Los siete números de El Viejo Cordelero: de la amistad a la guillotina

La historia de un breve pero intenso panfleto que transitó de la Revolución Francesa al Terror.

El 27 de abril de 1790 se fundó el Club de los Cordeleros. Se llamó así porque funcionaba en el Convento de los Cordeliers, construido en el siglo XIII en el Barrio Latino de París. El nombre de cordeleros refería a la cuerda que llevaban los frailes franciscanos. Tras la Revolución Francesa, los casi 300 conventos franciscanos distribuidos por Francia cerraron. Pero el convento cordelero permaneció abierto: allí se instalaría el Club del que hablaremos hoy.

Quedaba sobre la orilla izquierda del Sena y había sido durante mucho tiempo el lugar de encuentro de pensadores y escritores radicales. Por la zona habían pasado Voltaire, Rousseau, Piron, entre otros pensadores y artistas. Cuando hubo que dividir París en sesenta áreas para elegir diputados a los Estados Generales, la zona se llamó el Distrito Cordelier. El lugar tenía la mística anti monárquica: “Es el único santuario donde la libertad no ha sido violada”, escribió Camille Desmoulins, uno de los protagonistas de esta historia. Entrar al Distrito Cordelier era un refugio contra la autoridad arbitraria del rey. Y uno podía encontrarse allí pensadores, agitadores y propagandistas de las ideas republicanas y democráticas. Radicalmente democráticas.

En julio de 1970 se abolieron los distritos y quedó el Club, que llevaba también el nombre de Sociedad de los Amigos de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, (bello nombre). Al contar la historia de su fundación, el Club se describe como un lugar de encuentro cara a cara: “Era natural que los ciudadanos que desde la revolución se habían estado reuniendo diariamente para velar por el bien público, y que habían contraído en estas asambleas el hábito de verse, de observarse de cerca y de estimarse mutuamente: era natural, digo, que estos conciudadanos se reunieran bajo otro nombre; por lo tanto, acordaron sustituir la palabra Distrito, que no podían mantener, por la de Club Cordelier”.

La amistad que los cordeleros le profesaban a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, proclamada en la Asamblea Nacional de agosto de 1789, descansaba sobre una preocupación. Temían sus miembros que la declaración fuera solo letra muerta. De ahí el emblema del Club: un ojo vigilante.

Los cordeleros, así les diremos ahora, habían adoptado la misión de convertirse en un cuerpo de vigilancia de las autoridades, en todos los niveles, para dar a conocer cualquier invasión a los derechos del hombre incluidos en la Declaración. No era solo publicitaria su tarea: visitaban las prisiones, defendían acusados ante los tribunales, apelaban en su favor en los comités de la asamblea nacional y organizaban colectas para los desfavorecidos.

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De las decenas de clubes y sociedades que surgieron en la etapa revolucionaria, los cordeleros eran los de mayor amplitud. Ingresar al club requería solo ser ciudadano (lo que excluía a las mujeres, que podían participar aunque no activamente) y no pagar ningún tributo. Por su trabajo social, el Club se convirtió en el espacio de representación del pueblo humilde, los sans-culottes.

Pero su objeto no era la caridad sino la política. Los cordeleros fueron promotores de ideas incluso más radicales que las del Club de los Jacobinos: la expansión del sufragio universal y un sistema de gobierno más justo. Fue uno de los primeros grupos en pedir un sistema republicano incluso cuando la Revolución todavía intentaba conciliar(se) con la existencia de un Rey, a través de una monarquía constitucional. “¿No gritan los hechos que la monarquía es una forma de gobierno detestable?”, se preguntaba Desmoulins en un escrito de julio de 1789. Y no cualquier forma del republicanismo sino una en particular: una república de naturaleza extremadamente democrática.

Francois Robert, que llegó a ser presidente del Club y bajo cuyo mandato pudieron ingresar las mujeres, escribió sobre las dificultades de adaptar el sistema democrático a un estado moderno y grande como el francés. Pero rechazaba, así como el resto de sus compañeros cordeleros, la idea de un gobierno representativo bajo la sospecha de que concentraba demasiado poder en los representantes. Nuestros amigos cordeleros bregaban por mandatos imperativos, es decir, removibles por sus representados en caso de no cumplir sus órdenes. Es una discusión hermosa y extensa, para otra ocasión (¿el mandato imperativo es representación?). Los mandatos debían ser, además de imperativos, cortos. Y las leyes aprobadas por esos representantes convalidadas luego por ciudadanos reunidos en asambleas locales. René Girardin, uno de los últimos alumnos de Rousseau, expuso ante el Club el 7 de junio de 1791 su “Discurso sobre la necesidad de la ratificación de la ley por la voluntad general”. El título resume tan bien su argumento que el Club decidió imprimirlo y distribuirlo a otras sociedades patrióticas.

