Lohana Berkins: «El 19 y el 20 de diciembre, cuando las masas salimos a la calle, las diferencias desaparecieron»

La siguiente es una entrevista que la periodista María Moreno le realizó a la militante trans Lohana Berkins para el libro “La comuna de Buenos Aires”, de Editorial Penguin Random House, a quien agradecemos por permitirnos la publicación de este capítulo. El testimonio de Lohana sobre sus vivencias en la plaza el 19 y 20 es un aporte histórico de una voz silenciada en los relatos históricos sobre la fecha.

Lohana Berkins se considera doblemente Judas. Primero porque renunció a los privilegios que el patriarcado otorga al varón (“¿Cómo me atrevía yo a dejar de ser un opresor, de usar el pito, la fuerza, el dominio?”). Luego por querer encarnar otro tipo de mujer: “Yo tengo claro que quiero vivir bajo el género femenino pero no con ciento cincuenta centímetros de busto, sesenta centímetros de cintura, rouge, boquilla, pestañas postizas. Quiero construir una identidad propia. No estandarizada, nada de guitarrones como Moria Casán”. Por eso ha proscripto de su guardarropa el topless de lycra y los zapatos de Tootsie para adentrarse en la moda guevarista del camperón, los jeans y la gomita en el pelo. Lohana es integrante de ALITT (Asociación de Lucha por la Identidad Travesti-Transexual) y de AMMAR (Asociación de Mujeres Meretrices de la Argentina), secretaria de Patricio Echegaray, estudiante de magisterio y hasta que no sea presidente no para. Ahora la quilombera de patrullero, la querellante de juzgado, la levantada en una razzia y capaz de arengar a través de las rejas para pedir apelación en nombre de treinta compañeras, la bien aprendida de los estudios queer, ha ahorrado para comprarse una blusa victoriana color beige y trabaja en Legislatura. Su experiencia en la calle la hace mediar sin tragarse los cuentos del tío, el teatro de la pobreza ante la autoridad y las avivadas de la picaresca criolla. 

-Por Legislatura pasa desde la persona que necesita una pieza hasta la que se arregla con la plata para el colectivo. Estoy en un espacio que, al igual que el del Congreso, es justamente la cuna de las negociaciones, de las hipocresías, de las prebendas, de la corrupción y de los grandes negociados. O sea que pasé de un mundo donde las reglas las poníamos nosotras a este campo más complejo. Pero no se me fue el principio de realidad. Puedo diferenciar el verso de la miseria. Yo no entro en esa cosa culpógena de pensar: “Bueno, le voy a dar una monedita porque si no, no va a comer”. Porque esa era mi realidad de antes. Hay uno que viene cada principio de mes a Legislatura y que tiene la fantasía de que, como viene mucha gente, yo me olvidé de él. Cuenta siempre la misma historia: que tiene un chico internado en el Garrahan, y que se tiene que volver con él, supóngase, a Escobar y necesita dos pesos para llevarlo. Pero lo gracioso de esto es que viene en fechas de cobro. Yo siempre lo escucho y después le digo: “Bueno, mirá, yo no puedo”. Entonces recorre toooda la Legislatura. Si consigue dos pesos por oficina, aunque muchos le digan que no, suma por lo menos unos veinte. Imagínese, hay sesenta despachos. Y debe tener todo un cronograma de lugares adonde ir a pedir. Veinte pesos le alcanzan para dos días de vida. Otras veces aparecen bien vestidos y usted dice: “Ay, bueno, este debe ser un megaempresario”. Le dan la mano y luego empiezan a charlar sobre el país hasta que una calcula: “Ahora viene el chamuyo”. Y viene, porque terminan diciendo: “Mire, en realidad, yo tengo un problema, debo viajar urgente a Tucumán y necesito aunque sea un peso que me dé”. O sea: cuando me han adornado bien, con todo un prólogo de sufrimiento y piensan que ya me han conmovido y atacado lo suficiente la moral, ahí recién largan lo que quieren. Yo debería ser Evita, con el rodete y estar ahí con bicicletas, con cocinas: “¡¡¡Tome señora, tome!!!”.

No se deja extorsionar.

Otra cosa es la gente que se organiza y empieza a luchar por sus derechos. Hay muchos que no saben que si se alquila y no se tiene para pagar, el dueño no puede venir al otro día a decir: “Bueno, ya váyase”. Puede ir a juicio. Si se demuestra que no puede pagar, le darán un mes de tiempo. No es que si hoy es 30 y no paga, entonces el 1º la pueden poner en la calle. La gente se asombra cuando se le dice que tiene determinados derechos. Es lo que hacemos aquí. El sistema político partidario del peronismo, con su clientelismo, le decía: “Andá tranquila. Yo voy a hablar con el abogado”. Pero era un derecho otorgado por la ley y la gente quedaba convencida que se lo debía al llamado de un político influyente. Ayer atendí el caso de una señora que se mudó luego de un desalojo —vivía en una casa tomada—. Entonces quiso inscribir a sus hijos en un colegio nuevo y no se los quisieron aceptar. Ella quería que Patricio hiciera un llamado telefónico a la escuela. Yo le dije: “Mirá, hay una ley que a vos te dice que tu hijo tiene que ir a la escuela y que ningún niño puede estar fuera del sistema escolar”. Llamé a la directora del colegio y le dije: “Si no respetás la ley, te hacemos una denuncia”. A los cinco minutos aparecieron las vacantes.

