Trump II: de Monroe a Troilo

El regreso de Estados Unidos a América Latina está marcado por el conflicto con China, el debilitamiento de su soft power y un intento de reafirmar su esfera de influencia.

El 18 de noviembre de 2013, el secretario de Estado estadounidense, John Kerry, pronunció una alocución trascendental en la Organización de Estados Americanos. Allí anunció — y recibió sostenidos aplausos — que “la era de la Doctrina Monroe ha terminado”. El núcleo de lo expresado por el presidente James Monroe en su discurso de 1823 fue advertir que cualquier intento de las por entonces potencias europeas por propagar “su sistema a cualquier parte del hemisferio” sería considerado hostil, pues implicaba un hecho “peligroso para nuestra (de Estados Unidos) paz y seguridad”. El leitmotiv fundamental de esa declaración consistió en reivindicar el lema “América para los Estadounidenses”.

Ciento noventa años más tarde, el secretario Kerry, durante la administración del presidente Barack Obama, dio por concluido ese largo ciclo de expansión e intervencionismo de Estados Unidos en América Latina. También, tácitamente, esa decisión de Washington evidenciaba el fin de la presunción de una hegemonía plena. Para muchos diplomáticos, políticos, académicos, periodistas, especialistas y observadores de la época, a lo largo y ancho del continente, eso significaba un definitivo “bye, bye Monroe”.

Diez días después de ese importante pronunciamiento, el 28 de noviembre, El País (España) publicó una nota de opinión en la cual destaqué que la algarabía inicial en la región necesitaba ser moderada y matizada. Estados Unidos no “abandonaba” América Latina ni abjuraba de su proverbial ambición de asegurar su esfera de influencia, una zona segura en la que no pudiera avanzar ningún poder extra-continental. En efecto, sugerí evitar el adiós a Monroe y darle la bienvenida a “hello Troilo”: sustituir la Doctrina Monroe por la Doctrina Troilo. En el tango de Aníbal Troilo, Nocturno a mi barrio, podría estar la clave para interpretar a Estados Unidos y su relación con Latinoamérica. El tango dice: “Alguien dijo una vez que yo me fui de mi barrio. ¿Cuándo? ¿Pero cuándo? Si siempre estoy llegando”. Washington nunca se fue ni se va de la región, siempre regresa para reafirmar su presencia y ascendiente en América Latina.

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En ese sentido, es crucial entender y evaluar por qué, de qué modo y para qué “retorna” Estados Unidos a la región bajo Trump. Su primer mandato puso de manifiesto una mezcla de desdén y maltrato. Respecto a lo primero, desde el 2 de noviembre de 1948 hasta el 2 de noviembre de 2020 hubo doce presidentes electos en ese país: Trump fue el único que no visitó, en un marco bilateral, nación alguna de América Latina. Además, no asistió a la Octava Cumbre de las Américas de 2018 que se llevó a cabo en Perú. Solo estuvo presente en la Decimotercera Cumbre del G-20 de 2018 en la Argentina. Respecto a lo segundo, sabemos a través del libro de memorias (Sacred Oath) de su último secretario de Defensa, Mark Esper, que Trump buscó denodadamente atacar con misiles los laboratorios de fentanilo en México, establecer un bloqueo sobre Cuba y derrocar a Nicolás Maduro en Venezuela. Y adicionalmente en 2018 le impuso aranceles al acero y al aluminio proveniente, entre otros, de la Argentina, Brasil y México. No debe sorprender que el mandatario estadounidense se sintiese frustrado y volviera pendenciero.

En consecuencia, Trump II “vuelve” a la región con un propósito básico: intenta recuperar y afianzar la condición distintiva de América Latina como esfera de influencia excluyente. En términos de política internacional, una esfera de influencia remite a un área o ámbito territorial en el que un país — una gran potencia — ejerce de modo exclusivo o preponderante un control político, económico, cultural y militar. Hubo un largo período en el que Estados Unidos ejerció esa exclusividad en Latinoamérica. La Unión Soviética intentó proyectar y afirmar su influjo en la región, pero no tuvo éxito. Ello se debió, especialmente, a que ofrecía bastante ideología, pero escaso efectivo. Washington brindó muchos recursos (inversión, comercio, asistencia, créditos, entrenamiento militar y material bélico) y podía exigir fuertes compromisos; los cuales obtuvo.

