Alemania: claves para entender el triunfo conservador y el ascenso de la ultraderecha
Con una socialdemocracia debilitada y un electorado volátil, la CDU vuelve al poder con la difícil tarea de frenar el avance de la derecha radical.
Lo primero que hay que destacar sobre la histórica elección alemana, que el domingo otorgó por primera vez desde la posguerra el segundo lugar a un espacio euroescéptico, de extrema derecha, ligado a ideas racistas y xenófobas, es la racionalidad primaria de los votantes frente al fracaso de la administración de Olaf Scholz. El último gobierno de una Alemania estancada desde hace al menos un lustro fue impotente frente a cada una de las crisis que aquejan al país desde su elección en 2021, y los partidos que integraron la coalición oficialista fueron, invariablemente, castigados. Los socialdemócratas obtuvieron su peor resultado desde el siglo XIX, mientras los liberales, responsables de dinamitar la coalición de gobierno, quedaron fuera del Parlamento, perdiendo casi dos tercios de sus votantes. Para los verdes el encogimiento fue algo menor, pero significativo, y ocuparon el cuarto lugar.
Hay motivos estructurales que explican los enormes problemas que afrontó el gobierno, que hubieran sido enormemente desafiantes para cualquiera que asumiera las responsabilidades de Scholz. La invasión rusa de Ucrania volvió inviable la estrategia energética fortalecida durante los años de Angela Merkel, basada en la asociación con Rusia y la provisión de gas barato para la industria alemana. Esa debilidad se agravó por el cierre de las plantas nucleares existentes, una medida injustificable, decidida también por su antecesora, pero sobre la que socialdemócratas y verdes insistieron como si fuera un logro. El escaso dinamismo de la industria europea ante el ascenso de la producción china también excede, en parte, la capacidad de un gobierno frente a un modelo consolidado desde hace varias décadas en torno a las exportaciones, con una demanda interna demasiado débil. También en política migratoria gran parte de los problemas afrontados por Scholz podrían explicarse en decisiones del gobierno de Angela Merkel, que abrió las puertas del país a cientos de miles de personas que sufrían los peores conflictos internos del mundo, en Siria y Afganistán.
Si gobernar hubiera sido difícil para cualquiera, nada de ello disculpa al que fue, a todas luces, un mal gobierno: el de Scholz, elegido tras la pandemia más como un continuador que como un opositor de Merkel. En el sistema alemán de las últimas décadas, de coaliciones cada vez más amplias, Scholz fue elegido por su actuación como segundo en los últimos años de Merkel, a pesar de venir de partidos tradicionalmente opuestos, y su gestión se caracterizó por la inercia frente a un mundo rápidamente cambiante, agravado por una coalición incómoda, que acentuó muchos de los peores impulsos de los partidos que la integraron. Mientras socialdemócratas y verdes insistieron en políticas como la desnuclearización –a pesar de ser una energía limpia y, una vez instalada, barata– y en el aumento de las regulaciones “verdes” en tiempos en que las industrias alemanas enfrentan enormes dificultades, los liberales, como custodios del Ministerio de Hacienda, impusieron una receta de austeridad presupuestaria a un país aquejado por la baja inversión pública y necesitado de impulso a la demanda interna. Una política derrotista que fue, con justicia, castigada en las urnas.
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El resultado histórico obtenido por la ultraderecha -que se ubicó en segundo lugar con casi el 21% de los votos- es inescindible del desempeño de la coalición de gobierno. Alternativa por Alemania (AfD, por su acrónimo en alemán) duplicó su caudal respecto de la anterior elección y ganó en todos los estados del este, ex soviéticos. Se trata de un partido extremista y xenófobo, incluso para los laxos estándares de la ultraderecha europea. Varios de sus miembros y algunas de sus organizaciones internas han sido señalados como elementos extremistas por la Oficina Alemana de Protección de la Constitución, encargada de la defensa del orden democrático, debido a su vinculación con ideas, eslóganes y hasta grupos neonazis.
Con una participación electoral histórica, encima del 80%, y la inmigración en el centro del debate electoral tras una serie de atentados, nadie puede alegar ignorancia sobre las ideas de este partido que, sin embargo, fue elegido por más de uno de cada cinco ciudadanos alemanes. Pero tampoco cabe pensar que la mayoría de estos votantes compartían las ideas más peligrosas de AfD, ni que Alemania hoy está habitada por más de 10 millones de extremistas. Los primeros recortes electorales de las encuestas y los resultados por distritos dan cuenta de la composición del voto a la ultraderecha, que arrasó entre la clase trabajadora, los votantes que describen su situación financiera como “mala”, los de menor nivel educativo y en los estados ex comunistas del este, los más postergados en términos económicos. Estos votos dan cuenta de motivaciones materiales y una fuerte voluntad de protesta contra el statu quo que no tiene aún un carácter consolidado. La resurrección de La Izquierda –partido que hace menos de un mes las encuestas daban por desaparecido del Parlamento y que, de la mano de los jóvenes, casi duplicó su caudal de votantes–, junto con los resultados decepcionantes de la escisión de Sahra Wagenknecht y su experimento de izquierda socialmente conservadora, tras algunos buenos desempeños a nivel local, dan cuenta de la volatilidad del voto alemán. Por otra parte, el resultado histórico de AfD no logró romper el tabú de la cooperación parlamentaria con otros espacios, por lo que se mantuvo su aislamiento. Friedrich Merz, ganador de la elección como líder de la centroderecha tradicional, prometió no cooperar con la AfD bajo ninguna circunstancia para la formación de gobierno.
