A 50 años del golpe: la memoria del Chile popular

En un nuevo aniversario del trágico final del gobierno de Salvador Allende, la sociedad permanece dividida y cada vez más lejos de la política. Pero la historia, antes del horror de la dictadura, comienza con una revolución que también pelea por ser recordada.

¡Buen día!

Espero que te encuentres bien. Yo te escribo, otra vez, desde Santiago de Chile, el día en el que se cumplen cincuenta años del golpe de Estado a Salvador Allende.

Es la primera vez que estoy en Chile en esta fecha, cuyo significado todavía está en disputa. Basta con echar un breve vistazo a lo que va a pasar hoy, en un rato, cuando el gobierno encabece un acto que no contará con la oposición. “Allende no merece homenaje”, justificó Chile Vamos, la coalición de centroderecha. No es difícil de entender: los dos principales partidos del espacio –la UDI y Renovación Nacional– defendieron el golpe y el legado económico de la dictadura hasta hace unos años, cuando la democracia ya había llegado. La UDI fue fundada por cuadros pinochetistas y se transformó en el heredero natural del espacio, hasta que, en 2016, José Antonio Kast renunció al partido para formar uno propio, que asume con mayor franqueza la defensa de esas banderas. Es el dirigente del momento.

Ayer, como todos los años, hubo una marcha de movimientos sociales y los principales partidos de izquierda. Comenzó con un puñado de miles de personas que se reunieron cerca de La Moneda. La mayoría tenía carteles, banderas o insignias, es decir, vínculo con alguna forma de militancia. El resto, la verdadera mayoría, se quedó en su casa. Terminó en el cementerio general, donde está enterrado Allende, de la misma forma en la que terminan todas las marchas en Chile: con represión. Esto quiere decir que camiones de Carabineros entraron al cementerio, usaron los pasillos llenos de tumbas y flores como si fueran calles, y soltaron gases por todo el parque. La escena se repitió en distintos sectores, que en cuestión de minutos lo convirtió en un laberinto siniestro.

La imagen no se me borra de la cabeza. Mis amigos chilenos apenas se inmutaron. “Este año arrancaron más temprano”, se sorprendió uno. Es parte del protocolo de protesta, que comienza con los encapuchados de negro que solo se concentran en su batalla con Carabineros, una coreografía que incluye piedras, palos, fuego y un estado constante de agitación. Esa gente no marcha, marchar para ellos es un contrasentido: son agentes del caos que le dan a la rabia, que es profunda y está siempre en el aire, un componente performático. Nadie sabe ya si son anarquistas, ultrones de izquierda, infiltrados de la derecha o delincuentes. Lo cierto es que encuentran de inmediato la respuesta de Carabineros, los pacos, que ahora ni avisan por sirena: se lanzan desde los camiones para perseguir y desplazar a sus rivales, mientras difunden gases tóxicos que les llegan a todos. Los manifestantes, que vienen preparados con máscaras improvisadas de pañuelos, limón y bicarbonato de sodio, apuran el paso mientras putean o se lamentan o no dicen nada. La imagen es de tensión, para no decir tristeza.

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Foto: Juan Elman.

El sábado recorrí el centro y pensé en todo lo que había cambiado desde aquel verano en el que me enamoré para siempre de este país. Las paredes que antes estaban cubiertas con tatuajes del estallido social volvieron a tener nombres propios, o fueron repintadas. La gente camina más apurada, la inseguridad ha devorado la zona, que perdió gravitación social. El dinero también circula menos, los precios están más altos, se esfumó la sensación de un mercado a cielo abierto. Septiembre es un mes frío, marcado por el aniversario del golpe pero también por la fiesta nacional del 18, una celebración de varios días donde la gente come y toma hasta quedar inconsciente, como si quisiera escaparse. Los balcones se llenan de banderas de Chile y alusiones a la fiesta patria, una imagen que puede resultar agobiante.

Sucede que ni el más cínico de todos los cínicos puede negar, aunque lo oculte, que durante un tiempo acá circulaba la ilusión de que las cosas estaban cambiando. Que la energía de la movilización iba a ser suficiente para parir algo nuevo y mejor, aunque nadie supiera bien qué. Luego llegó el 4 de septiembre, cuando la propuesta constitucional fue rechazada de manera abrumadora, y todas esas ilusiones, pero sobre todo los lentes para mirar e interpretar la realidad, se hicieron pedazos.

“Estamos homenajeando a todos los héroes que defendieron el proceso de la Unidad Popular. Muchos de nuestros compañeros fallecieron por tratar de conquistar la democracia”, me dice Antonio, de 69 años. Acabamos de dejar atrás La Moneda y estamos en la columna del Partido Comunista, en el que milita hace décadas. Hablamos sobre el nuevo proceso constitucional (no le despierta el más mínimo interés), sobre la oposición (“la derecha no tiene un sentido demócratico”) y el plebiscito fallido (“fue una derrota que debe servir como lección para lo que viene”). Antes de despedirnos le pregunto a qué se dedica. No está jubilado. “Soy ingeniero de minas”. ¿Cómo se le ocurrió estudiar eso? Antonio sonríe. “Cuando Allende nacionalizó el cobre hubo muchos que nos metimos a estudiar eso…queríamos participar, había que reemplazar a los gringos”.

