El “hombre del paraguas” y las teorías conspirativas

El intento de magnicidio a Cristina Kirchner dejó en evidencia que la polarización política y afectiva llegó a su máxima expresión.

En el año 1967, el profesor en filosofía Josiah Tink Thompson escribió Six Seconds in Dallas (Seis segundos en Dallas), un micro-estudio sobre el asesinato de John F. Kennedy. Después de sistematizar relatos de testigos oculares, memorias personales y relatos de todo tipo, Thompson logró tensar las teorías que apuntaban contra “el hombre del paraguas” como único instigador del asesinato del mandatario norteamericano.

En el corto The umbrella man, dirigido por Errol Morris, Thompson recupera aquella investigación. El 22 de noviembre de 1963, Kennedy recorría las calles de Dallas en una visita electoral. Llamaba la atención que, pese a ser un día soleado, un hombre contemplara la caravana, resguardado bajo su paraguas negro. Más sospechoso aún era que Louie Steven Witt, “el hombre del paraguas”, estuviera parado en la plaza Dealey, justo en el lugar desde donde “llovieron los disparos contra la limusina”, relata el autor de Six Seconds in Dallas.

Su paraguas, explicó Witt cuando fue convocado por el Comité de Asesinatos de la Cámara, era una expresión de protesta. No dirigida al entonces presidente sino a su padre, Joseph Kennedy, por haber apoyado al británico Neville Chamberlain y su política conciliadora con la dictadura de Adolf Hitler. Era, sin más, una referencia al paraguas de Chamberlain.

Legitimado por aquella investigación de más de 400 páginas, Tink Thompson cierra su diálogo con Errol Morris: “si te encuentras con cualquier hecho que solo apunta a una base siniestra, pues ¡olvídalo! Porque nunca se te ocurrirán, por tus propios medios, las explicaciones no siniestras y perfectamente válidas que expliquen ese hecho”.

El intento de magnicidio a Cristina Kirchner dejó en evidencia que la polarización política y afectiva llegó a su máxima expresión

Durante los días que siguieron al intento de magnicidio contra la vicepresidenta Cristina Fernández, la creatividad no tuvo techo. Desde los lugares más remotos, se crearon hipótesis de todo tipo, color ideológico y temperatura. Las teorías conspirativas circuladas en medios, en redes y en las calles incluyeron la posibilidad de un auto-atentado — imaginando que, después de días ininterrumpidos de vigilia en su apoyo, fuera necesaria tamaña performance para aumentar su visibilidad — ; la especulación de una operación interna para “descuidar” su operativo de custodia; la instigación de ese magnicidio causado de manera excluyente desde granjas de trolls empeñados en discursos de odio persistentes y propagados en cascada; entre otros. La frutilla del postre: “Cristina volvió a nacer”, dijo una conductora de un canal de noticias de Colombia en referencia a la ¿imposibilidad? de que fallara un disparo.

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No hay dudas de que la polarización política y afectiva llegó a su máxima expresión en Argentina, aunque a un ritmo más lento que en otros países del Norte global, con Estados Unidos a la cabeza, “donde ser presidente es una profesión de alto riesgo”, dijo, sarcástico, un politólogo.

Complementaria de las discrepancias político-ideológicas, la polarización afectiva se refiere a la “temperatura” — la distancia en gusto, odio, asco o alegría — que las personas perciben y declaran sentir hacia los partidos o sus dirigentes. La polarización afectiva muestra la inclinación a mirar a los miembros del grupo contrario de manera estereotipada, prejuiciosa y emocional. Por si fuera poco, da lugar a una comprensión facciosa de los eventos políticos, con la consecuente escalada de la intolerancia e incivilidad, expresadas en discursos de odio.

Más aún cuando la violencia política se reactivó en los últimos años, después de un alivio en los niveles de beligerancia a poco de la recuperación democrática. El “conflicto del campo”, hipotetizan sociólogos de la posmodernidad, reavivó las aguas. Un punto de inflexión en el que la exaltación editorialista de algunos medios se conjuga con la personalización en la distribución de mensajes en el espacio digital, que alimentan las posiciones previas de los usuarios. Aunque ni los algoritmos ni las celebrities mediáticas, y menos aún los influencers exaltados, explican por sí solos las divisiones identitarias.

La polarización es anterior a las cámaras de eco promovidas por las compañías de plataformas. También lo es la violencia política histórica en Argentina. Lo novedoso, tal vez, es el realineamiento de los distintos aspectos de nuestra vida en una polarización que simplifica; donde las divisiones político-partidarias coinciden con distancias a nivel religioso, racial, ideológico o sanitario. Lo singular, quizá, sea que asistimos a una polarización asimétrica: las derechas están más activadas ideológicamente y manifiestan niveles de intolerancia donde no hay puntos de acuerdo. La consecuencia, acaso, sea que sus expresiones y posturas, así como la preocupación que generan, estén sobrerrepresentadas en los medios, en las redes, en la calle y en el taxi.

Doctora en Ciencias Sociales (UNQ) y magíster en Sociología Económica (IDAES-UNSAM). Investigadora del Conicet.