Si seguimos con la cronología deberíamos convertir este newsletter en uno dedicado solo a la historia de la Revolución Francesa (ojo, quién te dice). Mejor listemos algunos eventos: los cordeleros agitan y organizan la manifestación pidiendo el fin de la monarquía que termina en la Masacre del Campo de Marte de 1971 (hay una comparación sobre la reacción oficial entre ese levantamiento y el de 1905 en Rusia en el libro de Alejandro Horowicz que se llama El huracán rojo); reclaman el arresto de Luis XVI tras la fuga a Varennes; y encabezan la insurrección del 10 de agosto de 1792, la “segunda revolución”, que terminó con el asalto al palacio de las Tullerías y el fin de la monarquía. El momento en el que, como dice Hobsbawm en “Los ecos de la Marsellesa”, intervino la gente corriente (“de un modo que ningún gobierno posterior se ha permitido a sí mismo olvidar”) para transformar un conflicto entre elites en algo distinto, que le confirió a la Declaración de los Derechos del Hombre un hecho más trascendente de lo que tuvieron los modelos norteamericanos que la inspiraron.

Pero pasemos rápido y lleguemos 1793, los comienzos del Terror. No hemos nombrado al cordelero más importante: George-Jacques Danton, a quien quizás recuerden por haber sido interpretado por Gérard Depardieu en la película homónima. Danton fue protagonista de la jornada del 10 de agosto, votó a favor de la ejecución de Luis XVI y como parte del gobierno revolucionario presidió el Tribunal Revolucionario. Con la radicalización del gobierno revolucionario, Danton abandona la política y se le recomienda el retiro. Pero hacia octubre de 1793 vuelve, como parte de un esfuerzo de varios sectores -luego de la purga de los girondinos- por moderar el Terror.

Ahora recuerden el comienzo de la película Danton conmigo. Vuelve a París después del retiro. Baja de su carruaje y el pueblo lo recibe con cariño: Danton es la cara amable de una revolución que empieza a mostrar su cara menos amable. Desde una ventana, con ese rostro de pocos amigos, observa Maximilien Robespierre, a quien tampoco habíamos nombrado hasta ahora. Detrás suyo vemos a Saint Just y, en sus manos, el ejemplar de una pequeña revista o panfleto. Se llama El Viejo Cordelero y, en verdad, todo lo anterior era una excusa y un contexto para que hablemos sobre él.

El Viejo Cordelero es un panfleto, una publicación propagandística (aunque ambos términos han adquirido connotaciones negativas aquí los usamos en su sentido original y reivindicativo). Fue un panfleto de breve vida (pero quién pudiera): su primer número se publicó en diciembre de 1793 y en enero de 1794 dejó de salir. Se escribieron siete, se publicaron seis. A su fundador ya lo hemos nombrado: Camille Desmoulins, cordelero él. Amigo de Danton, pero también de Robespierre. Desmoulins había sido un protagonista del levantamiento de 1789, un propagandista efectivo y un acérrimo defensor de la República y de la Revolución. Era, al momento de publicar el primer número, diputado de la asamblea nacional.

Fuente: Biblioteca Nacional de Francia (BnF).

Ese número se publicó dos días después del primer debate del Comité de Salud Pública sobre la posibilidad de sancionar a Danton por su indulgencia y sus críticas al Terror. Robespierre había intercedido para no avanzar aún contra quien había sido su amigo y aliado. Cada ejemplar de El Viejo Cordelero comenzaba con una cita. “Cuando los que gobiernan son odiados, sus adversarios no tardan en ser admirados”, era la cita a Maquiavelo de ese primer ejemplar. Y se deshacía en elogios a Robespierre por intervenir en favor (al menos, no en contra) de Danton: “La victoria es nuestra; porque, en medio de tantas ruinas de reputaciones colosales de civismo, la de Robespierre queda en pie; porque ha tendido la mano a su émulo en patriotismo, nuestro presidente perpetuo de los antiguos cordeleros, nuestro Horacio Cocles, que solo sostuvo sobre el puñete el empuje de Lafayette y de sus cuatro mil parisienses”. Se refería a la masacre del 10 de agosto a través de la figura hermosa de Horacio Cocles, de quien diremos algo.