La semana pasada, mientras preparaba este viaje, me dí cuenta que sabía muy poco sobre los tiempos de la Unidad Popular. En la investigación que hice para escribir el libro había leído algunas cosas, pero estas eran por lo general posterior al golpe. Esto se ha vuelto un filtro común, y es parte de la historia y del triunfo cultural de la dictadura: el periodo 1970–1973, la vía chilena al socialismo, quedó pegada a su contrarrevolución. A Allende se lo mira en el espejo de Pinochet. El relato está intervenido, manchado.

Me incliné por un libro que no había leído, y que me pareció pertinente: Vida y muerte del Chile popular, el diario que el sociólogo francés Alain Touraine escribió durante el 73, y que se publicó en español hace unos años. El diario es una maravilla, un tesoro perdido. Touraine ya conocía el país por su esposa chilena y había realizado investigaciones a mediados de los años cincuenta. Había vivido de primera mano los inicios del gobierno de Allende, y para 1973 ya estaba familiarizado. El texto es una mezcla de crónica y ensayo sociológico sobre los hechos previos al golpe, así como un análisis en tiempo real sobre el experimento chileno y su importancia global.

El relato comienza en julio del 73, con la crisis como gran telón de fondo. El gobierno de Allende apenas se recuperaba de una huelga de mineros de principios de año. Algunos militares se habían incorporado al gabinete para reforzar la estabilidad institucional, no tanto por adhesión ideológica como por el temor a una guerra civil.

“Casi todo ha cambiado en este país, pero lo más visible es el aumento de conciencia y de la acción de clase”, escribe Touraine, repasando sus visitas previas. En las elecciones de marzo de ese año, la oposición, encabezada por la Democracia Cristiana, había fracasado en su intento de conseguir dos tercios del parlamento para desbancar a Allende. La batalla había desbordado el terreno institucional. Los gremios, especialmente del sector del transporte y comercio, conspiraban contra el gobierno. Las clases medias y altas encontraban eco golpista en varios pasillos militares (y en el gobierno de Estados Unidos, pero esto Touraine no llegó a verlo con claridad). Los fascistas paramilitares de Patria y Libertad encadenaban atentados contra la izquierda.

Touraine está preocupado por la cuestión económica, los déficits en materia de producción y el aumento de la inflación.

Las colas son largas. Para el pan, sobre todo, pero también para el azúcar, el aceite y el café. La carne de vacuno ha desaparecido. No falta todo, pero muchos productos de primera necesidad son escasos o no se encuentran. Las JAP, o sus equivalentes, distribuyen alimentos de manera irregular y parcial. Su esfuerzo principal se centra en los grupos más desfavorecidos y más organizados, en particular los campamentos. Los precios fijados por el Gobierno son generalmente muy bajos, pero libres están por las nubes, en especial los de la ropa (…) Toda la maquinaria parece amenazada de romperse.

Para el sociólogo francés, la izquierda soslaya este problema mientras prioriza la discusión sobre la dirección del proyecto. Es que hay una paradoja: tres años después de su llegada al gobierno, la Unidad Popular había cumplido con buena parte de su programa electoral. Había nacionalizado el cobre, profundizado la reforma agraria y las principales empresas –textiles, metalúrgicas, mineras– estaban bajo control estatal, con fuerte presencia obrera.

Pero la resistencia se había vuelto feroz, y las divisiones sobre qué hacer colmaban a toda la coalición. Simplificando, había dos posturas: consolidar la vía institucional al socialismo, negociando con la Democracia Cristiana y un sector de los militares, o radicalizar el componente socialista, por fuera de las instituciones, mediante la movilización popular y sin abandonar la lucha armada. En la primera postura confluyen, sobre todo, el Partido Comunista (PC) y un sector del Partido Socialista (PS), en el que se encontraba Allende. Otro sector del PS, sumado al MAPU y a otros grupos de izquierda revolucionaria externos a la coalición, como el MIR, apoyaban la segunda tesis. Esta tensión, que es constitutiva de la UP, parece destinada a no resolverse.

No estamos asistiendo al triunfo progresivo de un movimiento de base, sino más bien a la disociación creciente del movimiento de base y de la acción política propiamente dicha, por lo tanto, a un debilitamiento relativo de los grandes partidos populares cuya función principal es servir de vínculo entre el Gobierno y las masas.

