Te amo, te odio, dame más
Ahora todos son fans de todos, de todo. El fan es un nuevo ser social. Pero el ídolo nunca está a la altura de lo que se proyecta en él.
En el mundo hay más ídolos que realidades.
Friedrich Nietzsche
Si te gusta Kohan podés suscribirte y recibirlo en tu casilla los domingos.
I. El lenguaje está vivo y se mueve, se modifica, muta, se transforma, se metamorfosea, se expande en algunos casos, se repliega en otros. Las maneras de hablar, las formas de decir cambian según las épocas, pero también según la clase social o el contexto (las clases más aristocráticas no dicen rojo, sino colorado; no dicen pieza, sino cuarto; no dicen malla, sino traje de baño y no dicen cena, sino comida –come en casa Borges, decía Bioy–, etc., etc., etc.). Otra diferencia de las formas de decir se nota en las edades. La adolescencia, por ejemplo, construye un léxico propio, inentendible por momentos para los más grandes, como parte de su necesidad estridente de separación de ese mundo familiar. El camino hacia la exogamia lleva consigo su propio diccionario. Por eso es muy común escuchar a un adulto pronunciando alguna de las expresiones que usan los adolescentes diciendo “como dicen los chicos ahora”. Hay formas de decir y de expresarse que muestran entonces las diferencias: las de época, las de la edad, las de la clase social. Pero hoy en día sucede que, supongo que producto de la globalización y la homogeneidad de las redes sociales, a veces hablamos todos un poco igual. Quiero decir que hay expresiones que ya no quedan a cuenta de un grupo en particular, sino que están al alcance de todos. Casi que esas expresiones nos usan a nosotros, más que nosotros a ellas. Juan José Becerra dice que los humanos hablamos el idioma de nuestra época, que imitamos “el léxico infradotado de las redes sociales”. De esos léxicos se ocupó Roland Barthes cuando fue escribiendo los distintos textos que llamó Mitologías: “Una crítica ideológica dirigida al lenguaje de la llamada cultura de masa”. Lo que creo es que esas formas de decir no están separadas de las formas de hacer. Nombramos el mundo y actuamos en consecuencia. Lo sepamos o no.
II. Una palabra que se escucha en boca de muchos, no importa la edad, no importa la situación, es FAN. Hay fans de todo: de comidas, de equipos de fútbol, de músicos, de políticos, de escritores, de lugares, de estaciones del año, de meses, de parejas, de actores, de días de la semana, de ciudades, de películas, de libros, de personajes de ficción, de cafeterías, de marcas de ropa, Onlyfans, etc. Ahora todo se nombra así: “Soy fan”. Ya no hay lectores, ni viajeros, ni comensales, ni deseos: hay fans. El fan es un nuevo ser social. Y quizás nos arroje algunas pistas sobre ciertas acciones que, sin esa nueva identidad, nos resultarían incomprensibles.
III. Hay una primera operación lingüística para domesticar, aliviar y aligerar la noción de fanático, desplazándola a fan. Decir fanático (acaso la canción de Lali que no hemos dejado de cantar en todo el año) no es lo mismo que decir fan. El fan pareciera menos amenazante que el fanático. Sin embargo, ese desplazamiento no hace sino velar un poco lo que del fanático pasó al fan: casi todo. Porque el fan puede no ser menos hostil, ni menos perseguidor que el fanático, ni supone o atribuye menos. Pero sobre todo, comparten la condición de anulación del otro, de su ídolo. Porque el ídolo está construido con todo aquello que el fan pretende, quiere, ama. Con todo aquello que conforma el ideal como fetiche. Y la única condición para que el fan siga adorando al ídolo es que el ídolo no aparezca en su dimensión humana, con sus cosas. El ídolo es sagrado. Por eso la frase “nunca conozcas a tus ídolos” transmite una verdad enorme: el ídolo sólo es ídolo en la medida en que no se lo conoce. Un ídolo es un ídolo en tanto que lo constituyo en una superficie sobre la cual puedo proyectar todo lo que se me antoja. Ya si vamos a conocerlo, entonces se transforma en alguien más, como cualquiera. Al ídolo no sólo se le niega su humanidad, su existencia, sino que se le niega que aparezca como persona, que contamine con sus virtudes y defectos el manto prístino con el que se lo cubre. Soy tu fan, tengo derecho a amarte y a molestarte, a insultarte, a odiarte, a pedirte cualquier cosa en cualquier momento. Soy tu fan: no vayas a decir alguna pavada y, por sobre todas las cosas, no te equivoques, nunca.
Cenital no es gratis: lo banca su audiencia. Y ahora te toca a vos. En Cenital entendemos al periodismo como un servicio público. Por eso nuestras notas siempre estarán accesibles para todos. Pero investigar es caro y la parte más ardua del trabajo periodístico no se ve. Por eso le pedimos a quienes puedan que se sumen a nuestro círculo de Mejores amigos y nos permitan seguir creciendo. Si te gusta lo que hacemos, sumate vos también.