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Seguramente hay mucha demanda de vivienda…

Es que la gente se está quedando en la calle. Y no la que vive en casas tomadas o en las villas, no, gente “bien”. Por ejemplo, el jueves vino un matrimonio que tenía dos bebés y ella estaba embarazada. Tenían trabajo pero ganaban poco. Hacía años que alquilaban un departamento y siempre habían pagado. Hasta que no pudieron pagar más. Él me decía: “Yo tengo trabajo, mi señora también, pero el tema es que ahora no podemos afrontar esto y vamos a quedar en la calle y tenemos dos chicos”. Se nota que ellos han bancado estos últimos diez años y ahora no pueden más.

¿Qué alternativas les brinda el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires?

Las de pagar un hotel por un tiempo determinado. Suele ser una habitacioncita en las peores condiciones por novecientos pesos. Un departamento sale mucho menos. O sea que en ese camino, digamos, del pago del Estado al propietario quedan varios dinerillos en alguien. Otra posibilidad que tiene el gobierno son unos albergues que son para varones; o sea que las travestis no tenemos lugar ahí. Hay albergues directamente manejados por el Estado, como el Félix Lora. Y otros que son conventos. A esos los maneja la Iglesia, y el gobierno los subvenciona. Esos lugares son también usinas de buena recaudación para los que los manejan. Otra cosa que hace el gobierno es persuadir a la gente (el ochenta por ciento no es de la Capital Federal) para que se vuelvan a sus provincias. Con el desembolso de ochocientos, quinientos se sacan el problema de encima. O sea que las oficinas de Bienestar Social son más bien expulsivas. La misión primera del Gobierno de la Ciudad es decir: “No quedó nada. Los planes se han acabado”.

¿Se hace un seguimiento de los casos?

Sí, porque cuando se les resuelve el problema, se les desatan otros posteriores. Porque, por ejemplo, se les consigue un hotel y luego se descubre que no tienen documentos. O que hay un chico cuyo nacimiento nunca fue asentado. Después empieza el problema de la salud, el trámite de un Plan Trabajar. Todo un kit de necesidades. Además, el Estado se hace cargo del hotel hasta cierto momento. Y por ahí la familia no tiene adonde ir. A veces reciben amenazas: les mandan una asistente social que les emite señas un poco psicópatas.

Durante todo 2001 fue evidente la participación de mujeres tanto en asambleas como en otras gestiones colectivas.

El noventa por ciento de los reclamos están en manos de ellas. Yo creo que es por toda esa carga patriarcal desde donde se considera que deben ser las mujeres las defensoras y las conductoras de hogar. Pero ellas —por ejemplo, en unos departamentos de la calle Sarandí donde se está haciendo un juicio de desalojo— lo que hacen es defender no la casa propia, como la clase media, sino el hogar que van a gestar. Ese nuevo espacio queda bajo la defensa de la mujer. Claro que la autoridad la va a seguir teniendo el tipo que después, a lo mejor, va a salir con los amigos a jactarse de que tiene una casa. También son las mujeres las que reciben mayor humillación de parte del Estado. Porque yo he visto negociaciones en la Comisión Municipal de la Vivienda adonde se las maltrata, se les grita y se las amedrenta todo el tiempo, y ellas ahí: firmes. Al hombre le es más difícil pedir, sobre todo si la interlocutora es una mujer —en este caso una travesti—, pero ellos creen que tratan con una señora.

En el Hotel Gondolín, de la calle Aráoz 924, un grupo de travestis fueron de las más activas luchadoras durante un juicio de desalojo que pasó de la causa penal a la civil. Mientras las chicas intentaban impedir el desalojo, a menudo concurrían a su escritorio de Legislatura. Usted está realizando allí una suerte de educación democrática.

Claro, porque antes en la puerta de admisión se pedía el documento. Entonces un día llegaban travestis que se llamaban, por decir cualquier cosa, “Pantaleón Roldán Pérez y Gauna”, nombre y apellidos que eran violentamente contrapuestos a sus famosos nombres de Julia Roberts o Liza Minnelli. Era como casar a Segundo Sombra con Marilyn Monroe. Entonces el tipo de la entrada me llamaba y me decía: “Está el señor Pantaleón Roldán Pérez y Gauna”. Entonces yo bajaba y le decía al tipo: “Está bien que ellas tienen que dar el documento, pero a mí me parece que usted debe respetar su identidad y preguntarles cómo se llaman”. Entonces de ahí se comenzó a registrar el nombre del documento, pero al mismo tiempo se pregunta: “Su nombre, por favor”. Y ellas también aprendieron, porque por ahí decían “Felipe” o “Julián”; empezaron a decir “Marlene”, “Mónica”, “Nadia”, lo que sea, entonces los de la entrada me anuncian: “Está la señorita Nadia para usted, Lohana”.

