Vacaciones de invierno: cuando el mundo era joven todavía

Un Hilo dedicado a los recuerdos de la infancia, la etapa más fresca y menos solemne de la vida, a partir de las obras de Goya, Cristina Peri Rossi, Sylvia Molloy, Jesse Ball, Natalia Ginzburg, Vladimir Nabokov y Céline Sciamma.

Hola, ¿qué tal? Espero que estés lo mejor posible. Yo bien, pero sigo padeciendo el frío. No hay caso, no puedo disfrutarlo, ni quedándome en casa al lado de la estufa. Sé que en otras partes del mundo hay ahora una intensa ola de calor. Estos contrastes climáticos tan extremos son preocupantes, así que voy a evitar quejarme y a empezar a tratar el tema que nos toca.

Estamos, por lo menos en Argentina, en plenas vacaciones de invierno, ese paréntesis del año en el que las personitas en edad escolar ponen en jaque la rutina familiar. Es ese momento en el que las ciudades se llenan de niños y niñas correteando en situación de euforia y descarga de energía, y en el que las adultas tratamos de equilibrar la atención que les prestamos con nuestros respectivos trabajos, que no se cortan por quince días ni por asomo (a menos que seamos docentes). De chica recuerdo que esperaba con muchas expectativas las vacaciones de invierno, porque hacíamos planes con amigas y podíamos despertarnos a cualquier hora. Ahora no me entusiasman tanto, pero sí siento que separan con fuerza la primera de la segunda parte del año (y cuando nos queremos acordar estamos en Navidad). Me parece también que es un tiempo clave para hablar con los chicos. Para preguntarles cómo están, cómo llevan sus actividades. También para pasar tiempo con ellos tratando de absorber su disfrute (no sé si hay algo más bello que ver a un hijo o una hija disfrutar mucho).

Entonces, con estas excusas, vamos a dedicarle este Hilo a algunas anécdotas y evocaciones de la infancia que se desprenden de un puñado de obras de arte, de relatos autobiográficos de escritores y escritoras y de films que representan con muy buenos resultados una perspectiva infantil sobre el mundo, con toda su inocencia y frescura. Si hay algo que los niños no son es solemnes. Esta entrega vendría a ser también el contraplano de otro Hilo que le dedicamos a ellos hace ya más de un año, cuando se retomaba la presencialidad en las escuelas. Allí me preguntaba qué pasaría si le diéramos más voz y voto a la hora de tomar decisiones que les conciernen. Algo que me sigo preguntando cada vez con mayor premura.

Para ilustrar el recorrido, me inclino por óleos pintados por Goya allá lejos y hace tiempo, en el siglo XVIII, que no forman parte de su obra más conocida aunque se encuentran también en el Museo del Prado. Se trata de ciertas escenas infantiles que el artista español realizó cuando era pintor de la corte de los reyes de Asturias para decorar distintas paredes del castillo de El Escorial o del palacio El Pardo. Además de retratar por encargo a muchos hijos de los duques y reyes quietitos y coquetos con fondos oscuros para eternizarlos, Goya realizó también una serie de cuadros mucho más dinámicos con escenas exteriores de niños y niñas jugando. Estos chicos más silvestres probablemente no tenían juguetes para entretenerse y se las ingeniaban para inventar divertimentos en la naturaleza trepándose unos encima de otros para parecer gigantes, o subiéndose a los árboles. Y como no tenían tampoco pelotas, inflaban vejigas de animales (!!!) para hacerlas flotar por el aire como globos, como se ve en una de las imágenes. Me interesa mucho pensar qué tipo de infancias retratan estos cuadros y cómo un niño o niña de hoy también puede reflejarse en ellos, aunque no usen sombreros ni trajecitos sastre.