SumateIV. Me resulta especialmente pueril relacionarse con algo en modo fan cuando no se trata de un ídolo de la infancia, o de la juventud. O de ídolos populares como por ejemplo Maradona o Lali. Ser fan de un político, de un periodista, de un canal de streaming, de un streamer, o ser fan de un escritor, por ejemplo, me parece un desfase en el registro. Con Borges pasó mucho: se lo idolatraba más que lo que se lo leía. Eso mismo pasa en la actualidad con otros escritores. Están en el lugar de ídolos y, en nombre de eso, se les exige como a todo ídolo. No se le exige a los textos, sino al autor como persona. Se le exige que se comporte como lo que se supone que es: un ídolo. Que se saque fotos en cualquier lado, no importa lo que esté haciendo (a alguien una vez le pidieron una foto en un entierro). Hace poco, una influencer publicó un video en el que se mostraba muy indignada –¿qué sería de la indignación si no la mostráramos en un TikTok?– porque una escritora que ella lee no fue lo simpática que ella considera que debe ser. La fan se acercó a la escritora, que estaba en un rincón sola, y la encaró diciéndole lo mucho que le gustan sus libros. La escritora le agradeció. Pero a la fan le pareció poco y entonces la denunció en TikTok. Sí, porque es una denuncia. Porque el fan denuncia, se indigna, escracha, persigue, acosa. El asunto es un asunto policial. ¿Estamos hablando de una niña fan de su autora de cuentos preferida? No. Estamos hablando de una mujer que además dice ser librera. En el video escuchamos: “una autora que admiro, o admiraba”. Además dice que fue a chuparle las medias a la autora “como nunca le chupé las medias a nadie” (la escritora debería registrar eso y agradecerle más). Ahí, rápidamente ya se pone despectiva y dice “la mina alzó la vista”, bla bla bla. Y aclara que los libros que tiene de esa autora en la biblioteca “se van a ir porque no me gustó nada” (ahora en cambio va a leer a otra autora que tomó mate con ella en la feria y le habló mucho). Afueraaaaa los libros de la escritora que no me habló como yo quise. Luego avanza con su afirmación en forma de negación: “No es que me deba algo pero por lo menos decime…” y ahí la fan dicta el libreto que le tendría que haber dicho la escritora para conformarla y retenerla como lectora. Si la escritora es, por ejemplo, tímida o le da pudor que la admiren y le chupen las medias, no importa. Tiene que comportarse como la fan lo exige (la versión extrema: Misery de Stephen King). La fan agrega que se sintió “ninguneada”. Por supuesto que se sintió ninguneada, porque la lógica del fan es “mi ídolo es todo, yo no soy nada” (toda esa operación construida, exclusivamente, por el fan). Te amo mientras seas lo que yo quiero que seas, te odio si te movés de ahí. De literatura ni hablar. Cuando Barthes dijo que el nacimiento del lector se paga con la muerte del autor, no imaginó un mundo de fans de escritores, sino un mundo de lectores. Algunos creerán que esto un caso aislado, pero no. Es un estado de cosas, concebir al otro como un ídolo, constituirse en fan y, desde ahí, pensar el mundo. Y no sólo el mundo literario, sino el político, el periodístico, el mundo que ya no se quiere discutir, sino denunciar desde el lugar de fan; ensañarse con esos otros que se adoraban, pretender cerrarles más la boca, castigarlos, disfrutar de su caída. Que las luces que el fan proyectó sobre el ídolo, ahora iluminen al fan indignado “por fin me ven a mí” (la adolescencia se extendió y está durando demasiado, y aparece, según creo, no sólo en el Estado. O quizás sea al revés y un presidente adolescentizado haya sido posible también por esto).
V. Una cosa es que alguien sea agradecido con sus lectores, sus fans, sus seguidores y otra muy distinta es que les deba algo en términos de sometimiento. Cuando un artista dice, por ejemplo, “me debo a mi público”, eso no significa que el público sea su dueño, ni que, como está en “deuda”, deba someterse a cualquier cosa que se le exija. El ídolo consumido como un objeto. El ídolo teniendo que calmar todas las necesidades desbocadas del fan. El fan como un pac man que come todo lo que se le presenta.
VI. Cuando el ídolo se mueve un centímetro del lugar en donde lo colocamos, cuando el ídolo aparece con su boca y habla y dice algo que no está en el libreto del fan, se abre una guerra de odio y de despecho que torna las cosas demasiado oscuras. No se trata de discutir ideas, de debatir asuntos que el otro dijo, sino de ensañarse con aquel que no ha cumplido con mis propias expectativas. “Me desilusionaste”, “no esperaba esto de vos”, –frases bastante psicopatonas–. Que el ídolo no se equivoque, que no haga ni diga pavadas. Que alguien me garantice que existe una vida ideal.