Le cuento el caso de dos chicas que están en pareja hace mucho y viven de juntar latitas. Con eso se pagaban una pieza de hotel. Hasta que, como empezó a haber mucha gente haciendo lo mismo, les dejó de alcanzar para pagar la piecita. Ellas estaban yendo a Puertas Abiertas, la casa de las Hermanas Oblatas de La Boca. Las chicas la tenían clara: “Nosotras dormiremos en la calle pero juntas”. Era gracioso, porque una de ellas era, entre comillas, la que hacía de mujer, y la otra de varón. Yo más bien diría “el otro”, porque era como un señor gordito que le corría la silla a su compañera. En toda la negociación, en el trámite hablaba solo “el varón”, “ella” no. Únicamente hablaba cuando él le pedía algún dato concreto. “Pero ¿cuándo fue que las echaron?”, preguntaba yo. Entonces “él” le preguntaba a “ella”: “A ver, ¿cuándo fue?”. Y ella: “El zinco fue, el zinco”. Porque era ceceosa. Yo creo que hay algo en la gaysitud y la lesbiandad que se ha quedado en el tiempo y son los roles.

¿Y qué sucedió?

La hermana Manuela Rodríguez les resolvió el problema a través de una iglesia. Y entonces, o Caritas se puso muy caritativa o la Iglesia no se quiere perder los millones que le da Duhalde, porque usted fíjese la contradicción: el hogar de la Iglesia les permitió dormir juntas, o sea como lesbianas, pero cuando ellas me llamaron a mí para que les haga todo el trámite y el Estado les consiguiera un hotel, las quisieron enviar a lugares separados porque eran una pareja. Yo me preguntaba: ¿quién determina eso de la católica separación? ¿Quién es la persona que decidió dividir? ¿La asistente social? Entonces me mandé un catereteo, que es un escándalo de grandes proporciones. Amenacé con llevar la noticia a Crónica, me colgué del teléfono, llamé a la asistente social y le dije: “Mirá, yo quiero que vos me des por escrito cuáles son las razones por las que ellas no pueden estar en un hotel. Pongamos el caso de que vayan dos señoras, ¿el Estado instala un catalejo para ver si las señoras duermen juntas o separadas? ¿Cuál es el problema? Cuando van un hombre y una mujer, ¿vos les pedís libreta de matrimonio? ¿Controlás si realmente hacen vida conyugal a la noche? Vos les das una habitación y punto”. Atendimos veinte casos de gays y lesbianas sin vivienda que ahora están viviendo en hoteles. Hay uno que es médico y además pinta muy bien. Y está ahí solo en el albergue, tirado a la de Dios. Hay otro que se llamaba José, de pelo muy largo. José es un gay que se trata a sí mismo y quiere que lo traten como mujer, aunque viste de varón. Le dicen “Lao Tsé”. Cuando entró al hotel le querían hacer cortar el pelo. Nosotros hicimos un juicio por discriminación.

Durante un desalojo le pidieron el nombre a una travesti y ella dijo: “Mariel”. Y entonces uno de los delegados organizados se acercó discretamente a la abogada Rosa Herrera, ignorando que tenía todo un training en el tema de género, y le objetó: “Pero ella no se llama Mariel”. Entonces la Rosita lo miró y le dijo: “Ella se llama Mariel y vos no sabés lo importante que es respetar su identidad”. El tipo quedó medio confundido, entonces Rosita le aclaró: “Mirá, yo trabajo con una compañera que me explicó. A la hora de hacer los papeles pondremos los nombres, pero ella por ahora es Mariel y así quedará”. En el mismo lugar que se intentaba desalojar —un hotel— se la tomaba con mucho respeto porque estaba luchando ahí por sus derechos. También hay en la calle muchos gays y lesbianas. Esa es la parte que los gays de la calle Santa Fe no quieren ver. En el único momento en que nos vimos por primera vez las caras fue en el cacerolazo de Plaza de Mayo. Ahí vi gays a los que se les había expropiado su dinero y no se podían ir a pagar chongos en Punta del Este o Mar Azul. Entonces se los veía ahí caceroleando —con cacerolas muy finas, por supuesto— y acompañados por unos especímenes muy finos y esbeltos, sus partenaires.

¿Cómo participó en los sucesos de diciembre?

