«Toma tus pinceles y venga a nuestro amigo»: el último suspiro de Marat
Cuatro años después de la Revolución Francesa, el asesinato de Marat convulsiona Paris. Su amigo y compañero jacobino, Jacques-Louis David, deberá pintar un cuadro en su honor.
 
                        
El 14 de julio de 1793 le encargaron a Jacques-Louis David que pintara el cuadro de un revolucionario asesinado el día anterior en Francia: Jean Paul Marat.
Estamos en la Convención. Ese día se cumplen cuatro años de la toma de la Bastilla. París está convulsionado por el asesinato de uno de los hijos pródigos de la Revolución. Los diputados se han reunido y allí, entre discursos, Guiraut pide la palabra.
–David, toma tu pincel porque te falta todavía un retrato que debes pintar. Retoma tus pinceles y venga a nuestro amigo.
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–Aquí estoy –se identifica David–, y no lo olvidaré nunca.
David y Marat eran amigos, además de compañeros jacobinos. En abril de ese año, cuando la Convención acusó al propio Marat, David lo había defendido. Temerariamente, aunque con la espalda suficiente para hacerlo. Era mucho más que un diputado de la Convención. Además de jacobino, y una de las personas de confianza de Robespierre, era secretario de la Convención y luego sería su presidente. Pero David era también un artista que puso su talento al servicio de la Revolución: preparó funerales, fiestas políticas, diseñó los sellos y monedas de la nueva era inaugurada en 1789.
El proceso revolucionario está en su momento de aceleración. A las masacres de septiembre de 1792 le sigue el proceso contra Luis XVI, su condena y ejecución en enero de 1793. David, en tanto que jacobino, vota a favor de ambas. Como lo ha hecho, por ejemplo, Louis Michel Le Peletier, un aristócrata que se suma a la Revolución pero muere asesinado un día antes de que ejecuten al rey. Un hombre se le acerca, le pregunta cómo votó, responde la verdad y lo apuñalan. Fue el primer retrato de David de un mártir de la República. El segundo será el de Marat, que termina de pintar y presenta al público el 16 de octubre de ese mismo año. Este es el cuadro.
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Como se ha escrito tanto sobre él dejaremos que nos haga un recorrido el historiador italiano Carlo Ginzburg, que ve en él cosas que el resto de los mortales no advertimos. El texto se llama “David, Marat. Arte, política, religión” y está en el libro Miedo, reverencia, terror. Cinco ensayos de iconografía política.
Un cuadro es su contexto, dice. Lo primero que debe verse es que el cuadro de Marat ha sido concebido para exhibirse junto a otro, el de Le Peletier, que también ha pintado David. A este segundo cuadro no lo conocemos, porque fue destruido, pero han sobrevivido algunos dibujos. Testimonios posteriores aseguraron que ambos cuadros tenían el mismo tamaño. También existían divergencias en el contenido. Le Peletier aparecía muerto, mientras que Marat está dando su último suspiro. Sobre el primero, además, aparecía una espada colgando, que atravesaba un papel con esta frase: “yo voto por la muerte del tirano”. El propio David explicó una vez a la Convención que era una referencia a la espada que pendía sobre Damocles. El significado alegórico, dice Ginzburg, “es claro: los revolucionarios, al igual que los tiranos, viven en una condición de peligro permanente”. En el cuadro de Marat no hay alegorías, es todo literalidad. Está la bañera donde fue muerto, la madera usada como escritorio, una de las dos cartas que recibe de Charlotte Corday, la girondina que lo ha apuñalado segundos antes y el cuchillo lleno de sangre que le ha dado muerte. Pero tienen una última similitud que se trastoca en una sutil diferencia. Ambos hablan “un lenguaje similar, inspirado en la Antigüedad clásica”, dice Ginzburg. Pero en el Marat, las reminiscencias clásicas estaban mezcladas con otra cosa. He ahí la cuestión.
