Cuando la realidad no es suficiente: la hiperrealidad de los documentales de naturaleza
Las pantallas nos ofrecen un mundo de imágenes perfectas, pero ¿qué tan verídicas son?
La naturaleza nunca se vio mejor.
Si entramos hoy, ahora mismo, en cualquier local de electrodomésticos y nos fijamos en los enormes televisores exhibidos, lo más probable es que encontremos en ellos algún deporte o, con mayor frecuencia, algún montaje de imágenes de la naturaleza.
Estas típicas escenas se eligen porque son ideales para evidenciar las virtudes técnicas de las pantallas: amplias gamas de vívidos colores y nítidos detalles que podemos disfrutar hasta el último píxel. La promesa en la que se apoyan, aunque sólo de manera tácita, es la de poder disfrutar de la biodiversidad en toda su magnitud sin salir de casa ni apagar el aire acondicionado.
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Los documentales de la naturaleza son casi tan antiguos como el cine mismo, pero no fue hasta el estreno de las True-Life Adventures de Disney, una serie de cortos y largometrajes, estrenados entre 1948 y 1960, que el género se instaló como uno suficientemente atractivo para el público general.
Como explica el documentalista Chris Palmer en el libro Shooting in the Wild (2010), estas películas se apoyaban en imágenes tomadas por algunos de los mejores directores de fotografía del mundo, editadas con música orquestal de tal modo que contaran buenas historias. Y aunque no aparecían personas, sus protagonistas eran animales que expresaban drama, conflicto y humor. En una de ellas, estrenada en 1958, aparece aquella infame escena de los lemmings que se suicidan saltando al vacío, una completa fabricación que al día de hoy distorsiona ideas sobre su comportamiento.
Su inspiración no fue otra que Bambi (1942), prototipo perfecto del entretenimiento antropomórfico al que Disney nos acostumbró. En aquella película de animación, la historia se centraba en los desafíos que enfrentan los animales en la naturaleza y ya no en situaciones que los mostraran cantando canciones o navegando algún barco a vapor.
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SumatePodríamos asumir que todas estas cosas quedaron atrás y que ahora, cuando abrimos Netflix y ponemos alguno de esos tantos documentales que llevan la palabra “planeta” en el título, nos encontramos nada más y nada menos que con la verdadera y cruda realidad.
Tal como en el local donde elegimos la pantalla que pasará a habitar el living de casa, la naturaleza — o al menos su fantasma digital — se abre camino y da luz y vida a nuestra habitación, especialmente luego de cerrar las cortinas.
Imágenes de olas que rompen en cámara lenta se suceden por otras que muestran un bosque, o una planicie, a vuelo de pájaro — o de dron — y nos provocan aquella ilusión de que, en algún lugar y en algún momento, si las condiciones fueran adecuadas, podríamos disfrutar en carne propia de aquellos deslumbrantes paisajes y atestiguar aquellas escenas en las que la naturaleza puede ser ella misma sin pudor.
Esta peculiar forma de escapismo también nos devuelve la fe en que allá afuera, en algún lugar, existe un mundo inaccesible, prístino, intacto e intocable, con aire puro, cielos azules y superficies verdes, perfectamente verdes. Un mundo al que quizá nunca podremos acceder, pero que se mantendrá en nuestra imaginación como un destino posible.
En esta naturaleza sobre nuestras pantallas no hay un píxel de más ni uno de menos. La imagen siempre es imposiblemente nítida, los sonidos se pueden distinguir sin demasiado esfuerzo, y toda la riqueza del mundo no humano nos devuelve el asombro que en lo cotidiano parece escaparse.
Podríamos imaginar que es apenas una coincidencia que, a medida que las noticias acerca del futuro de nuestro planeta se vuelven menos alentadoras, la calidad de los documentales sobre la naturaleza mejore de manera tan notable. Series como Nuestro planeta (2019) o La vida en nuestro planeta (2023), ambas de Netflix, suman cientos de millones de reproducciones y se jactan de mostrarla en todo su esplendor, tal como es, 100% real no fake, y no por los méritos de su guión.
En su defensa, no hay cine documental sin guión ni arco narrativo, pero este no siempre se nos presenta evidente.
Tan frecuente es que las imágenes sean presentadas junto con la narración de David Attenborough, Morgan Freeman o alguien que pueda emularlos, que de repente se vuelve novedoso el estreno de algún documental que carece de una voz que las acompañe o las explique. En pos de incrementar el realismo se nos deja lugar, por así decirlo, a descubrir la historia por nuestros propios medios.
Nada de esto es, si se me permite la expresión, natural.
Las productoras de documentales, que miles de millones de personas consumimos, lograron definir el género de forma tal que cualquier alternativa hoy nos resultaría extraña. Estas historias se cuentan de una manera particular, utilizan técnicas, cámaras y tecnologías especiales, y el mundo que moldean sus narrativas es tan atractivo y verosímil que condiciona la imagen que tenemos del planeta en el que vivimos.
Aunque todo lo que sabemos parece indicar que los animales en este planeta, empezando por los humanos, no la están pasando muy bien, nos hace sentir un poco mejor saber que allá afuera aún quedan osos que atrapan algún pez que nada contra la corriente, o que algún ciervo, bajo la tutela de su madre, aprende a dar sus primeros pasos, y que por suerte hay alguien ahí capaz de registrarlo en alta, altísima resolución para que no se nos pierda ningún detalle.