En el trabajo me enteré del estado de sitio. Me acuerdo que justo ese día los chicos de HIJOS iban a hacer un escrache. El local de ellos queda entre mi trabajo y mi casa. Entonces se me ocurrió ir a avisarles que había estado de sitio. Ya lo sabían. Habían suspendido el escrache y estaban en una especie de asamblea. Me quedé un rato y después me fui a mi casa. Y entre quedarme en la asamblea y llegar a mi casa llegó la hora G, el punto G de De la Rúa que fue su bendito discurso. Ni terminó de hablar cuando empecé a sentir un crac, crac, crac. Me hacía recordar, con mi fantasía siempre a punto, a una gran rueda gigante que se estaba descomponiendo. Entonces agarro y digo: “¿Qué está pasando?”. Tenía puesto un vestido que yo uso de camisón, y salgo a la puerta. Entonces veo a un par de señoras con unas cacerolas. Pero como este país da para todo, yo me planté ahí y empecé a tirar un par de aplausos tibios porque no sabía si ellas estaban a favor del estado de sitio o en contra: a lo mejor estaban agradeciendo al presidente porque estaba poniendo a resguardo sus pequeños castillos. Hasta que dije: “Mejor voy a preguntar”. Entonces voy y pregunto. Ahí, una de las señoras me dice: “Cómo voy a estar a favor, estoy en contra”. Entonces me puse mi tradicional bermuda, mis sandalias bolivianas, agarré la olla y salí tras las vecinas. Éramos tres a los gritos, pa, pa, pa. Ya entonces empezaban a salir todos desde los edificios. Entonces se me ocurrió decirle a una de las señoras que por qué no íbamos a la esquina. Yo vivo en San Juan y Tacuarí. Cuando llegamos ahí, en menos de una hora, éramos más de doscientas personas. Entonces hubo un incidente. Un tipo cuando me vio dijo “Uy, llegaron las chicas”, así con un tono medio burlesco. Yo hice caso omiso y seguí caceroleando. Entonces dos chicos lo interpelaron: “Mirá, ellas tienen todo el derecho de estar acá. No te hagás el loco porque cualquier cosa te vamos a cagar a palos a vos”. Yo ni agradecí la defensa ni contesté la agresión: me quedé pa, pa, pa, caceroleando. Entonces ahí empezamos a caminar por San Juan hasta Defensa, y me acordé de Jesucristo, cuando empezó a multiplicar los peces.

Había una gran parva de gente caminando, hasta señoras con ruleros. Pero no faltó el momento de homofobia, cuando empezaron a cantar “Qué boludos, qué boludos, que el estado de sitio se lo metan en el culo”. Nada de reivindicar el placer cuando hay gente a la que nos encanta que nos metan cosas en el culo. Llegamos a la plaza. Eso fue glorioso, ¿no? Entre que salí de la puerta de mi casa y que llegué a Plaza de Mayo, habían transcurrido tres horas. No cabía un alfiler. También, no habían transcurrido ni cuatro horas cuando la cana comenzó la represión. Yo tenía miedo de que me tiraran gas a las tetas, que son inflamables. Y me di cuenta que una cosa es el instinto y otra los ideales. Porque resulta que durante todo el camino se me había pegado una señora como de ochenta años que me iba contando toda su vida. Sus frustraciones y sus broncas. Y yo muy solidaria con ella. Me había nacido como una especie de espíritu maternal. Pero cuando tiran el gas, pegué una estampida y no paré hasta dos cuadras después. Es más, creo haberle pegado un codazo a la pobre viejita. A las dos cuadras dije: “Ay, la abuela, ¿dónde dejé la abuela?”. Al día siguiente, desesperada leía los diarios, veía la televisión para ver si habían matado a una viejita. Pero nada. Alguien la debe haber auxiliado, seguramente no he sido yo. Cuando me iba para mi casa, al pasar por donde antes estaba Madres me encuentro un piquete travesti. Era la cuadra del hotel donde vivían. ¿Qué había pasado? Cuando ellas quisieron bajar a cacerolear, la dueña del hotel las amenazó con que si iban las echaba. Entonces toda la gente de la cuadra se juntó para decirle: “Mirá, o las dejás participar o te quemamos el hotel”. Yo venía corriendo. Cuando llegué ellas estaban parapetadas adentro del hotel. Y el resto de la gente corría hacia allí. Es uno de esos hoteles antiguos con puertas como de cuatro metros. Ellas resistían adentro, los vecinos estaban en la puerta y los milicos tiraban gases. Había más o menos diez travestis y cuarenta vecinos.

Se sintió integrada ese 19 de diciembre.

Para mí el 19 y el 20 de diciembre tuvieron mucho peso histórico. Lo que se vive ahora ya es para mí otra cuestión. Recuerdo que después del primer día me emocioné hasta las lágrimas. Volví a mi casa como a las seis de la mañana porque después nos fuimos al Congreso. Y de ahí nos echaban. Corríamos por las esquinas y luego volvíamos. En mi casa era como que no me quería dormir. Sentía que había visto una minirevolución. Porque yo tenía experiencias vastas en represiones policiales y en edictos y en comunicado número tal, tiempos donde lo que uno hacía era cerrar las puertas y ventanas, y así tocara el timbre y alguien dijera “Soy mamá”, una no le abría la puerta.

Hay que ser un genio para decir “estado de sitio” y que eso sea la voz de “¡aura!” para salir a la calle.