El cuadro produce una violación del decorum clásico, dice el autor. Similar a la que se produjo en la literatura occidental cuando pasó de la tradición clásica de la Antigüedad, que narraba con estilo solemne la vida de los reyes y príncipes y dejaba a la comedia y la sátira los detalles de la vida cotidiana, a la incorporación de la mundano. Esa jerarquía, agrega Ginzburg, fue trastocada por los Evangelios. Una narración de estilo simple que cuenta la historia de un personaje que vive entre pescadores, comerciantes y prostitutas. Y que protagoniza una coronación grotesca para morir luego en la cruz, como un esclavo. Volveremos a Jesús pronto. Lo relevante es: el cuadro de Marat habla una lengua clásica pero con acento cristiano.
Esos objetos repartidos alrededor del cadáver de Marat asumen el significado de santas reliquias. Tanto así que algunos de ellos son expuestos en el funeral de Marat organizado por el propio David, como objetos de veneración. El papel que escribía, la bañera, la camisa ensangrentada. Incluso el propio corazón de Marat, extraído de su cadáver días después, fue objeto de disputas entre cordeleros y jacobinos (lo ganaron los primeros). En el discurso fúnebre, su corazón es invocado junto al de Jesús: “¡Oh corazón de Jesús, oh corazón de Marat!”. Aparece el culto a Marat. Ginzburg se hace la pregunta: ¿es una variante supersticiosa de los ritos católicos o una actitud inspirada en una religiosidad híbrida a punto de nacer?
Entonces cita la respuesta de un crítico, Franck Paul Bowman: ni una ni la otra. La idea de un culto a Marat se construye después, es la proyección retrospectiva nacida en el clima de la Revolución de 1848. Y aporta que la divinización de Marat es combatida en ese momento por la propia Revolución. Cita el discurso del alcalde de la comuna de Dijon inaugurando un busto de Marat: “Marat merece nuestras alabanzas, pero no lo deífiquemos: no veamos en él más que un hombre que ha servido bien a su país”. Pero lo hace, permitámonos el anacronismo, “por izquierda”. Voy a parafrasear al alcalde: si los cristianos hubieran tenido este cuidado con Jesús esta Revolución no estaría ocurriendo. “Que la libertad –concluye– sea nuestra única divinidad”.
Pero a Ginzburg este discurso –sumado al argumento de que David era un fanático jacobino que rechazaba el cristianismo– le parece poco para desechar la tesis del culto. Sospecha que decir que en un momento así, un “trance tan grave”, a David se le hubiera escapado “una constricción iconográfica” es una conclusión inaceptable. Porque significa que debemos olvidar todo lo que sabemos sobre el cuadro y su contexto: “No estamos frente a un simple cuadro sino más bien frente a todo un acto político, llevado a cabo por un pintor que tenía responsabilidades políticas de primer plano”, agrega.
Entonces quizás la verdadera intención está en los pliegues, en la interrelación entre elementos clásicos y cristianos. Hay alguien que ve esos pliegues. Es nada menos que el poeta Charles Baudelaire. Cuando viene el Termidor y el Directorio, David logra recobrar la propiedad de los dos cuadros y los esconde. Algunos dicen que para evitar que los destruyan y otros para ocultar su pasado político. Ambos pueden tener razón a la vez. Por un par de décadas los cuadros permanecen ocultos. A la muerte de David, sus herederos intentan venderlo, pero es imposible. El cuadro es escandaloso para los tiempos que siguen. La figura de Marat –y de David– incomoda hasta a los más liberales, se convierte en el símbolo de los peores excesos del Terror. En 1826 la hija de Le Peletier, Susane, compra el cuadro con la imagen de su padre. Intenta eliminar los detalles más escabrosos de la pintura pero lo destruye y el cuadro desaparece para siempre. Queda solo Marat.