Las gigantillas (1791–1792)

Palabras y apropiaciones

Esta semana se viralizó un tuit muy sencillo y genial en el que se instaba a compartir las mejores palabras inventadas por hijos e hijas. Las respuestas son de una ternura notable y de un alto nivel de creatividad. Los adultos cuentan que un niño dice “hilo delantal” en vez de “hilo dental”, otro prefiere el helado de “dulce de leche organizado”, otra habla del “tucoondas” y del “tucrófono”, otra dice “patinaloso” en vez de “resbaladizo”, o “fumarrillo” al cigarrillo y “ceninegro” al cenicero, entre otros adorables deslizamientos semánticos. En nuestra relación con el lenguaje, estas formas de apropiación van mostrando de qué manera hacemos nuestros los sentidos, tergiversándolos hasta que se convierten en anécdotas.

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¿Y qué pasa con esas palabras que de chicas escuchábamos sin saber del todo qué querían decir? ¿Cómo se encadenan los recuerdos de la infancia sobre esos términos que escapaban por completo a nuestra comprensión? Sobre esto habla Sylvia Molloy, la deslumbrante escritora y crítica literaria argentina que murió en Nueva York a los 83 años la semana pasada, en un breve texto de un libro bellísimo, Varia imaginación. Se llama justamente “Homenaje”. Lo transcribo acá, a la manera de homenaje por su partida.

Homenaje

Plumetí, broderie, tafeta, falla, gro, sarga, piqué, paño lenci, casimir, fil a fil, brin, organza, organdí, voile, moletón, moleskin, piel de tiburón, cretona, bombasí, tobralco, terciopelo, soutache, cloqué, guipure, lanilla, raso, gasa, algodón mercerizado, bramante, linón, entredós, seda cruda, seda artificial, surah, poplin dos y dos, dril, loneta, batista, nansú, jersey, reps, lustrina, ñandutí.

La Exposición. La San Miguel de Elías Romero. La Saida. Los turcos de la calle Cabildo. Los saldos.

Canesú, rangland, manga japonesa, canotier, talle princesa, traje trotteur, pollera plissée, pollera tableada, pollera plato, pollera tubo, un tablón, una bocamanga, un pespunte, un añadido, una pinza, una presilla, un hilván, las hombreras, ribetear, enhebrar, una pestaña, vainilla, punto yerba, un festón. La sisa, la hechura.

Recuerdo estas palabras de mi infancia, en tardes en que hacía los deberes y escuchaba hablar a mi madre y a mi tía que cosían en el cuarto contiguo. Reproduzco este desorden costurero en su memoria.

Bellísima evocación

Pasemos de Molloy a otra autora interesante de su misma generación: Cristina Peri Rossi, la poeta uruguaya que ganó hace muy poco –para sorpresa de muchos– el Premio Cervantes por su trayectoria. Acaba de salir en el país un libro suyo, La insumisa, que es una suerte de novela autobiográfica en la que recorre su infancia y su adolescencia con una frescura inusitada, que recuerda a algunos textos de otra grande, Hebe Uhart. Me pareció hermoso el texto de inicio, en el que narra con mucha agudeza y humor los sentimientos de una niña fascinada por su madre. Me encanta cómo ella ya de adulta puede captar los matices de sus sentimientos de niña y el rol que le otorga a su madre como alguien muy consciente de su responsabilidad afectiva.

Les transcribo unas partecitas.

Primer amor

La primera vez que me declaré a mi madre, tenía tres años (según los biólogos, los primeros años de nuestra vida son los más inteligentes. El resto es cultura, información, adiestramiento). Yo tenía propósitos serios: pretendía casarme con ella. El matrimonio de mi madre (del cual fui un fruto temprano) había sido un fracaso, y ella estaba triste y angustiada.

(…)

Después de haber escuchado atentamente mi proposición, mi madre me dijo que ella también me quería mucho, que era la única alegría de su vida, más bien triste, y que agradecía mi afecto, mi comprensión y todo el amor que le proporcionaba. Me parecieron unas palabras muy justas, una adecuada descripción de nuestra relación. Ahora bien –me explicó mi madre–: nuestro matrimonio no podía celebrarse, por el momento, dado que yo todavía era muy pequeña.

