con una ciudad prácticamente manejada por cubanos, una situación que genera, por ejemplo, que la desarticulación del sistema de segregación racial que estaba sucediendo en otras ciudades del sur, lideradas por activistas negros, tenga menos fuerza. Son los cubanos los que empiezan a tomar trabajos y atender servicios y organizarse políticamente, a veces en detrimento de la causa por visibilizar al movimiento negro. Hay otras tensiones con grupos locales. Didion se detiene en una marcha organizada por activistas estadounidenses de izquierda que protestan contra la asistencia militar de Washington a los contrainsurgentes nicaragüenses. La protesta es intervenida por manifestantes cubanos que comienzan a gritar proclamas anticomunistas. El alcalde de Miami en ese entonces, Xavier Suárez, un joven nacido en Cuba, es criticado por su permisividad ante la contraprotesta.
Una breve digresión: conocí a Francis Suárez, el actual alcalde e hijo de Xavier, una mañana en la que el edificio municipal estaba casi vacío. Lo esperé en su oficina, decorada con un aro de básquet y algunos libros, entre ellos uno sobre criptomonedas y otro escrito y dedicado por Iván Duque, el expresidente de Colombia. Suárez llegó hablando por teléfono, en inglés, con unos auriculares grandes con micrófono incorporado, como usan los gamers, y en un español precario me contó de sus planes para que Miami siga siendo una meca cultural y empresarial. Le saqué una foto, y mirándola ahora pienso que si alguien le pide a la Inteligencia Artificial que te dibuje a un alcalde de Miami el resultado debería ser exactamente este:
Vuelvo a Didion. Estas escenas, como la de la protesta, que se repiten a lo largo del libro, reflejan en realidad dos tensiones principales. La primera es la política: en la Miami de Didion hay acción. Se jugaba bastante, o se vivía lo que estaba en juego en otras partes del mundo. La Unión Soviética todavía existía, la Revolución Cubana seguía siendo un proyecto para otras izquierdas regionales, especialmente en Centroamérica. Esa tensión hoy aparece desinflada acá, como si el futuro de la región y del mundo ya estuviera saldado, o a merced de fuerzas autónomas de cualquier lucha política del presente. La segunda es la cultural, la tensión entre la Miami Anglo y la latina. Didion da cuenta de cierta incomodidad con los modos y costumbres de los recién llegados, y al mismo tiempo cierta reticencia a la fusión.
Es un testimonio poderoso sobre cómo se veía a la asimilación en ese entonces. No había motivo para que los anglos se interesaran por la comida cubana porque total los hijos de los inmigrantes iban a comer hamburguesas. Para qué aprender español si los pibes iban a terminar hablando inglés. Lo mismo con la historia: no hacía falta que los anglos la conocieran porque al final, dice Didion, los cubanos llegan acá queriendo escapar de su historia.
Esa tensión se ha resuelto en Miami pero ha crecido en Estados Unidos. En la ciudad, más del 70% de la población es considerada hispana, la migración cubana parece una historia vieja: hay cada vez más venezolanos, colombianos y argentinos, además de dominicanos y haitianos, que cocinan un pollo frito delicioso. La gastronomía se ha fusionado. El idioma también: los recién llegados hablan inglés pero también español. Hay un nuevo dialecto en el que ambos idiomas se mezclan en la misma frase o se van alternando a lo largo de la conversación, a veces es un conector como ¿you know? el que marca el cambio, u otras veces sucede naturalmente.
Casi el 20% de la población estadounidense es latina. Hace más de una década que se advierte sobre una “invasión hispana” en el país. El politólogo Samuel Huntington tiene un texto bastante célebre, escrito en 2009, en el que se pregunta si Miami es el futuro de muchas ciudades estadounidenses. En estas elecciones, de hecho, la pregunta central sobre el voto latino es si el comportamiento electoral de Florida –liderado por migrantes de Cuba y Venezuela, entre otros– puede contagiar al de otros estados donde la migración es sobre todo desde México (mi respuesta rápida es que por ahora no, pero lo explico luego).
Pero esa asimilación también corre a la inversa. La migración es cada vez más un fenómeno sudamericano, desde los que se van hasta los que empiezan a pensarlo. El mapa cultural se empieza a teñir con esa posibilidad, que transforma hasta el idioma (es cada vez más común escuchar el spanglish a medida que uno se acerca al norte). El rapero Dillom dijo hace poco, medio en joda, medio en serio, que él viene a “declararle la guerra a Miami”. Hay otras variables en juego, desde los cambios en la industria hasta los algoritmos, pero también está eso: una forma de renuncia.