Ayer, mientras recorría la marcha, pensaba en el desarrollo de estas divisiones en el campo de la izquierda. Primero ví, al comienzo de la movilización, cómo un grupo de estética anarquista increpaba a militantes de Convergencia Social –el partido de Boric–, llamándolos traidores e invitándolos a retirarse. Pero me sorprendió ver esta actitud más adelante, cuando un grupo antifascista se cruzó con la columna del Partido Comunista –por lejos la más grande– y los llenó de insultos. Al grito de “pacos rojos”, llovían acusaciones de traición y otras formas de desprecio. Todo quedó sintetizado en otra consigna coreada: “¡El pueblo, unido, avanza sin partido!”. La frase, creo, refleja buena parte de los problemas de la izquierda todavía hoy, así como una discusión bien profunda sobre el vínculo entre partidos, movimientos e instituciones.

En el diario, Touraine, famoso en esas alturas por sus trabajos sobre movimientos sociales, presta atención a la fragmentación de la coalición, mientras advierte una distancia cada vez más grande entre Estado y sociedad. Entiende las frustraciones de la izquierda revolucionaria, “la impaciencia ante el legalismo del poder” y los miedos ante una posible reversión de las expropiaciones. Pero defiende el camino institucional. “La ‘vía chilena’ puede parecer buena o catastrófica, pero cualquier otra vía ‘popular’ parece casi imposible”, escribe a fines de agosto, a semanas del golpe.

Su ensayo es un intento por darle consistencia a algunas ideas previas sobre la política en América Latina, donde a la tradicional lucha de clases se agrega el factor de la dependencia respecto a países desarrollados y, por consiguiente, la presencia de la burguesía extranjera. Es un escenario particular, donde conviven obreros organizados bajo distintas banderas (los mineros, por caso, no piensan igual a los camioneros, para citar dos extremos) con campesinos y masas asoladas por la precariedad, englobadas bajo la etiqueta difusa de “pueblo”. Touraine distingue con claridad cómo cada sector de la Unidad Popular representa a distintos segmentos de ese pueblo, identificados también con una visión particular sobre los fines de la política.

El fantasma del golpe va creciendo durante el relato, mientras Touraine comparte sus apuntes sobre las negociaciones de Allende con gremios y el resto del sistema político. El presidente está atrapado. El fin de la Unidad Popular se huele, y el autor transmite la preocupación y la amenaza de lo que puede llegar a venir (por supuesto, se queda corto ante la brutalidad de la dictadura). Pero el diario también es un registro sobre todos los cambios positivos durante esos años, especialmente la mejora en la calidad de vida de los sectores más desfavorecidos y la importancia inédita que tenían. ¿Es una revolución? Sí, dice Touraine, en tanto transformó las relaciones de clase y al conjunto de la sociedad. Su ensayo insiste en no perder de vista esas transformaciones.

El 27 de agosto, cuando el desenlace parece inminente, Touraine se detiene en una conversación entre dos hombres acomodados.“Hablan de sus viajes a los Estados Unidos como otros hablan de su peregrinación a La Meca o a Tierra Santa. Hablan de Allende diciendo siempre: el hijo de puta”.

Luego escribe:

Esta conversación escuchada anteriormente, o una manifestación masiva de la Unidad Popular, nos recuerda que la vida política cotidiana es una mezcla de ricos y burgueses que chocan con la masa, más numerosa pero más ensombrecida por la miseria, de la clase obrera y de los pobres, es decir, del pueblo. Tal es la grandeza del Chile de hoy, tan miserable en su existencia y a veces tan irrisorio en su vida política. Rara vez el pueblo ha sido tan claramente el protagonista de su historia como lo es hoy en día.

Como dije, Touraine ya anticipa el derrumbe. No es condescendiente, y mucho menos un cínico. Pero quiere dejar este arrebato por escrito de manera similar a como Allende se despide de su pueblo antes de suicidarse en el palacio de gobierno: hablándole a la historia.

Observe a este pueblo y esta nación imponerse con libertad. Sea lo que se diga del Chile popular, sólo pido que se diga con respeto y solidaridad, porque hay que estar muy ciego para no entender que los problemas del mundo entero también se están jugando aquí, en este fin del mundo, entre la cordillera y el Pacífico. El éxito del Chile popular sería una tremenda victoria para la libertad, la reinvención de la democracia en el socialismo. Cuando los acontecimientos nos dan un respiro, dos o tres días a lo sumo, no debemos tratar de evadir, sino guardar silencio y hacer silencio a nuestro alrededor, para escuchar la historia que se teje, como en el campamento de Antoine donde Shakespeare nos lleva la noche antes de la batalla.

Eso pasó acá, y esto fue todo por hoy.

Nos leemos pronto.

Un abrazo,

Juan

Cree mucho en el periodismo y su belleza. Escribe sobre política internacional y otras cosas que le interesan, que suelen ser muchas. Es politólogo (UBA) y trabajó en tele y radio. Ahora cuenta América Latina desde Ciudad de México.