(…)

Siempre le agradeceré a mi madre que me hubiera dado esa respuesta. No desestimó mi proposición, no me decepcionó, sino que estableció un motivo razonable y justo para posponer nuestra boda. Además, me estimuló a crecer. Desde ese día, intenté comer más (era bastante inapetente), acepté las vitaminas y el horroroso aceite de hígado de bacalao, con la esperanza de acelerar mi crecimiento, y alcanzar, por fin, el tamaño y la edad suficientes como para casarme con ella.

Muchachos trepando a un árbol (1791–1792)

Tiempo para darle a la infancia aquello que se le debe

Sigamos compartiendo recuerdos infantiles de grandes escritores y escritoras porque son un viaje. Creo que la belleza no pasa solo por las anécdotas en sí –todas tenemos algo que contar sobre esos primeros años– sino por la forma exquisita en la que se los narra. Así que vuelvo una vez más a mi adorada Natalia Ginzburg, porque ella hace que parezca fácil narrar vivencias con soltura y gracia, pero es realmente dificilísimo hacerlo con esta naturalidad. Encontré un texto llamado justamente “Infancia” entre los relatos, las crónicas y los recuerdos reunidos en el volumen Domingo, publicado por Acantilado con traducción de Andrés Barba. Les dejo un pasaje sobre su relación con el jardín de la casa que habitaba (modifiqué levemente la traducción).

Pasé la infancia jugando sola en un jardín. No era un hermoso jardín señorial, sino un jardín más bien descuidado y selvático en el que merodeaban los gatos y al que algunos inquilinos de la casa de enfrente tiraban bolsas llenas de cáscaras de papa. Entre los gatos que merodeaban había uno negro que era más asiduo que los demás. Le puse un lazo rosa en el cuello. Aquel gato era mi compañero de juegos en el jardín, pero tenía también otro animal inventado, una mezcla de sapo y cerdo muy extraño y mágico. En un número antiguo del Corriere dei Piccoli había leído un cuento titulado “El Zameda se divierte” en el que aparecía un animal así; el Zameda era una especie de mago protector medio malo y medio bueno que sabía muchas cosas y protegía tan pronto como hacía desaires. Al principio mi Zameda era un animal abstracto, literario, que había encontrado en un cuento y transplantado a mi vida, pero poco a poco se convirtió en una bestia muy real para mí, le excavé un hoyo a modo de boca en el jardín y le llevaba escarabajos para que los comiera

(…)

Estaba sola porque mis hermanos eran adultos y no salían casi nunca al jardín. Ninguno de ellos tenía tiempo para ocuparse de mí, ninguno tenía tiempo para darle a la infancia aquello que se le debe a la infancia. Cuando mis hermanos me hablaban era para hacerme bromas en las que casi siempre acababa cayendo. Una vez me dijeron que no era una niña sino una enana de cuarenta años.

Me parece hermoso lo que cuenta, y a la vez simple. Por un lado, la relación tan espontánea con la naturaleza, el juego en soledad, pero una soledad plagada de presencias no humanas. La imaginación a flor de piel para crear amigos protectores que contrastan con la poca atención que los adultos le prestaban a los niños hace cien años (Ginzburg nació en Palermo, Italia, en 1916). Y esos hermanos que en vez de seguirle el juego se divertían confundiéndola. Si quieren seguir tirando de esta cuerda sobre ella y la infancia, pueden buscar Léxico familiar y también, claro, por Las pequeñas virtudes, dos libros en los que este tipo de inocencia juguetona y creativa está muy presente, no solo en ella como niña, sino también en ella como madre, criando a sus hijos (tuvo cinco).

Otro escritor que indaga profundamente en sus recuerdos infantiles en su autobiografía –llamada bellamente Habla, memoria– es Vladimir Nabokov. Lo hace con su prosa estilizada y llena de matices. Hay que decir que él nació en San Petersburgo en 1899, y que en ese momento los adultos no eran para nada cariñosos ni apegados con los niños, sino más bien lo contrario. Y Nabokov parece que quería quemar rápidamente etapas y dejar atrás la inocencia. En este breve fragmento, el autor de Lolita se detiene en una de esas revelaciones que todas alguna vez tuvimos: el momento en el que se da cuenta de que sus padres y él son entes separados, no solo por lo físico sino por la edad que cada uno tiene. Una escena medio epifánica sobre la conciencia del sentido del tiempo.