Sí, él quería tener su día de gloria con la plaza llena y el clamor popular, ¡lo tuvo! Porque ¿cómo iba a aguantar que se dijera que era aburrido e irse sin haber sido ovacionado? Él quería sentir el calor de la plaza. Porque como que la llenó, la llenó. Él dijo: “¿Por qué Perón y Evita, y yo no?”. Que él llenó la Plaza de Mayo no hay duda. No le quitemos este mérito. Después ya vino lo del día 20. Ahí yo ya estaba en una actitud más fría, más militante. Me acuerdo que me hice un cartel que decía “No al estado de sitio” y salí de la Legislatura para ir a Plaza de Mayo donde se iban a concentrar todos para marchar. Venía muy erguida y, al doblar una esquina, me di vuelta y vi un enjambre de milicos. Y yo con mi cartelito. Porque, por supuesto, no iba a retroceder. Así que dije: “Bueno, moriré heroína”. Y saqué pecho —más del que tengo— y pasé entre los milicos que se quedaron mirando. Entonces llegué a Plaza de Mayo y ahí empezó otra vez la batahola. En el Obelisco me encontré con la Flavio Rapisardi con quien estábamos, como buenas divas, distanciadas. Pero en ese momento compartimos la misma toallita para secarnos los ojos luego de los gases lacrimógenos. Una toallita que, traída por Rapisardi, obviamente era de color rosa. Yo le dije: “Flavio, no podés ser tan maricón”. Pero él esgrimió que era la única que tenía. Entonces le dije: “Imaginate que nos maten acá los milicos y quedemos las dos tiradas en el pasto y con la toallita rosa. Crónica va a hacer una tapa gigante donde el único color va a ser el rosa de la toallita, como para que el público tuviera bien claro a quién se mataba”. A pesar del pesimismo de algunos políticos allí empezó otra historia.

También para las travestis.

Allí se superó todo el desprecio, la frialdad y la indiferencia que las travestis vivimos durante años. Había una cosa muy fuerte de solidaridad. En el clamor popular la gente no sé si sabía quién era uno, quién no era. Lo que sé es que si te caías te levantaban. Si llorabas te alcanzaban un limón. La cosa que yo no comparto es que los porteños quisieran salir con el porteñazo o el argentinazo. ¡Loco, dejen el cacerolazo! Fue el cacerolazo, no en vano las mujeres sacaron desde el lugar donde ancestralmente fueron puestas y donde se piensa que habita el mayor silencio, que es la cocina, las cacerolas. Yo creo en el cacerolazo y no como una feminización de la lucha. Por eso digo: “Piquete, cacerola, basta de tantas bolas”. Seguimos siendo la misma sociedad, homofóbica, lesbofóbica, travestofóbica.

Para usted la palabra “vecino” está teñida de otro significado.

Pero yo creo que la categoría “vecino” está dada más bien por la apariencia que por otra cosa. No se quiere hacer una revolución profunda: se revoluciona el estatus pero no el cuerpo. Entonces se dice: “Puse dólares, quiero dólares”. Porque yo no dudo de que en mi cuadra todo el mundo piensa que yo soy una “vecina”. Pero creo que el tema de la quita o no del reconocimiento de la buena vecindad, se da en cuanto a la enumeración de los derechos. Y yo no sé si la vecina quiere que yo tenga los mismos derechos que ella. No dudo de que mis vecinas digan de mí: “Bueno, es una vecina, vive ahí”. Porque si viniesen a conceder derechos a todo el edificio donde yo vivo, dificulto que la gente diga: “Ella merece los mismos derechos que el resto”.

A mí me sorprendió que en la asamblea de Parque Centenario no apareciera nada respecto a derechos reproductivos cuando las reivindicaciones fueron tan variadas.

Y otra vez se formó la Asamblea de Mujeres. La sociedad sigue sin poder pensarse más allá de la genitalidad. O se es concha, en todo el sentido de la palabra, o pija, en todo el sentido de la palabra. Y eso más allá de que yo soy la primera en levantar las banderas feministas. ¿Vamos a reproducir guetos un poco más evolucionados? Esa nueva comisión se llama “de mujeres”. Ni siquiera le han puesto “de género”. O sea, supóngase que yo vaya —porque voy a ir—, no me van a echar, voy a participar, pero no es un lugar propio. O sea, el movimiento me va a bancar y por momentos me va a expulsar. Porque si hay que escribir un documento, ¿qué voy a firmar?, ¿las mujeres sufrimos y abortamos? Mientras nosotros no hagamos un fuerte piquete y una fuerte cacerola a la bola y a la concha, y no nos pensemos más allá del género, reproducimos exactamente lo mismo. Si ya está la comisión de mujeres van a levantar la “comisión de juventud”. Y sé que si hay dos o tres maricones habrá una asamblea de gays. Pero como yo no voy a entrar a la “comisión de varones”, entonces otra vez las travestis quedamos afuera. Y otra vez todos quedamos afuera, ¿me entiende? Y después, entonces vamos a tener que hacer la comisión del peruano, la del boliviano… Si voy a la comisión de mujer, ¿a qué voy a ir? A apoyar la lucha de las mujeres. Porque cuando yo diga: “Bueno, las travestis…”. “No, porque eso ya es otra cosa.” Entonces voy a ir a apoyar un documento donde el noventa por ciento no va a decir nada mío. O a lo mejor va a decir “… y las minorías sexuales”, para que quede bonito.

Suele ser la posdata, el pie de página.