Tito Livio cuenta en su inabarcable Historia de Roma la leyenda. Horacio Cocles ve a los soldados que defienden a Roma frente a los etruscos huir ante una batalla que ven perdida. Se para, solo, en la cabeza del puente Sublicio y logra frenar a los invasores hasta que algunos soldados romanos consiguen tirar el puente para evitar la invasión.

Después de resistir el embate de las jabalinas con su escudo de madera, Horacio miró al cielo y dijo: “Padre Tíber, te ruego que recibas en tu corriente propicia estas armas y este guerrero tuyo”. Se arrojó a sus aguas y bajo una lluvia de proyectiles -en la versión de Tito Livio- llegó nadando hacia la otra orilla. Su estatua se colocó en los Comicios, en agradecimiento del estado romano por haber salvado la ciudad.

Esos dos primeros números del panfleto están apuntados a elogiar a Danton y a Robespierre, pero sobre todo a sembrar cizaña entre Robespierre y sus aliados radicalizados, quizás inventando el concepto de frenemy. “En todos los otros peligros de que has librado a la República tuviste compañeros de gloria; ayer, ¡tu solo la has salvado!”, escribe Desmoulins. El panfleto se reparte rápido por París y llega a manos de Saint Just, de Billaud-Verennes, de los compañeros de Robespierre que no han salvado a la República. Este último le pide que, de ahí en adelante, le envíe las pruebas de imprenta para verlas antes.

El 15 de diciembre Desmoulins publicó el fatídico número tres. Continúa el elogio a Robespierre, al comité de Salud Pública y al Tribunal Revolucionario de París. Pero hace una crítica a la dictadura del Terror a través de un mecanismo tan sofisticado como evidente. Simplemente recupera a Tácito y sus descripciones de las dictaduras romanas, para hablar de su presente:

“Todo hacía sombra al Tirano. Sospechoso el ciudadano que alcanzaba la popularidad, porque era un rival del príncipe; sospechoso el que, huyendo de la popularidad se encerraba en su hogar porque la vida retirada podía valerle consideración; sospechoso el rico por el peligro de que corrompiese al pueblo con sus dádivas; sospechoso el pobre por lo muy dado que es a las aventuras”.

La lista de sospechosos seguía: el de carácter sombrío y melancólico, el amigo de comilonas y francachelas, el virtuoso, el de costumbres austeras, el filósofo, el orador, el poeta, el que ganaba reputación en la guerra, el pariente de Augusto. Todos. “Y a todos estos sospechosos les enviaba el príncipe la orden de llamar a su médico o boticario, y elegir en veinticuatro horas el género de muerte que más le agradase”, decía.

Cincuenta mil ejemplares se venden en pocos días, dice acá. Lo piden de las provincias, se lo pasan los prisioneros de la Revolución buscando esperanzas. El Viejo Cordelero no exige terminar con el Terror sino corregirlo. Cuando les toque su destino final los dantonistas serán descriptos como “indulgentes” porque piden liberar a detenidos que fueron colaboradores de la Revolución. El panfleto de Desmoulins no se escribe en el vacío si no contra alguien. Contra otro panfleto, El Viejo Duchesne, la propaganda jacobina de Hebert. Robespierre queda tironeado por sus aliados políticos actuales y aquellos que lo fueron. Pero eso que, en la película Danton es tal vez una caricatura arquetípica de los malos contra los buenos (¿vieron que Saint Just usa arito en “Danton”? ¿Se usaba arito en 1789? Capaz que sí, me da gracia si no), en otras aparece quizás con más matices. En La muerte de Danton, que escribe Georg Büchner, también está esa tentación pero incluso ahí Robespierre se enfrenta a una turba deseosa de sangre, a punto de colgar de una farola a un joven porque les parece que su ropa está poco agujereada, y los frena, los conduce al Club de los Jacobinos donde el joven tendrá un juicio justo y se salvará. Como si en El matadero, imaginemos, de golpe apareciera Rosas y salvara al joven unitario.

El número tres de El Viejo Cordelero desata la persecución contra los dantonistas. Robespierre hace el intento por liberar algunos patriotas arrestados equivocadamente, luego de que un grupo de mujeres invadiera la Convención para solicitarlo. Pero cualquier signo de indulgencia le hubiera hecho perder el apoyo interno en el Comité de Salvación Público. El siguiente número del panfleto significó el quiebre total.

