Diario de campaña N° 4 | Las voces que faltan
En St Louis, una de las ciudades más segregadas y violentas de Estados Unidos, toda política es, ante todo, local.

En la madrugada del 17 de octubre de 2018, Melissa McKinnies sale al patio de su casa y encuentra a su hijo colgado de un árbol. Son las cuatro de la mañana y hace un frío inusitado para ser otoño en St Louis, una ciudad mediana del estado de Missouri, en el centro de Estados Unidos. El cuerpo de Danye está congelado. La cara llena de moretones es el primer signo de un linchamiento. Los pantalones yacen a la altura de los tobillos.
Melissa luego lo va a decodificar como un mensaje: los asesinos de su hijo habían decidido mostrarlo humillado, como un trofeo de carne.
A pesar de este y otros elementos de evidencia, la policía trata el caso como un suicidio y rápidamente lo da por concluido. Melissa sigue contando su versión a quien quiera oírla, contrata a investigadores privados y demanda al Estado, pero la atención se va apagando, la indignación comunitaria se traslada hacia otros casos nuevos, urgentes, que eventualmente terminarán en el mismo pozo.
Cuatro años antes de la muerte de Danye, en el mismo suburbio llamado Ferguson, un polícia blanco asesinó a Michael Brown, un joven negro de 18 años. El caso desató una revuelta popular que duró tres meses, luego de que el autor del crimen no fuera ni siquiera imputado. Algo similar había ocurrido en 2011, también en St Louis, con el asesinato de Anthony Lamar Smith, de 24 años. Melissa participó activamente de esas manifestaciones, al igual que su hijo, que tenía 24 cuando lo encontró en el jardín. Por entonces ella ya era una voz prominente de su comunidad, y se había acostumbrado a las amenazas, correos llenos de garabatos racistas que la instaban a cerrar la boca.
De ahí esta hipótesis: ella cree que a Danye lo mataron supremacistas blancos, o algún grupo de calibre similar, con la complicidad o el encubrimiento de la policía local. Que fue una represalia por alzar la voz.
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SumateEscuché esta historia por primera vez de la boca de Melissa, en una llamada de WhatsApp a principios de junio de 2020. Ella en su casa en St Louis, yo en un departamento de Ramos Mejía, para un newsletter que estaba escribiendo sobre las protestas por el asesinato de George Floyd. Ya no recuerdo cómo encontré su contacto, solo sé que le escribí por Facebook y nos pusimos a hablar. Melissa se presentó como una activista, “una madre del movimiento” y, por supuesto, como la madre de Danye, cuya muerte, me dijo, la había vuelto más fuerte. “Yo ya era una amenaza y ahora soy una amenaza mayor. Pensaban que me iban a silenciar. No saben cuánto se equivocaron”.
Por entonces, a mediados de 2020, varias ciudades de Estados Unidos ardían. Lo que había comenzado en Minneapolis, donde Floyd fue asesinado por un policía que lo asfixió con la rodilla, se fue extendiendo en todo el país. Fue la última gran revuelta norteamericana. Entre otros factores, contribuyeron una pandemia que estaba matando a la población afroestadounidense de manera desproporcionada, la presidencia de Donald Trump, que había avivado históricas tensiones raciales, y la existencia de un video de 9 minutos en el que se registra toda la secuencia de la muerte de Floyd, que está tirado en el piso y dice, desesperado: “No puedo respirar”.
“Fue como escuchar a mi hijo llorando por mí. Sentí su dolor”, me dijo por teléfono Melissa. “Fue un asesinato sin excusa. Cometido con odio y cobardía, pero también con autoridad. Cuando ves la cara del policía, dónde pone la rodilla, ves un mensaje: si no nos obedecés te puede pasar esto. Ellos saben que tienen un presidente que los va a absolver y proteger. Tienen un sistema que los va a proteger”.
Faltaban cinco meses para las elecciones del 2020. Ella iba a votar por Joe Biden, con el cual no simpatizaba especialmente, pero sabía que la prioridad era sacar a Trump del poder. Por lo demás, estaba entusiasmada con el desarrollo de las protestas. “Yo rezo por el cambio y creo que va a suceder. Que al menos nos vean como iguales. Que cuando somos asesinados lo vean como algo injusto”.