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También puede ser una ciudad divertida, aunque conviene saber dónde estacionar para evitar multas y un día entero de furia. Hay un circuito nocturno fuera de los boliches tradicionales que parecen un catálogo de Only Fans y, al ser un centro de distribución de arte que aloja un festival anual de cine, Miami también tiene una movida cultural alternativa en plena construcción. Luego está la experiencia Messi, un polo de atracción en sí mismo, aunque casi siempre como producto de consumo. Su camiseta flota por la ciudad como si fuera una señal de Batman.
Llegué a Miami el lunes 29 de julio, un día después de las elecciones en Venezuela (ya que estamos, no dejes de leer el especial de Cenital sobre la crisis venezolana), con la intención de reportear sobre el voto latino y descansar un poco. De lo primero hubo bastante, y las entrevistas me ayudaron a entender por qué, si bien es cierto que el comportamiento electoral latino está cambiando (como charlamos en la entrega pasada), todavía es pronto para pronosticar un viraje significativo al Partido Republicano. Voces del Partido Demócrata me ayudaron a matizarlo y me contaron sobre la cantidad de dinero y nuevos voluntarios que están recibiendo estas semanas, con la candidatura de Harris. Los carteles con su nombre estaban pegados de manera precaria sobre el cartel original de Joe Biden, una linda postal sobre los giros imprevistos de esta campaña.
Por supuesto, el nombre de Milei apareció la mayoría de las veces. Kevin Marino Cabrera, un comisionado del condado de Miami-Dade que supervisó la campaña de Trump en Florida en 2020, me recibió con un muñeco del presidente con la motosierra. Cabrera había trabajado para Jeb Bush, el gobernador del estado que fue el principal némesis del exmandatario en las primarias republicanas en 2015. Su oficina estaba dividida en dos: de un lado tenía cosas de los Bush (había quedado cercano a la familia) y del otro una suerte de panteón trumpista, la foto con el jefe, la gorrita firmada y una caja de puros cubanos, donde colocamos provisoriamente el muñeco de Milei. Esas dos esquinas simbolizaban el viraje de la derecha.
Ese lunes, entonces, fui al barrio venezolano a ver si encontraba alguna manifestación, pero no hubo caso. Apenas un par de personas viendo la televisión con la cara de María Corina Machado. “Estamos de luto”, explicó uno más tarde, aunque dijo también que no se habían hecho muchas esperanzas. Al día siguiente, fui a un desayuno informativo organizado por una organización cubana. Había dirigentes del Partido Republicano, un vocero de la campaña de Trump y hasta un asesor del expresidente colombiano Álvaro Uribe. El vocero trumpista prometió que la alegría de Maduro se iba a acabar el 20 de enero, en la eventual asunción de su jefe (luego, cuando hablamos en privado, me dio a entender que en realidad no tenían ninguna estrategia pensada). Todos alertaron sobre la difusión del “socialismo” en el hemisferio.
Fue difícil encontrarse con voces que no tuvieran un tono parecido. Pero una tarde rumbo al centro conocí a Roberto, un cubano que vive en Miami desde hace ocho años. Roberto, antes que nada, es un lector voraz que cultiva una regla de oro: lee todo lo que le recomiendan. Entonces estaba leyendo un libro de mindfulness que le recomendó una pasajera y que no le gustaba mucho (prefiere novelas), pero acataba su regla, dijo, porque siempre alguna lección encuentra.
Roberto tiene 62 años, su vida se desarrolló con la Revolución. “Es difícil que un viejo no tenga algún recuerdo bueno sobre Fidel”, me dijo. Habló de Fidel como un dictador, pero dijo que la dictadura de Batista había sido peor. “Acá la salud es un negocio. Las personas no importan. Allá tuvimos un sistema maravilloso hasta que la economía deterioró todo. Cuba se quedó sin economía”. Mencionó la caída del bloque socialista. “Es imposible desarrollarse con sanciones”, dijo luego.
Le pregunté cómo era vivir en el país al que, directa o indirectamente, culpaba por la ruina del suyo.
Roberto me explicó que había aprendido a disociarse. “Te desentiendes del tema político. Vienes y vives por la economía. Yo llevo ocho años y puedo estar toda la vida”. Y a pesar del tamaño de la comunidad, los alcaldes, el Little Havana, los bares explotados de gente bailando salsa, el olor a Habano invadiendo el lugar, todavía no se acostumbra. “La gente te habla en español, pero yo acá me voy a sentir siempre como un extranjero”.