Ahora bien, ese propósito de Trump II enfrenta un cuadro muy distinto a la Guerra Fría y a la inmediata Posguerra Fría. En esa dirección, es clave tener en cuenta el argumento de Peter Smith (Talons of the Eagle: Dynamics of U.S.-Latin American Relations) sobre la dinámica del vínculo entre Estados Unidos y Latinoamérica. Para él, “los determinantes fundamentales de las relaciones Estados Unidos/América Latina han sido el papel y la actividad de los actores extracontinentales, no Estados Unidos ni América Latina en sí mismas.” Es entonces y en gran medida, la República Popular de China el “obstáculo” para la recuperación de una exclusiva esfera de influencia. Una China que, a diferencia de la URSS, arribó a la región con pragmatismo y cash.

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¿En qué consiste, por lo tanto, un cuadro diferente de condiciones que limitan el intento de Washington? Analicemos los cuatro tipos de controles. Comencemos por lo militar. Según la evidencia disponible, y más allá de que el Comando Sur repite incansablemente que China es un “actor maligno” que afecta la seguridad de Estados Unidos y que posee un inquietante proyecto de penetración en América Latina, lo cierto es que la preponderancia militar estadounidense en el área es incontrastable. Si se consulta la base de datos del Stockholm International Peace Research Institute para el período 2000–2022 se podrá observar que Estados Unidos es el origen del 94,9% de la provisión de armas a la Argentina, el 93,4% de las compradas por Colombia, el 90,7% de las adquiridas por México y el 82,7% de las vendidas a Brasil. En el caso argentino, habría que incluir ahora la adquisición de 24 aviones F-16 (por US$ 941 millones) de fabricación estadounidense y la aprobación de venta de hasta 5 aviones Basler BT-67 por US$ 143 millones.

En cuanto a lo económico, el peso conjunto del intercambio comercial y del stock de las inversiones estadounidenses se concentra en México, a lo que se debe agregar la dependencia productiva, financiera y asistencial de Centroamérica y el Caribe respecto a Estados Unidos. El auge, en lo que va del siglo XXI, del comercio y del flujo de inversiones chinas se consolida en los países de América del Sur, habiéndose convertido en el principal socio comercial de la mayoría de las naciones de la sub-región, al tiempo que ya es el segundo socio comercial de México. Si consideramos toda América Latina y el Caribe (33 países), China es ya el segundo mayor socio comercial, desplazando a la Unión Europea que lo supo ser. Corresponde añadir que la creciente presencia material de Beijing en el área le generó dividendos político-diplomáticos: en 2004 estableció relaciones con Dominica, en 2007 con Costa Rica, en 2017 con Panamá, en 2018 con República Dominicana y El Salvador, y en 2023 con Honduras. China sucesivamente, y respecto a América Latina y el Caribe, desplegó tres fases de acercamiento: exploración estratégica (1993–2002), desarrollo estratégico (2003–2013) y perfeccionamiento estratégico (2014-presente), mientras los europeos se centraban en la ampliación de la Unión Europea y Estados Unidos se concentraba en la “guerra contra el terrorismo”. La mayor proyección de poder económico chino en la región no es producto de una maldad, sino de la estrategia internacional de una potencia en auge y de la elocuente desatención de Washington y Bruselas respecto a Latinoamérica.

En relación a lo político, y en especial desde la primera elección de Trump en 2016 hasta la fecha, la percepción sobre Estados Unidos y su imagen de faro de la democracia en la región se ha ido erosionando paulatinamente. Ya en el primer mandato de Trump, la opinión en siete países (Argentina, Brasil, Colombia, Chile, México, Perú y Venezuela) había caído significativamente. Para 2023, en otra encuesta del Pew Research Center, 76% de los brasileños, 74% de los mexicanos y 71% de los argentinos consideraban que Estados Unidos interfería en los asuntos internos de los países. A su vez, países de renta media opinan favorablemente de las inversiones estadounidenses, salvo la Argentina donde el 56% (frente al 33%) tiene una opinión desfavorable. Respecto a la democracia y ante la pregunta sobre si Estados Unidos era un ejemplo a seguir, otra encuesta de 2024 del Pew Research Center muestra que en la Argentina 26 % opina que nunca lo fue y 39% considera que en algún momento lo fue; mientras que los datos respectivos han sido: para Brasil 22% y 33%, para Colombia 21% y 40%, para Chile 26% y 41%, para México 36% y 37% y para Perú 23% y 48%. Cabe añadir que apenas el 5% de los australianos, el 9% de los alemanes y el 10% de los suecos apreciaban que Estados Unidos constituía un modelo de democracia a emular. En síntesis, el aura política de Estados Unidos y su democracia se ha ido debilitando. La noción, cada vez más extendida, de que el país va en la dirección de una segunda guerra civil incide sobre la creciente impresión internacional acerca de un Estados Unidos en declive.