En 1846 aparece expuesto en París y allí lo ve Baudelaire. La descripción, escribe Ginzburg, “podía transformarse en las manos de un poeta y crítico (¡pero de este poeta y de este crítico!) en un instrumento de conocimiento”. Algo que paradójicamente también hace Ginzburg. Baudelaire escribe unas líneas sobre el cuadro que incluyen las reminiscencias cristianas: “El divino Marat, con un brazo tendido fuera de la tina de baño, y deteniendo suavemente la última pluma, con el pecho cruzado por la herida sacrílega, acaba de dar su último suspiro”. Todos esos detalles, agrega, “son históricos y reales como lo es una novela de Balzac: el drama está ahí, vivo en todo su lamentable horror. La santa muerte acaba de besar sus labios amorosos y él reposa en calma de su metamorfosis. Hay dentro de esta obra algo de tierno y de desgarrador al mismo tiempo”.
Ginzburg quiere dar entonces el último paso. Decir que hay en el cuadro de Marat otra influencia que David había absorbido en su juventud: el rococó (o barroco tardío). Tiene sentido, dice, en que David había vivido en Roma. Allí había visto la estatua que Pierre Legros le hizo a Stanislas Kostka, un jesuita polaco muerto en 1567 y luego santificado.

La obra se llama “San Estanislao Kostka en su lecho de muerte” y es apenas una de las similitudes. La inclinación de la cabeza, la mano izquierda, la sonrisa casi imperceptible del último suspiro previo a la muerte. “Algo de tierno y de desgarrador a la vez”, había dicho Baudelaire cuando vio el Marat.
Sabemos que David vio esta obra y sospechamos (sospecha Ginzburg, nosotros adherimos a las suyas) que vio las de Caravaggio también pues quién, estudiando pintura en Roma, no las habría visto. Y allí, dice Ginzburg, de esa mezcla entre memorias del pasado y las exigencias nacidas del presente podemos entender qué pasó entre julio y octubre de 1793, cuando David pintó el cuadro. Nació, asegura, un ejemplo de virtud en el doble sentido del término: la virtud clásica y la cristiana.
Es una propuesta de interpretación, escribe Ginzburg, que puede ser aceptada o rechazada. Pero lo que le importa son sus implicaciones, que sobrepasan el caso específico del análisis del cuadro. Para eso se sube –como estamos subiéndonos nosotros– a otro libro, Farewell to an idea, Episodes from a History of Modernism, de Timothy Clark. El autor dice que a la literatura sobre el modernismo le gusta buscar fechas inaugurales. Para algunos es la década de 1820, para otros el momento preciso en el que Gustave Courbet instala su contramuestra a la Exposición Universal de 1855, otros piensan en los juicios contra Flaubert y Baudelaire por Madame Bovary y Las flores del mal, respectivamente. Pero Clark tiene otro candidato.
El 16 de octubre, con la exposición del cuadro de Marat, inicia el modernismo. Y lo que convierte a ese cuadro en el momento inaugural de una época, agrega, “es que aquí comienza a actuar la contingencia”. Quiere decir esto: que ya no hay sustancia, presupuestos, no hay problemas-temas, ni formas, ni pasados utilizables. “Entonces no hay nada con lo que un posible público pueda estar de acuerdo”, agrega. La invasión de la contingencia al proceso artístico significa un presente desprovisto de sus tradiciones históricas, de las referencias y tradiciones que proporcionaron significado a las cosas. El modernismo es una respuesta al desencantamiento del mundo (no tenemos más espacio para referencias, resumamos: es una frase que Max Weber toma de Friedrich Schiller). El orden social abandona la veneración de las autoridades antiguas y se enfoca en la búsqueda de un futuro proyectado.
Pero esta interpretación confronta directamente con la idea del culto religioso a Marat. Clark lo entiende y responde: mientras más se mira el culto a Marat menos claro es qué tipo de fenómeno estamos mirando. ¿Es un culto de la religión popular o una elaboración estatal? ¿Es una improvisación del pueblo pobre o una manipulación de las elites? Son las mismas preguntas, escribe Clark, que nos hacemos sobre el episodio de descristianización en general. Y la respuesta es: “El culto de Marat existe en la intersección entre la contingencia política de corto plazo y el desencantamiento de largo plazo”.