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Ahora escucho la historia por segunda vez, pero Melissa está sentada delante mío, en un Starbucks al costado de una ruta que conecta St Charles, uno de los tantos suburbios que componen el condado de St Louis, con la ciudad propiamente dicha. St Charles, en comparación a Ferguson, es una zona más acomodada, más blanca, más tranquila. Melissa se mudó hace unos años, escapando del asedio y el trauma que le provocaba su anterior suburbio. Las diferencias entre uno y otro lugar saltan a la vista, no hay que ser un observador muy agudo para notarlo. St Louis es una de las tres ciudades más segregadas de Estados Unidos, y también integra el podio de las más peligrosas. Está diseñada para diferenciarse.
Los cincuenta años apenas se le notan. Tiene el pelo trenzado con toques dorados, usa ropa suelta, canchera. Las huellas del dolor, en cambio, están por todos lados. Sus aros, enormes, llevan el nombre de Danye. El Jeep negro con insignias rosas que maneja tiene una foto del hijo en el espacio del volante y su apodo en el capó. Melissa me cuenta que ese es el auto que Danye siempre soñó con regalarle; que ella se lo terminó comprando para homenajear el deseo de él.
Hablamos de sus otros dos hijos, que están por cumplir treinta años, y de la ciudad, pero la historia siempre vuelve. Melissa me muestra la foto del cuerpo de Danye colgando del árbol, y me señala detalles que yo desconocía. Por ejemplo: los cordones de sus zapatillas están atados con un nudo profesional, precisamente el tipo de nudo que te enseñan a hacer en el Ejército. Ella lo sabe porque tiene familiares militares. Danye, que no tenía nada que ver con ese mundo, jamás lo podría haber hecho.
También me recita los correos con amenazas que recibía, llenos de insultos racistas, y me cuenta sobre otros casos de activistas perseguidos. Darren Seals, un amigo de ella, también de Ferguson, con el que estuvieron codo a codo en las protestas de 2014, fue encontrado muerto en su auto con seis balazos en el cuerpo. Era septiembre de 2016, faltaban pocos meses para las elecciones que luego ganaría Trump. Con Darren habían organizado manifestaciones en contra del entonces candidato republicano, y los enfrentamientos con sus simpatizantes estaban en un punto álgido. Ocho años después, el caso sigue sin resolverse.
Kamala Harris la entusiasma más que Biden. “Ella entiende a las personas negras”, dice. Pero el sentimiento, por lo menos entre las personas que conoce, no es generalizado. La economía monopoliza la conversación. Ella lo siente cuando va al supermercado, dice que la está pasando mal y casi pierde su casa. “Vivir con un ingreso hoy es imposible”. Los 1700 dólares de renta y los costos del auto se comen casi todo.
Melissa dibuja un cuadro que yo vengo advirtiendo, de manera fragmentada, en distintas ciudades de Estados Unidos: muchos padres están preocupados porque sus hijos no quieren trabajar, saltan de una posición a otra porque sienten que les pagan poco para el esfuerzo que hacen. Hablan sobre atajos para ser millonarios, pero por ahora no lo consiguen y tienen demasiado tiempo libre. Ella lo percibe en comunidades negras en Ferguson y alrededores, donde aparece otro factor: las ayudas económicas que el gobierno federal, por entonces a cargo de Trump, distribuyó en la pandemia (aprobado por el Congreso) generaron un efecto contraproducente. Para muchos jóvenes fue la primera vez que tuvieron plata en la mano. El retiro de esos estímulos en la pospandemia, ya con Biden, sumado al brote de inflación, produjo la percepción de que con el republicano todo estaba mejor.
Pero hay un motivo por lo que esta parte de la conversación, relevante para seguir la elección de noviembre, se disuelve entre los otros temas. Paradójicamente, queda chica. Antes que de partidos o figuras nacionales, Melissa habla de comunidades, barrios y familias. De un país donde las legislaturas y cortes estatales, y en todo caso el Congreso, generan más efectos estructurales y concretos que el cambio de presidente. En Estados Unidos, la política es, antes que nada, local.
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Llegué a esta ciudad de casualidad, gracias a G., un amigo que me hice en un hostel de Nueva Orleans que antes de despedirnos me dijo: “Si alguna vez pasás por St Louis, tenés un lugar en el que quedarte”. Unas semanas después, buscando hacia dónde ir después de Chicago, recordé su invitación pero también a Melissa, su historia y todo lo que me había contado acerca de la ciudad y su vínculo con el movimiento Black Lives Matter. Supongo que también me hacía falta un poco de compañía.