En cuanto a lo cultural, la influencia y atracción de Estados Unidos ha sido y es altamente significativa y supera con creces, en Latinoamérica, al de actores extracontinentales como China. Sin embargo, en años recientes se destaca la notoriedad del soft power de Beijing respecto a América Latina. A esos efectos me interesa subrayar la gravitación de la paradiplomacia. Una perspectiva sobre ésta contempla los lazos, vinculaciones y prácticas trasnacionales tanto de actores sub-estatales (por ejemplo, regiones, provincias, municipios, ciudades) como no estatales (por ejemplo, ONGs, partidos políticos, firmas, instituciones culturales, educativas y artísticas, entre otras). Estados Unidos, que tradicionalmente había reforzado su diplomacia oficial con una paradiplomacia activa, ha ido desplegando con los años una especie de “diplomacia de cúpula” de corte ideológico en relación a América Latina, que se manifiesta en el acceso y el lazo solícito con las élites metropolitanas, con los militares, con organizaciones empresariales y grupos afines. China, que por décadas desarrolló sus relaciones en clave Estado a Estado y con una ambición revolucionaria, ha ido desplegando una especie de “diplomacia de base” — lo que los chinos denominan “people to people” — de corte práctico. Así, China viene explorando más contactos y acuerdos con gobiernos locales, partidos políticos, élites regionales y proyectos culturales. En la medida en que Estados Unidos reduzca su presupuesto de ayuda externa, restrinja el ingreso de migrantes, descarte la persuasión de su repertorio diplomático y limite las posibilidades de estudio en el país, perderá gradualmente su atractivo y su “poder blando”; algo que China seguramente aprovechará para ampliar progresivamente su proyección cultural en áreas como América Latina.

En síntesis, Washington ya no detenta un control completo de la región, por lo que la intención de recuperar de modo exclusivo, vía su reconocida preponderancia militar, una esfera de influencia en Latinoamérica parece extraordinariamente exigente y escasamente realizable. Frente a eso, la administración de Donald Trump podría intentar una estrategia equilibrada de incentivos, demandas y recompensas para eventualmente restaurar algo de su pretensión hegemónica del pasado y competir con recursos materiales concretos y numerosos para limitar la influencia y el impacto de China, o podría recurrir a una política de chantajes, amenazas, sanciones y retaliaciones para hipotéticamente imponer su dominio sobre una transformada esfera de influencia.

En su primer mes de su nuevo mandato, el gobierno de Trump insinúa que seguirá el segundo curso de acción: el bullying. Si esa es la opción escogida, entonces América Latina y el Caribe se convertirá en un espacio a disciplinar y se buscará un efecto de demostración. En particular, e inicialmente, en torno a la Cuenca del Caribe, para luego ir avanzando sobre el resto de la región y en torno a una variedad de temas ligados a la economía y la seguridad. Adicionalmente, eso reforzará una lógica bilateral que dificultará la posibilidad de acciones coordinadas o conjuntas de algunos o varios países; lo cual se facilita por la elocuente fragmentación intra-latinoamericana. No faltarán tensiones pero, al menos al comienzo, no habrá distanciamientos o escaramuzas notables, al tiempo que habrá gobiernos que concederán aún sin presión o ultimátum de Washington. Todo ello, a su turno, pretendería mostrar al mundo que Estados Unidos está dispuesto a forzar a quien sea — empezando por un área donde la disparidad de poder ha sido y es notoria — para alcanzar su principal objetivo: contener, cercar y revertir el poderío ascendente de China.

En el fondo, estaríamos hablando de un Estados Unidos frágil y vulnerable que opta por la dominación y abandona cualquier pretensión de liderazgo. El éxito o fracaso de Trump II en relación a América Latina dependerá, en parte, de la evolución de la política doméstica estadounidense. Mientras tanto, China, que sabe que vienen tiempos difíciles, estará presta para avanzar en su proyección regional ante cada fiasco de Washington; un Washington que reivindica, en la voz de sus funcionarios, “regresar” a “su barrio”, América Latina, con distintos dispositivos coercitivos. Sin embargo, en el fondo Estados Unidos no parece tener las fortalezas y apoyos para moldear el mundo de acuerdo a sus preferencias y prioridades.

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