Ginzburg disiente también en esta perspectiva general. Clark asegura que el resultado del desencantamiento es la secularización. Una palabra que trae consigo la especialización, la abstracción y la vida social manejada por un cálculo de oportunidades estadísticas de amplia escala. Ese cálculo, en el que tiempo y espacio se convierten en variables, está ligado a un proceso central que está ocurriendo: el de la acumulación del capital y la difusión de los mercados capitalistas hacía más espacios del tejido social del mundo y las relaciones humanas (estamos a un pasito de La gran transformación de Karl Polanyi, pero frenamos antes). Y en esa perspectiva no hay contradicciones, dice Clark. El retorno de lo religioso, el marxismo como un mesianismo secular del siglo XX o los resabios de lo mágico en la vida cotidiana son allí apenas fenómenos marginales. (Ginzburg responde allí que es una tesis propia del contexto de producción del libro: “Si lo hubiese publicado luego de 11 de septiembre de 2001, y no en 1999, Clark habría adoptado una formulación menos drástica”). Son apenas obstáculos a la secularización.
Pero, y aquí el punto central de Ginzburg, si miramos a la secularización como un proceso contradictorio y todavía no resuelto, entonces el cuadro de Marat se puede mirar bajo una luz diferente.
El cuadro es concebido en un contexto extremadamente específico que efectivamente influye en David (y en la recepción del cuadro). Pero afirmar que hay solo contingencia, que no hay presupuesto, ni problemas, ni formas, que entran a la producción del cuadro parece insostenible. En todo caso, David representó un acontecimiento contingente –el asesinato de su compañero y amigo, de un revolucionario– pero sirviéndose de un lenguaje que entrelazaba tradiciones (la griega, la romana, la cristiana).
Y esa elección que hace David –que no puede sino hacerla de manera consciente por quién es– tiene un doble significado. Por un lado, porque contradice la hipótesis del cuadro como la inauguración del modernismo, si modernismo es definido como una ruptura radical con el pasado. Pero, por el otro, porque lo que pone en discusión Ginzburg es algo que va más allá del debate por la historia del arte. La apuesta en juego, dice, no es solo artística sino también política. La apropiación de la iconografía cristiana es una decisión de David. Y la respuesta está en El contrato social, de Rousseau, fuente de inspiración jacobina (y más atrás en Maquiavelo). Rousseau escribe que son pocos los dogmas que caracterizan a “la religión civil” y uno de ellos es la santidad del Contrato Social y sus leyes. Ahí hay otra vez un pliegue, una apertura.
Y esta es la idea clave del texto de Ginzburg. David elige esa forma de representación porque entiende que la Revolución de 1789 había modificado la correlación de fuerzas y había abierto, en esos pliegues, espacios de maniobra que antes no existían. Era posible –incluso contra lo que decía Rousseau, para quien “el interés del cura será siempre más fuerte que el del Estado”– un compromiso entre el cristianismo y la religión civil. Así Marat podía (y tenía que, agrego) ser representado como un santo porque en ese momento crucial, en esos momentos de aceleración revolucionario, un acto crucial de su breve historia, la República que había nacido de negar el derecho divino debía buscar en algún lugar una legitimidad suplementaria.
Lo hizo invadiendo la esfera de lo sagrado. Y ese breve gesto invasor no nos interesa por el episodio, ni siquiera por el análisis del cuadro. Nos interesa porque nos permite ver que continúa hasta hoy bajo formas contradictorias. Entonces podemos invertir lo que nos propone el autor: si vemos el cuadro de Marat bajo esa luz, entonces podemos ver la otra cara de la secularización, como un fenómeno nacido en Europa, difundido al mundo, pero que aún no ha ganado del todo la batalla. Por eso, a veces, “el poder secular se apropia cuando puede del aura de la religión”.
Benditos los que puedan extraer todo eso de un cuadro.