Al escudriñar mi infancia (que es lo que más se parece a escudriñar la propia eternidad) veo el despertar de la conciencia como una serie de destellos espaciados, y los intervalos que los separan van disminuyendo gradualmente hasta que se forman luminosos bloques de percepción que proporcionan a la memoria un resbaladizo asidero. Aprendí a contar y hablar a una edad muy temprana y casi simultáneamente, pero el conocimiento íntimo de que yo era yo y mis padres eran mis padres solo parece haberse establecido más tarde, y entonces quedó directamente asociado a mi descubrimiento de cuál era la edad de ellos en relación con la mía. A juzgar por la intensa luz que, cuando pienso en esa revelación, invade de inmediato mi memoria con manchas de sol que se cuelan por entre capas superpuestas de verdor, el día al que me refiero pudo ser el cumpleaños de mi madre, al final del verano, en el campo, una fecha en la que hice preguntas y calibré las respuestas recibidas. Así, cuando la recién descubierta, fresca y pulcra fórmula de mi edad, cuatro años, quedó confrontada con las fórmulas paternales, treinta y tres y veintisiete, algo me ocurrió. Experimenté una conmoción de efectos tremendamente vigorizantes. Ese día despertó en mí el sentido del tiempo. Me sentí sumergido bruscamente en un medio radiante y móvil que era ni más ni menos que el puro elemento del tiempo. El cual era compartido con criaturas que no eran yo mismo pero que estaban unidas a mí por el común fluir del tiempo, un ambiente muy diferente del mundo espacial, que no solo es percibido por los hombres sino también por los monos y las mariposas. (…) Desde mi actual cresta de tiempo remoto, veo a mi yo diminuto que celebra, aquel día de agosto de 1903, el nacimiento de la vida consciente.

Niños inflando una vejiga (1777–1778)

Niñeces ficticias

Y así como hay niños que despiertan a la conciencia de repente como el pequeño Nabokov, también hay muchas niñeces ficticias en el cine y la literatura. Pasemos a comentar tres de ellas (y sus respectivas percepciones del mundo) en un libro y dos películas bien actuales. Por supuesto hay que tener en cuenta que en estos casos la mirada está siempre mediada por los grandes: la representación es obra de ellos. Estaría bueno ver una película íntegramente filmada, escrita, dirigida y actuada por niños. Seguramente serían narrativamente mucho más experimentales de lo que estamos acostumbradas a mirar. Empecemos.