Como señala la periodista Emma Marris, al elegir solo las mejores tomas y evitar incluir a las personas fuera de la imagen, estas productoras crean un universo paralelo inalterado que es tan innegablemente glamoroso como hermoso e inaccesible.
Marris usa una peculiar expresión. Dice que todas estas imágenes en movimiento se nos presentan como “hiperreales”. En esta representación mejorada de la realidad, no sólo se utilizan lentes que permiten el registro a distancia de escenas que de ningún modo podríamos ver con nuestros propios ojos, sino que, en la vasta mayoría de los casos, los sonidos que escuchamos fueron recreados (o fingidos, dependiendo de cómo nos sintamos al respecto) en un estudio de foley.
Esta es la práctica cinematográfica de agregar los sonidos correspondientes en postproducción. Por ejemplo, cuando en una serie o una película alguien mueve unos papeles, o camina, ese sonido es agregado después. Estos detalles son los que hacen que una escena resulte creíble y el motivo es trivial: registrar sonido a distancia no es sencillo, y no toda situación es necesariamente audible o atractiva para los oídos.
Son estos efectos, junto con la banda sonora, los que establecen el tono emocional a partir del cual vamos a comprenderlos. De esta ambientación dependerá que una escena nos resulte majestuosa o cómica o que decidamos hinchar por un león hambriento que persigue a una inofensiva gacela, o por la gacela que torpemente corre por su vida alejándose del malvado león. Décadas de documentales de la naturaleza condicionan también nuestras expectativas. Esto es cine, amigos.
Estos documentales suelen incluir escenas de exposición prolongada que permiten ver las estrellas de una manera que ni siquiera en el lugar más alejado de la civilización podríamos apreciar, y otras en las que podemos alcanzar a notar detalles en las plumas de un ave con un nítido paisaje de fondo, ambos en perfecto foco. Sin importar cuán buena vista tengamos, cuánta atención prestemos o cuánto nos acompañe el clima, esto es imposible de lograr con nuestros imperfectos ojos humanos. En palabras de Marris, lo que vemos en la pantalla es aún más bello que la vida real.
Esta “hiperrealidad” crea una experiencia de la naturaleza mayormente artificial y exagerada que supera lo que uno encontraría si saliera a buscarla. Por supuesto, esto no es necesariamente reprochable, pero ese no es el acuerdo con la audiencia que procuran establecer estos documentales.
La verdadera naturaleza, argumenta Marris, no sólo nos ofrece oportunidad de maravillarnos con su inagotable belleza y misterio, sino también de encontrarnos con picaduras de mosquitos, barro, frío, humedad, olores desagradables e incluso amenazas concretas a nuestra supervivencia. Encontrar y disfrutar de estas imágenes deja de ser asunto de mérito o esfuerzo porque, sencillamente, no son posibles.
Marris es una periodista ambientalista que ha tenido la suerte de visitar muchos lugares. Sin embargo, cuando mira los documentales no siente que haya regresado a esos momentos; más bien, siente que ha entrado en una fantasía en la que no hay humanos.
En estas historias, el foco en los humanos suele ponerse en torno al impacto mayormente negativo que tienen en la vida del resto de seres que caminan, corren y se arrastran por nuestro planeta. Pero también, quizá sin sospecharlo, refuerzan la idea de que la humanidad y la naturaleza se oponen, en vez de reconocer que la rígida distinción entre lo natural y lo artificial puede resultar contraproducente.
La exclusión de la experiencia humana, perpetúa la idealización de un planeta en el que supuestamente aún quedan inmensos territorios intactos, y fomenta una visión ingenua que promueve soluciones anti-humanas, como el desplazamiento de comunidades que han habitado ciertas regiones durante generaciones.
Pero la naturaleza salvaje también es un mito. Marris cita un famoso ensayo de 1995 en el que el historiador William Cronon echa por tierra la idea del entorno indómito y de la vida silvestre. Lo que argumenta es que esta concepción de la naturaleza fue cambiando con el tiempo, y mientras que en el siglo XVIII se asociaba con lugares desiertos y desolados, luego del siglo XIX pasó a asociarse con cierta belleza y renovación espiritual, en gran parte por la influencia del romanticismo.
Es en parte esta visión dualista que separa a los humanos del entorno natural la que dificulta encontrar soluciones a los problemas ambientales, en tanto no contempla la posibilidad de vivir en la naturaleza de manera sostenible.
Lo tajante de esta división excluye también de su concepto de naturaleza a los espacios verdes en nuestras ciudades, y en nuestras casas: debemos abandonar el dualismo que ve el árbol en el jardín como artificial y el árbol en la naturaleza salvaje como natural.
Por supuesto, una relación más honesta con la naturaleza y sus representaciones no tiene por qué privarnos de la estética hiperrealista de los documentales ni de la fiesta para los sentidos que significan. Denme más primeros pasos de una jirafa bebé y algún panda haciendo de las suyas.
Que los televisores sigan mostrando bosques, playas y animalitos, siempre y cuando no sea su fabricación la que resulte en que esas vistas sólo existan en un rectángulo de plástico contra una pared.