Merz tendrá la responsabilidad de formar gobierno y devolver al mando del Estado a la CDU/CSU, la centroderecha tradicional, a cargo del gobierno alemán durante la mayor parte del período de posguerra, y principal responsable de la construcción de la Alemania moderna, con líderes como Konrad Adenauer, Helmut Kohl y la mencionada Merkel. Su posición como gran vencedor se asienta en un resultado que hace veinte años hubiera sido percibido como catastrófico, por debajo del 30% de los votos, pero que luce contundente en una Alemania que ha pasado de dos grandes partidos a siete espacios con capacidad de ser parlamentariamente relevantes. Con la distribución de bancas posterior a la elección, lo más probable es que deba reeditar la llamada “gran coalición” con los socialdemócratas, el otro espacio histórico, que se ubicó en tercer lugar. Una coalición de gobierno con esa composición, a su vez, podría actuar como un factor moderador respecto de su discurso de campaña, en el que ubicó a su partido bastante más a la derecha de donde lo había dejado Merkel, cuyo liderazgo se caracterizó por una impronta centrista mucho más marcada que la de sus predecesores democristianos.
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SumateLos desafíos del nuevo gobierno alemán serán enormes, como fueron los del anterior. Merz enfrenta el riesgo de que el declino de la potencia europea continúe bajo su guardia, como en una triste repetición de la impotencia de Scholz, acaso con un endurecimiento relevante en materia migratoria, y algo del discurso trumpista “suave”, que marcó gran parte de su campaña. Sería potencialmente catastrófico. Un golpe de gracia para el sistema político alemán en la coyuntura más compleja desde la posguerra. Un riesgo agudizado por la lógica coalicional del parlamentarismo.
Hay, sin embargo, algunos elementos alentadores que aparecen de manera preliminar. Las reacciones negativas contra su intento de aprobar una reforma migratoria con votos ultraderechistas; la intervención de Elon Musk y el vicepresidente estadounidense, JD Vance, en la campaña en favor de la AfD; y las amenazas de Trump contra el paraguas de defensa de la OTAN (un pilar de la estrategia de inserción internacional alemana) pueden operar como catalizador de una mirada reformista más profunda, que enfrente problemas estructurales, políticos y económicos.En su primer discurso postelectoral, Merz prometió reformular la estrategia de defensa con la prioridad puesta en lograr la autonomía estratégica respecto de los Estados Unidos: aumentar el gasto militar y ser más enfático en la protección de Ucrania, mientras trabajaba en una reformulación del paraguas nuclear frente a Rusia que involucre a Francia y el Reino Unido. Una posición que lo acerca más a la mirada francesa que a la tradicional alemana, enfocada en la preservación de la relación militar con Washington.
A nivel económico las señales son más ambiguas. El levantamiento de algunas barreras regulatorias que Merz prometió en campaña podría ser una novedad auspiciosa frente a los excesos tanto a nivel nacional (donde la prioridad puesta en la transición energética no siempre fue virtuosa en su ejecución), sino en el seno de la Unión Europea, donde el énfasis en la mitigación de riesgos muchas veces supone barreras innecesarias al potencial de crecimiento e inversión, en el contexto de una economía abierta y obligada a competir con los capitales chinos y estadounidenses. Es apenas una parte, pequeña, de las reformas que necesita Alemania. El énfasis histórico de la centroderecha en el equilibrio fiscal es dinamita para un contexto en el que el país conserva capacidad de endeudamiento y enfrenta constreñimientos no por el lado del gasto sino de la inversión estatal y la demanda interna. Cualquier atisbo de recuperar la autonomía estratégica requiere aumentar el gasto público.
Mientras Alemania enfrenta sus desafíos estructurales, los votantes exigirán resultados en materia económica, especialmente, y de seguridad, tras la ola de atentados previa a las elecciones. Una versión de la coalición de gobierno con los socialdemócratas podría implicar una mayor desregulación y mayor gasto público; otra, justo lo contrario. Del mismo modo, una versión de la coalición acuerda reformas para agilizar el accionar estatal de control de las fronteras y de la ínfima minoría de personas que pueden cometer ataques, mientras otra opta por debatir entre las estrategias fracasadas de sostener el statu quo o adoptar -como en otros países de Europa- las políticas de la ultraderecha. El sistema de partidos alemán resistió, aunque algo dañado, los embates simultáneos de la ultraderecha, el nuevo gobierno estadounidense y los desafíos de la guerra en Ucrania. Que pueda seguir haciéndolo en el futuro — como lo hizo durante la reconstrucción del país, en el ‘milagro’ posterior a la derrota del nazismo, cuando sentó las bases de la unidad europea o cuando asumió la reunificación de su territorio — dependerá de la ejecución de una voluntad política audaz, que deberá reafirmarse ante las tentaciones conservadoras del pasado reciente.