VII. El ídolo fetichizado, el ídolo en el lugar del fetiche. Y sabemos que el fetiche cumple la función de negar la falta en el Otro. El fan no quiere enterarse de ningún agujero, los del otro pero, sobre todo, de los propios. El fan se tranquiliza suponiendo que existe al menos alguien que es consistente, entero, redondo, coherente, que sabe lo que hace, que sabe lo que dice, que goza, que tiene, que es alguien, mientras él mismo quedaría así despojado de todo eso. El fetiche le posibilita no enterarse de nada. No se fetichiza a cualquiera, sino a aquel a quien podemos recubrir de nuestras suposiciones y atribuciones ideales. “Sabemos”, dice Juan Ritvo, “que la mirada fetichista recorta la percepción cuando ésta localiza objetos que de una u otra manera tienen un significado aurático”.
VIII. En estos tiempos, la vida se resume, se sintetiza, se reduce, se aprieta, se hace mucho más sencilla: estamos con A o estamos en su contra. Somos todos un poco jueces dictando sentencias morales con los elementos que imaginamos, atribuimos y suponemos de los otros de quienes no sabemos casi nada. Antes se le hablaba a la televisión, ahora se les habla a los reels, a los títulos, a los programas de streaming. Pero es un monólogo. No es una interlocución, porque se habla a condición de que el otro no responda. Y es que no puede responder porque no es una persona, es un objeto consumible, una mercancía más en el mercado. Es un procedimiento casi deshumanizante, uno más en la serie de procedimientos deshumanizantes de hoy en día. No me acostumbro, tampoco pienso hacerlo, a leer la liviandad y la certeza con la que se dice cualquier cosa de alguien con el tono certero del fan que supuestamente lo conoce y sabe. El asuntito de la agresividad es igualmente ineluctable. La relación con la propia imagen, que nunca es propia, y con esa imagen del otro que suponemos, conlleva siempre agresividad. El punto es si estamos dispuestos a advertir –no siempre se puede– que esa agresividad está desplegada a partir de suponerle y de atribuirle un ser al otro, un ser que pondría en peligro el nuestro. Por eso el odio se dirige ahí, al ser del otro. Y suponerle un ser al otro está paradójicamente muy cerca de una hostilidad posible. Porque muchas veces, la hostilidad se dirige exactamente ahí: al ser del otro, a que el otro sea. De hecho las formulaciones agresivas tienden a posarse ahí: “¿Quién se cree que es?”, “¿Quién chota es?”, “No existe”, “No lo conoce nadie”, etc.
IX. Comenté con Agustina Larrea –autora del libro de cuentos Los cuidados (dejo la lectura que hizo del libro Florencia Angilletta), del clásico newsletter Mil lianas y de entrevistas de antología– que estaba escribiendo esto y, con su escucha atenta y su lucidez habitual, me mandó esta canción de Emmanuel Horvilleur y escribió: “Creo que muy inteligentemente y en ¿3? minutos capta el vaivén voraz del fan. En este caso, el narrador, digamos, es alguien que se hace fan de la persona que ama y pasa de ese encandilamiento total que se engancha hasta de la mala onda del otro a lo arrasador de querer borrarlo en 30 segundos. Dice: «Fan voy a seguir siendo de vos» y al toque «voy a dejar de serlo hoy».
Una boca que se abre y se cierra, un ir y venir entre el amor y el odio, entre la demanda desmedida, las exigencias delirantes y la obturación de todos los agujeros. No hay respiro. Subrayo esta precisión de Agustina: “Vaivén voraz del fan”. Y ese vaivén nos tiene un poco mareados a todos.
X. Hacer caer un ídolo no es bajarlo de un hondazo porque dijo algo que no nos gustó, golpearlo en el piso (golpearlos con el martillo es solo una metáfora de Nietzsche) y poner otra cosa en ese lugar. Hacer caer un ídolo es correrse de cierta posición con la que se mira el mundo, desarmar una manera de mirar, deshacer un cierto modo de concebir al otro. En un análisis puede caer esa porción de la neurosis tramada según la suposición de que el Otro sabe, el Otro goza, el Otro tiene. Un análisis horada un poco la piedra maciza de la inhibición, apacigua la mirada fascinada –y por lo tanto paralizada– hacia los demás. Hay algo que hace el análisis que interrumpe esa posición pueril de estar mirando todo el tiempo el verde del jardín vecino. Un análisis disipa el humo de la fascinación y posibilita ir más allá de la pantalla imaginaria, esa sobre la que se proyectó al otro fetichizado. Analizarse es, entre otras cosas, dejar de babearse fascinado por el supuesto saber del otro, por el supuesto tener del otro, por el supuesto goce del otro. Un análisis hace caer la idolatría y suscita algo mucho más vital. Y es que el deseo no tiene ídolos.
Otras lecturas:
Foto: Depositphotos