O por ahí van a enumerar: “Porque las mujeres somos prostitutas, lesbianas y travestis”. O sea, toda una lucha para que una palabrita mía aparezca, nada más. ¿Por qué no crearon la comisión de género, por ejemplo? ¿La comisión femenina donde toda persona que se sienta femenina pueda ir? Entonces yo tengo que ir a defender mi categoría: si puedo ser mujer o no puedo ser mujer, si las tetas qué me hacen, si el nombre Lohana qué me hace, si la estigmatización, si el sufrimiento a través de la feminización, si la violencia sufrida sobre mi cuerpo. Y después van a salir a decir que yo no tengo historia de sufrimiento de mujer porque no menstrué, porque no me duele. Vamos a caer en el mismo sacrosanto debate. Mientras no ampliemos ese concepto, volveremos a discutir. Haremos huertitas hasta que venga un puntero político y se robe todas las lechugas. Porque cuestionar las instituciones a fondo es garantizar los derechos más allá de la genitalidad y de la nacionalidad. ¿Tiene que haber concordancia entre pene e imagen, entre vagina e imagen? Ah, que no quede lugar a dudas, y después, las comprobaciones celestiales: que la femineidad-vagina tenga su menstruación, sus dolores de parto fruto de la iluminación sagrada y todas esas paparruchas que no nos animamos a debatir fuera de ese contexto. Después, se sigue pidiendo más seguridad cuando en realidad falta debatir qué es el espacio público. El espacio público es de todos, aun del linyera que está en la calle. Lo que hay que decir es que el linyera no tiene espacio privado, que las travestis tenemos espacio público y no espacio privado. Usted fíjese: De la Rúa enjauló, puso corralito a los monumentos, y todos aplaudieron. No nos atrevimos a decir “no”. ¿Cuánto sale el enrejado? Páguenle al tradicional placero. Primero que es una fuente de laburo, y segundo que el placero enseñe y eduque —le hagamos un volantito— para que cada chico que esté por destruir un monumento sepa qué es un monumento y se le enseñe a disfrutar del espacio público como espacio en común. Y a entender que el linyera no está en la plaza porque le gusta estar tomando sol. Recién saltamos cuando De la Rúa nos mandó el gran corralito.

Y se sigue pidiendo que venga la policía.

Que reprima, que deje limpio el espacio público para que las señoras con sus tremendos miriñaques puedan pasear honrosamente por las calles de la ciudad. Mientras el resto vaya al fondo, a la caballeriza. Y si a las travestis el único espacio que nos queda es el espacio público, la socialización no es darnos un espacio privado sino la cárcel. Concédanos un espacio de estudio, un espacio laboral, un espacio habitacional, no la zoologización para que nos lleven la palabra de Dios los domingos y un paquete de yerba. Aníbal Ibarra gastó ocho millones de dólares en la cárcel contravencional. Y yo no veo a las asambleas pedir que se reinviertan esos ocho millones de dólares en programas.

Es evidente que solo se sintió integrada el 19 y el 20.

El 19 y 20 para mí queda en mi memoria como un hito importante, pero después de lo que está pasando, sinceramente, prefiero no participar porque voy a llevarme unos colerones intolerables.

Usted me dio un dato concreto y es que para ustedes no hay espacio privado. Al mismo tiempo que la mayoría salió a la calle.

La calle es nuestro lugar de realización, de aceptación, de diversión y de detención. En cambio, creo que este estar hoy en la calle de las travestis es circunstancial.

¿Ustedes se sienten expulsadas hoy de la calle por otros sujetos sociales y encima en nombre de derechos?

Lo que digo es que pronto la gran mayoría va a volver al espacio privado, que además van a seguir defendiendo —la famosa seguridad—, mientras que nosotras quedamos en el espacio público.

¿Qué pasos definirían que tuvieran ustedes un espacio privado?

La integración real. Porque es verdad que el 19 y el 20 de diciembre, cuando las masas salimos a la calle, las diferencias desaparecieron. La viejita de ochenta años debe haber visto en mí a una señora gordita que iba a los gritos con su cacerola. Pero hoy la mayoría tiene una cotidianeidad ganada y mucho más legítima, y nosotras no. Le pongo un ejemplo: a las travestis, el mercado no nos pide secretarias. Los lugares más certeros que tenemos son la prostitución, la marquesina o la comicidad. Aun en la dictadura las travestis fuimos en los carnavales el lugar posible para la risa. Porque a una travesti se la obliga a estar mostrando todo el tiempo lo que quiere ser. Eso sucede porque nos niegan el derecho a la educación, a la salud, al trabajo fuera de la prostitución, a menos que nos hagamos invisibles. Hace poco, en Estados Unidos vi a dos travestis que eran banqueras. Yo les dije: “En la Argentina no podrían ser ni las barrenderas del banco”. Con unas compañeras elevamos un proyecto de educación para que traten de retener al niño o la niña travesti en el ámbito escolar. Y en el caso de que la agresión de los otros alumnos o de las autoridades sea insostenible, que el Estado le provea una maestra particular. También pedimos la organización de un equipo de familias sustitutas para el caso de que esas niñas y niños sean echados de sus casas. Y que en los hospitales se instruya al personal de admisión para que, cuando llega una travesti, se le haga la ficha con el nombre que ella diga. Que se creen equipos de acompañamiento para los cambios de imagen de las compañeras y que la Legislatura a través de alguna de sus secretarías forme equipos interdisciplinarios de asistentes sociales y mujeres trabajadoras y otro con las mismas travestis.

Usted decidió ser maestra.