La cita de inicio cambió de Maquiavelo a Rousseau: “El más fuerte nunca lo es bastante para dominar siempre, sino muda su fuerza en derecho y la obediencia en obligación”, decía el extracto tomado de El contrato social. En ese número, todo lo que en los anteriores se sugería, se expuso: “se confiesa que el estado presente no es el de la libertad, pero se nos recomienda paciencia, que día vendrá en que seremos libres. ¿Se piensa acaso que la libertad necesita, como la infancia, pasar por los gritos y las lágrimas para llegar a la edad madura? No. La libertad que yo adoro no es desconocida”, decía. Para abandonar los eufemismos del todo y pedir abiertamente abrir las cárceles “a esos doscientos mil ciudadanos que llamáis sospechosos; porque en la declaración de los derechos del hombre no hay casas de sospecha, no hay más que casas de prevención”. A medida que corría el texto, Desmoulins iba moderando su moderación: no pedía una amnistía general ni abrir las puertas de las cárceles sino “solamente un portillo y que los comisionados creados por la Convención interroguen a los sospechosos uno a uno”. Y apelaba a conmover el corazón de Robespierre: “oh, mi querido Robespierre, oh, mi antiguo compañero de colegio, acuérdate de aquella lección de historia y de filosofía, de que el amor es más fuerte, más duradero que el temor”.

No fue más fuerte.

Los hebertistas volvieron a tomar protagonismo en el gobierno revolucionario. El jacobino Collot D´Herbois, no llamado el exterminador de Lyon por capricho, volvió a París a ponerse en cabeza de la corriente más radicalizada, mientras los cordeleros insistían con los pedidos de clemencia. El 25 de diciembre Robespierre se dirigió a la Convención y propuso acelerar la capacidad de condenas del Comité de Salud Pública. Era un gesto ambiguo: acelerar el Terror pero abrir la puerta a una comisión que revisara los casos uno por uno. Al día siguiente, el diputado Barrere propuso que esa comisión la integrasen miembros de los Comités de Justicia y de Salud Pública. Robespierre rechazaba esa integración pero no hizo falta. El diputado Billaud-Varennes, del ala más radicalizada, rechazó ambos proyectos por igual. El Terror triunfó y cerró la puerta a cualquier esperanza de clemencia.

Los números siguientes de El Viejo Cordelero son una defensa. En el quinto, Desmoulins transcribe su defensa ante el Club de los Jacobinos. Citó a Marat (asesinado ese mismo año por los girondinos): “Patriotas, no entendéis nada. Dios mío, déjame decir: nos dejamos abatir demasiado”. El sexto número es directamente el testamento político de quien se sabe derrotado. El séptimo, nunca se publicó.

Los dantonistas, incluido Desmoulins, fueron acusados de traición y conspiración contra la Revolución. En abril de 1794 fueron guillotinados. Así como los trazos a veces son gruesos, no se ha vuelto a filmar de una forma tan efectiva las ejecuciones con guillotina como en Danton. La guillotina sube y baja decidida, burocrática y racional.

El Viejo Cordelero, naturalmente, no se volvió a publicar.

Los seis números acompañaron pero también hicieron la historia de la Revolución. Me interesaba por eso pero también por su uso de la historia. Porque ahí está Roma, está Rousseau, está la historia convocada a participar del presente. Como dice Hobsbawm en el libro que ya citamos: “todos nosotros formulamos por escrito la historia de nuestro tiempo cuando volvemos hacia el pasado y, en cierta medida, luchamos las batallas de hoy con trajes de época”.

Hay una tentación acá que sería terminar ambiguo. Terminemos mejor esta historia, que no es para nada ambigua, con lo que dijo Guizot:

No deseo repudiar nada de la Revolución. No pido que se la disculpe de nada. La tomo como una totalidad, con sus aciertos y sus errores, sus virtudes y sus excesos, sus triunfos y sus infortunios. Me diréis que violó la justicia, que oprimió la libertad. Estaré de acuerdo. Incluso participaré en el examen de las causas de tan lamentables digresiones. Y lo que es más: os garantizaré que el germen de estos crímenes estaba presente en el mismísimo origen de la Revolución.

Yo no sé leer en francés pero los seis números de El Viejo Cordelero son muy lindos de ver acá.

Es politólogo de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y director de la agencia de comunicación Monteagudo. Es co editor del sitio Artepolítica. Nació en Olavarría, una metrópoli del centro de la provincia de Buenos Aires. Vio muchas veces Gladiador.