  • Los niños 6, de Jesse Ball. En esta novela publicada por Sigilo del autor de Toque de queda y Cómo provocar un incendio y por qué los niños son protagonistas por motivos espeluznantes. Todo empieza con dos hermanitos que se despiertan en su casa porque sienten un ruido muy fuerte y descubren que es que sus padres se suicidaron de manera desesperada. Salen a la calle y se empiezan a dar cuenta de que absolutamente todos los adultos se han suicidado. Y Devlin y Mina, estos dos chicos, se encuentran también con un montón de niños y bebés que quedan librados a su suerte en una ciudad sin presencia de personas grandes y que se está incendiando. En un estado de excepcionalidad total, y durante tres jornadas, los niños y las niñas empiezan a organizarse. Cuando cambian las coordenadas de la realidad, todo puede suceder. Y la literatura de Ball se hace grande ahí, en esa brecha en la cual explorar y proponer alternativas. ¿Se puede vivir sin autoridad? Creo que esta es una pregunta que sobrevuela toda la obra del autor y que viene bien que aparezca en las novelas contemporáneas. Hace rato que no leía algo tan bestial. Imposible de soltar, además.
  • Petite maman, de Celine Sciamma (2021). Esta película francesa, minimalista y estetizada, filmada por la directora de la gran Retrato de una mujer en llamas, es una especie de fábula sobre la infancia y el duelo. Cuenta la historia de Nelly, una nena de 9 años a la que se le acaba de morir la abuela. Con su madre Marion se instalan en la vieja casona familiar para tratar de vaciarla. Y mientras hacen cajas y clasifican objetos y recuerdos, Nelly sale al pequeño bosque que hay detrás y se encuentra con una niña que también se llama Marion y tiene su edad… Ahí se empieza a dar cuenta de que la coincidencia de nombres no es casual. Esa otra chica es su propia madre de pequeña (una “pequeña mamá” como dice el título de la peli). ¿Nos haríamos amigas de nuestras madres si las conociéramos de niñas? ¿De qué manera se relacionan y a qué juegan dos chicas parecidas pero diferentes que viven en dos temporalidades diferentes? Con toques de realismo mágico y mucha sensibilidad y silencios, acá lo que vemos es un relato sobre el fin de la inocencia, hecho con delicadeza y afectividad. Un dato: dura solo 1 hora y 12 minutos y se consigue por ahí en internet.
  • C’mon C’mon, de Mike Mills (2021, disponible en Amazon Prime) Otra película pequeña, de muy pocos actores pero con mucho sentimiento, dirigida por “el marido de” Miranda July (toda la filmografía de Mike Mills vale mucho la pena). Filmada en blanco y negro, cuenta la historia de un periodista neoyorquino medio deprimido (Joaquin Phoenix) que recibe un llamado de su hermana (Gaby Hoffman) preguntándole si puede hacerse cargo durante varios días de su pequeño sobrino (Woody Norman), porque ella tiene un tema importante que resolver con su ex. Él acepta y viaja a buscarlo. Con el niño hace rato que no se ven y, si bien se quieren, tienen poca confianza, digamos. La película plantea algo que me parece muy interesante que es cómo se siente un adulto hombre ante las tareas de cuidado de alguien que no es su hijo. Dar amor pero también protección, alimento y compañía es algo que requiere una energía constante. Y acá este hombre de aprox. 40 años tiene muchas dificultades afectivas y por momentos esta relación es lo mejor que le puede pasar y por momentos es claramente una pesadilla de la que no sabe cómo escapar. La perspectiva del niño es súper interesante también, porque está medio triste y vulnerable pero a la vez es muy desafiante con su tío.
    Y algo que no leí en ningún lado pero que me parece bastante obvio es que Mills se apoya, para darle espesor al periodista, en los libros Desierto sonoro y Los niños perdidos de Valeria Luiselli (muy leídos en EE.UU., excelentes ambos), porque Phoenix interpreta a un documentalista sonoro que registra testimonios (reales) de niños y niñas hablando sobre situaciones difíciles y sobre sus aspiraciones y deseos. Una película bella y encantadora que puede ser también un poco triste. Pero no al nivel del golpe bajo. Es más bien una tristeza asordinada, una melancolía dulce la que nos invade después de verla.
El columpio (1779)

Hasta aquí llegamos. Me despido hasta dentro de 15 días con esta canción muy bella cantada por niños que forma parte de la banda sonora de Moonrise Kingdom, la película de Wes Anderson protagonizada también por gente pequeña.

Espero que este Hilo te haya reconectado con algún recuerdo de la infancia. O que te haya dado ganas de pasear con niños y niñas en los días invernales.

Gracias por leer. Y por favor cuidate mucho.

Malena

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Es licenciada en Letras por la UBA y trabaja hace muchos años en la industria editorial. Fue editora en las revistas El Interpretador y Los Inrockuptibles. Forma parte del equipo de Caja Negra, una editorial psicoactiva y heterogénea. Tiene un ciclo de entrevistas con escritores y escritoras en el Malba. Si los libros fueran comestibles, podría alimentar a miles de personas con los que acumula en su biblioteca. Lo que más le gusta es viajar.