Esa era mi gran ilusión desde la infancia. Los tiempos de la vida me fueron llevando a otras cuestiones y terminé enseñando formas de amar en lugar de a leer y a escribir. Cuando decidí anotarme en la Escuela Normal N° 3, busqué todos los papeles que me pedían. O sea que daba el fisic du rol de todo lo que se necesitaba para inscribirse. Voy, pido la planilla, me anoto. Entonces ahí me parece oportuno hacer una aclaración mínima. Le pido a una de las secretarias, que es una santa: “Yo quisiera hablar con una autoridad del colegio”. Y ella, la señorita Mónica, me dice: “La autoridad que está ahora es la vicedirectora”. En ese momento aparece una mezcla de la Noelia de Gasalla con Vecina de Palermo. Yo le digo que quiero hablar con ella. Ella me contesta que en ese momento está muy ocupada —cosa que podía ser cierta—. Pero me aclara: “Lo que tenga que decir, háblelo con Mónica”. (Yo sabía que esa situación no la iba a poder resolver Mónica.) Pero saco a Mónica de la salita y le empiezo a explicar: “Mire Mónica, mi nombre es Lohana Berkins, yo soy una travesti, bla, bla, bla”. Y Mónica empieza a poner una cara y a mirar para los costados como si pensara: “Deben estar haciéndome una cámara oculta para Tinelli. En cualquier momento alguien va a decir ‘¡Es el Show de Videomatch!’”. Porque usted imagínese a una señora gordita, de barrio, bien populacha, explicando: “Yo no tengo un documento con mi nombre real sino el que me da el Estado. No me niego a ser inscripta con ese nombre. Lo que sí exijo es que en las listas que usan los profesores y en la libreta figure mi nombre real. Porque, mire Mónica, alguna vez mi origen ¡¡¡ha sido masculino!!!”. Mónica, muy cariñosa, me dice que no cree que vaya a haber ningún problema. A todo esto, la vicedirectora nunca me recibió ni me contestó. Yo tenía que ir un viernes a dejar la hoja de inscripción; y ese viernes justo era el 8 de marzo y tenía que ir al acto del Día de la Mujer, así que vuelvo al colegio recién el lunes. Mónica me dice: “Te estuve esperando”. Le explico que había tenido cosas que hacer. Le pido un nuevo formulario de inscripción y me pongo a llenarlo sobre una mesita mientras ella permanece al lado, en su escritorio. Cuando lo estoy llenando entra la vicedirectora —esta vez bien delimitada en su personaje de Noelia—, abre la puerta y empieza a los gritos diciendo: “¡Se cerraron las inscripciones, se cerraron las inscripciones!”. “Después que yo entregue mi solicitud, supongo”, digo. Y sigo fresca llenado la solicitud y ordenando mi carpetita con todo lo que me habían pedido. La vicedirectora sale y, al rato, vuelve a hacer su entrada teatral con las mismas palabras: “¡Se cerraron las inscripciones! ¡Se cerraron las inscripciones!”… Y yo, tranquila, entrego mi solicitud. Mónica asustada me dice: “¿No escuchaste que se cerraron las inscripciones?”. “No, no escuché.” “Pero si ella dijo…” “¡Te digo que no escuché! Y te voy a decir una cosa, me inscribís o me inscribís.” Y le entrego la carpeta con la solicitud. Y ella me la agarra. Entonces bajé esas escaleras de mármol por las que debe haber transitado Sarmiento y me di por inscripta.

¿Y entonces?

Antes de empezar el terciario había que hacer un curso de nivelación. Ahí averigüé que seguían inscribiéndose chicas. Un amigo mío que ni siquiera tenía los papeles, cursó dos semanas conmigo y después recién se inscribió. Yo estaba inscripta, sí. Pero en algunas listas figuraba con mi nombre de varón, en otras solo con mi apellido, era María Sinnombre. Entonces me dije: “No voy a esperar a que una profesora se levante y me llame Carlitos Fernández y yo quede tirada en el piso”. Entonces hice una denuncia en la Defensoría del Pueblo, en la Adjuntía en Derechos Humanos, a través de una carta donde explicaba la exclusión en la cual vivíamos las travestis en la Argentina y mi situación en la escuela. Seguramente ahí pensaron que me iba a cansar pero yo, tan fresca, seguía…

Nivelando.

Nivelando las conciencias. Una vez, a una profesora, para hablar de la diferencia, se le ocurrió poner como ejemplo que un chico tenía el pelo de un color y otro de otro. Yo me levanté y dije: “Mire, la diferencia es más profunda. La diferencia excluye, la diferencia mata”. Empezó el primer año y había que cursar las materias. Ahí me dieron una libreta. Yo puse una foto mía y bien claro el nombre de Lohana Berkins.

¿Y cómo es su relación con los otros alumnos y los profesores?

Una vez me vieron en el programa de Juan Castro. Entonces vinieron muchas alumnas y alumnos para decirme que estaban totalmente de acuerdo con lo que había dicho y que contara con ellos para lo que necesitara. Ahora soy una chica bien popular, saludadísima. Porque creo que hay dos tipos de personas discriminadoras. Están las refachas y las que discriminan por ignorancia y desconocimiento. Yo creo que en el colegio se daba lo segundo. Hace poco una profesora me dijo: “Ay, Lohana, ¿cuándo te voy a tener en mi clase?”. “¿Qué enseña usted?” “Gimnasia.” “Olvídelo.” Ahora, qué vas a enseñar la pulcritud sarmientina cuando Menem se afanó todo un país y generó dieciocho millones de pobres. No podemos enseñar personajes inmaculados. Que se despeluse la escuela. Hay que abrir los armarios y llenarlos de otro contenido.