Acompañé a G. a su trabajo durante toda esa semana, que no pudo haber sido más pertinente: mi amigo dirige la oficina del Partido Demócrata en uno de los condados más pobres de la ciudad; su tarea consiste en reclutar voluntarios que a su vez se ocupan de hacer llamados para conseguir donaciones para la campaña. La oficina por lo general estaba vacía, y la gente que se acercaba, si bien mostraba entusiasmo por Kamala y la elección nacional, estaba más preocupada por la contienda local, que incluye una iniciativa estatal sobre acceso a derechos sexuales y reproductivos.
A G., que acaba de cumplir treinta años, tampoco le interesa mucho la política nacional. Los políticos en general le parecen corruptos y ajenos a las problemáticas de su comunidad (G., que ama St Louis probablemente más que nadie, usa mucho esa palabra).Vimos juntos la primera entrevista que dio Kamala Harris y G. dijo que le parecía una candidata “demasiado guionada”, aunque técnicamente trabaja y votará por ella. Hablamos poco de la campaña en esos días. G. me mostraba la ciudad cuando dejábamos la oficina en un auto donde sonaban, a veces intercaladamente, canciones de rap local y hits latinos. Me presentó a toda su familia –lo más importante que tiene en la vida, según sus palabras–, hablamos de viajes, de cómo es dejarse cortar el pelo por gente blanca, reímos, nos dedicamos a construir una amistad.
Una tarde, antes de ir a un evento de recaudación de fondos para la campaña, una pareja de voluntarios que conocí en la oficina me llevó a recorrer los barrios que concentran la mayoría de los homicidios, y vi docenas de personas en la calle tostándose bajo el sol, probablemente dobladas por el fentanilo. Circulaban pocos autos y la oferta de tiendas reflejaba dónde estábamos. Abundaban los locales de comida rápida, como en todos lados, pero en lugar del codiciado Chick-fil-A destacaba el más accesible White Castle. No había supermercados Target sino Family Dollar, dominado por productos de segunda mano y ofertas. El equivalente a los bancos son lugares de préstamos al día, con tasas irrisorias. “La gente no va a estas tiendas”, me explicaron, “termina cayendo en ellas”.
No había rastros de ninguna cosa parecida a un partido político, pero sí de iglesias que organizaban entregas de cajas de comida, mientras autos de todo tipo se apilaban en una cola que podía durar horas.
El evento de recaudación de fondos se hizo en un edificio coqueto en uno de los suburbios acomodados, y la mayoría de los participantes eran blancos de entre 40 y 50 años. La política local depende casi enteramente de estas donaciones, porque como Missouri no es un estado competitivo el comité del Partido Demócrata no envía recursos. El estado se parece cada vez más a otros del sur, dominado por los republicanos, elegidos por la población blanca de zonas rurales y ciudades pequeñas, mientras las grandes metrópolis, más habitadas por la población negra, y convertidas en nidos de violencia, son bastiones demócratas.
Pero no siempre fue así. De hecho, Missouri solía ser un estado pendular con capacidad de predecir el resultado nacional. Durante 187 años ningún demócrata ganó la presidencia sin haber triunfado en ese estado. Y cuando lo perdían nunca era por más de cuatro puntos. Esto me lo explica uno de los voluntarios, que aclara que todo cambió en el 2008, con la llegada de Barack Obama. Hubo un éxodo de votantes blancos.
Pregunto a qué se debe el cambio, para ver si me estoy perdiendo de algo, o simplemente por deporte, solo para quedar como un idiota.
–¿Y a vos qué te parece? –me responden–. ¿Qué tenía Obama que era diferente del resto?
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En un momento de nuestro encuentro, Melissa me cuenta que el año pasado le diagnosticaron leucemia y que arrastra un divorcio también reciente. La escucho más apagada que en la llamada de 2020, aunque también es cierto que estamos en un contexto menos fervoroso que el de entonces. Pero el tono de la charla que tenemos no es para nada triste, tampoco solemne, y sé que la estaría traicionando si retrato a Melissa como una persona abatida y deprimida, como si fuese un reflejo del cambio de energía de los activismos progresistas de los últimos años.
Melissa es una persona fuerte y vigorosa. Esa fuerza, me explica, viene primero de Dios. “Siento que si no rezara cada mañana no podría levantarme de la cama”. Luego, por supuesto, de Danye y sus otros dos hijos.
–Casi me rindo. Pero cada vez que escucho que alguien necesita mi ayuda encuentro ese empujón para seguir adelante. Se lo prometí a Danye mientras ponía su cuerpo en el suelo, antes de enterrarlo. Le dije: tengo que luchar por todas las personas que no pueden hacerlo.