Usted con tal de abrir el closet…

Ay, se me escapó. Debe ser mi parte gay… Uno de los primeros trabajos que tuve que hacer fue una especie de autobiografía de mi vocación. Eran trabajos de un total cliché. Todos escribieron que habían sido excelentes alumnos con devoción a la bandera y que iban al colegio como quien va a Disneylandia. Yo les pregunté “¿Nunca se hicieron una rata? Porque yo de chica era terrible”, les conté. Era la ideóloga de la clase. Cortábamos la luz para que no hubiera lección. Entraban los profesores y, como si de pronto hubiéramos tenido un brote místico, estábamos todos rezando y no se nos podía interrumpir. Había una compañera que se desmayaba y yo le daba la orden: “Fulanita, si el profesor entra y dice que hay prueba, vos te desmayás”. Y tenía una amiga, travesti, que se llamaba Lola y era muy pobre. Siempre le llevaba comida, ropa, remedios. Un día me invitó a una procesión de San Cayetano y, antes de salir, nos sentamos en la iglesia, en los bancos de adelante. Apareció el cura, la encaró a Lola, le gritó “¡Endemoniado!”, y le dijo que se fuera. Entonces no tuve mejor idea que subirme al banco, con la iglesia llena y empezar a los gritos que la Lola no se iba a ir, que si ellos la conocían cómo iban a permitir que se fuera, que estaba en su derecho de estar ahí. Conclusión: la gente no protestó, el cura se tuvo que callar ¡y la Lola y yo, de aquí para allá en la procesión, adrede!

¿Cómo imagina su futuro docente?

Me imagino eso, precisamente: un futuro docente. Siempre se nos dice que la sociedad cambia lentamente. Pero yo no voy a llegar a la edad de Matusalén para ver cambiar la sociedad o para contar cien años después cómo fue el siglo pasado. ¿Qué hubiera pasado si cuando la vicedirectora dijo que no había más inscripciones, yo hubiera sido cualquier otra y no Lohana Berkins? Hubiera vuelto a mi casa para llorar tirada en la cama. Si hasta para mí, luego de quitarme todas las vestiduras de la activista, fue fuerte. Los diferentes no solo no somos contagiosos sino que hasta podemos reafirmar la propia sexualidad del otro. A mí, conocer el machismo me reafirma en mi feminismo. Si soy maestra, ¿qué puede pasar? Que una niña o un niño diga: “Mi señorita es esto y yo soy lo otro”. Pero no creo que los niños hagan muchas preguntas acerca de mi identidad, y si lo hacen es el momento de responder desde otro lugar y no desde ese de monstruos en que se nos ha puesto. Por eso nuestras demandas no forman parte de un marco egocéntrico sino que aportan de manera concreta al embellecimiento de la diversidad y a la formación de la bandera del arcoíris.

La diferencia no es relevante todo el tiempo.

Yo me voy a enfrentar a los niños como una docente. Mi identidad de género no es precisamente lo que va a aflorar. Lo que va a estar en juego va a ser si soy clara o si soy muy verborrágica, si puedo dominar la clase, si tengo conocimiento. La mirada cruel no es de los niños sino de los padres que les transmiten cosas desde sus deseos reprimidos e imponen tabúes donde no los hay. Me acuerdo que una vez, cuando era chica, paseaba con Lola y vimos a un gordito que estaba chocho —era un día de sol— con un pancho y una coca. El padre del niño estaba con el ferretero de la otra cuadra de mi casa. Y fue él que dijo: “Mirá los maricones”. El gordito dio un paso al costado. ¿Qué era más interesante para él las mariconas o el pancho y la coca? Obviamente, el pancho y la coca. Y ese ferretero tenía la actitud de los vecinos de Palermo. Por eso sigo diciendo que diciembre no fue igual para todo el mundo. Incluso lo vi a Panero subido en el escenario de la CTA. Entonces yo le escribí una carta a Víctor de Gennaro preguntándole por qué yo voy a pelear para que le devuelvan el dinero a Panero. Entonces no nos travesticemos de buenos vecinos. Porque Panero sigue siendo el mismo fascista que trabajó con la cana para golpear a las travestis, aunque hoy es un dirigente del cacerolazo. ¿Y ese tipo me va a representar a mí en la asamblea? Con ese criterio, que vengan mañana Videla y Massera a los cacerolazos. Ellos son vecinos también.

Todos son de algún barrio.

Y a lo mejor los agarró el corralito. Así venga la revolución, yo no me voy a bancar estar junto a Panero. Yo soy de la CTA desde hace mucho tiempo y nunca fui invitada al palco principal mientras que Panero puede subir al estrado, al palco de los piqueteros. ¿A Lohana, a ver quién la invita al palco de los piqueteros? Por eso la palabra “vecino” no es un estreno de las asambleas ni viene de 1810, tiene otra historia detrás.

El libro, “La comuna de Buenos Aires”, lo reeditó Penguin Random House.