Tres balas por la paz: el asesinato de Itō Hirobumi
El militante nacionalista coreano An Jung Geun asesina de tres disparos al residente general designado por Japón en Corea.
El 26 de octubre de 1909, el militante nacionalista coreano An Jung Geun asesinó de tres disparos a Itō Hirobumi, el residente general de Corea impuesto por Japón.
Fue en la estación de tren de Harbin, territorio chino que en ese momento se encontraba bajo control del Imperio ruso. Itō, reconocido como el padre de la modernización japonesa, ejercía como el primer residente general japonés en Corea, luego de la expansión imperial de Japón hacia el país vecino. Se encontraba en Harbin para definir el reparto de poder en la región de Manchuria, junto a sus pares rusos. La guerra entre Rusia y Japón, con victoria japonesa, había mejorado la posición de este último país sobre Asia y, especialmente, sobre Corea.
Desde la victoria japonesa, Corea había visto mermar su soberanía en sendos tratados que lo convirtieron en un protectorado japonés. Fue perdiendo sus derechos diplomáticos, primero, hasta que finalmente, en 1907, Ito forzó la abdicación del emperador Gojong y la disolución de su ejército. Nació, en respuesta, el Ejército Justo, un movimiento de resistencia armada coreana.
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Militaba en sus filas An Jung-geun, un ferviente nacionalista convencido de que Corea debía ser un Estado independiente, con un emperador como tenían China y Japón. Pero An creía algo más. Que nada de lo que soñara para su país iba a conseguirse con una ciudadanía pasiva. Había que actuar y había que hacerlo rápido.
Por eso cuando llegó a la estación de tren de Harbin creía que no cometía un asesinato. Ejecutaba un acto político de cuyas consecuencias era plenamente consciente. No actuaba como individuo sino como teniente general del Ejército coreano, en el marco de la guerra por la independencia de su país. Así que terminó de disparar sus tres balas y se entregó a la policía militar rusa. Pese a que el suceso ocurrió en lo que entonces era territorio chino, administrado por Rusia, fue extraditado de inmediato a Japón para su enjuiciamiento. Su destino, todos lo sabían, era la muerte. Antes de ser atrapado, gritó: “¡Corea! ¡Hurra!”.

Con sus tres disparos, An quería detener la expansión imperialista de Japón hacia el resto de Asia. Es una paradoja –quizás la más íntima que alberga el ser humano– pero había disparado tres balas sobre Itō por razones pacifistas. “Quizás no consiguió –dice el texto An Chunggŭn, su vida en sus propias palabras– convencer a Japón de cambiar su política hacia Corea pero sí consiguió asesinar con éxito a Itō en una época en la que los coreanos encontraban muy difícil ofrecer un resistencia efectiva frente a Japón”.
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SumateHasta ahí, la historia que lo llevó a prisión. Ahora, la que nos interesa aún más: su vida, y su escritura, en prisión. An había dejado pocos rastros escritos hasta el día del asesinato. Apenas un artículo periodístico y un poema. Este último era revelador.
Cuando un gran hombre está en el mundo, sus intenciones son elevadas;
Encuestando al mundo, ¿cuándo deberá llevar a cabo su obra?
Los tiempos hacen al héroe y el héroe hace los tiempos.
El viento del este sopla frío, pero la rectitud del gran hombre arde con fervor.
Lleno de ira y amargura, logrará su objetivo con resolución.
Ladrón rata, Itō, ¿cómo puedes escapar de la muerte?
¿Cómo pudieron las cosas llegar a esto? Y sin embargo, ¡la situación está empeorando!
¡Compatriotas, gente mía, apresúrense a lograr esta gran hazaña!
¡Viva la Independencia Coreana! ¡Vivan mis compañeros coreanos!
Pero ahora An estaba detenido en Japón con la paradoja de la prisión. Tenía poco tiempo de vida –la sentencia estaba escrita antes que comenzara el juicio– pero disponía completamente de él. An iba a morir ejecutado. Ya no estaba entonces urgido por las necesidades cotidianas de organizar la resistencia y se dedicó a dejar un registro de su pensamiento. El libro que mencionamos antes, An Chunggŭn, su vida en sus propias palabras, es la primera traducción completa al inglés de sus escritos.
Esperando su muerte, entre octubre de 1909 y marzo de 1910, An escribió de todo. Su autobiografía, un repaso por el juicio, un libro que no llegó a terminar (“Sobre la Paz en el Este”, incluido en el mismo volumen) y algunas cartas. Pero, fundamentalmente, An era un hábil calígrafo que produjo –se calcula– alrededor de 260 obras de caligrafía en su paso por la prisión japonesa, entre febrero y marzo de 1910. Pese a ser recibido de manera hostil en Japón, pronto An se ganó el respeto de sus guardias en la prisión militar de Lushun y a ellos estuvieron dedicadas la mayoría de esas obras. Para el condenado era algo más que pasar el tiempo y ganarse el favor de sus custodios. Consideraba a la caligrafía la última de sus “armas culturales”, de la que no habían podido despojar, para continuar su lucha contra el Japón imperial.
De las más de doscientas obras se han recuperado cerca de 56, hoy consideradas Tesoros Nacionales por la Administración del Patrimonio Cultural de Corea desde 1972. Muchas de las que fueron recuperadas están expuestas en el Museo Conmemorativo Ahn Jung-geun, en Namsan, Seúl.
“Si permaneces paciente –aunque seas puesto a prueba– cien veces la paz y la armonía reinarán en tu hogar”, reza una de las primeras que le entregó a uno de los guardias de la prisión. Es una frase que le pertenece al emperador Gaozong, de la dinastía china Tang. El emperador visitó la casa de Zhang Gongy y le preguntó a este cómo mantenía la vida familiar. Este le respondió escribiendo la palabra “Paciencia” cien veces en una hoja y se la entregó al emperador quien, a cambio, le concedió el lema.

Pero las obras caligráficas de An no eran simples mensajes sobre sabiduría oriental. Tenían un significado –y así lo había previsto su autor– profundamente político y cultural. “La situación en Oriente es sombría y profunda; jóvenes con propósito, ¿cómo pueden dormir en paz? Mi justa ira arde, pues la paz aún no reina en nuestro país; será una lástima si esta política malvada no es corregida”, escribió en uno de los rollos que entregó a un guardia japonés. “Si deseas proteger Oriente, la política de Japón debe reformarse primero. Si dejas pasar esta oportunidad, el arrepentimiento será inútil”, decía otro, acaso menos metafórico.
A medida que se acercaba la fecha de la ejecución, escribió obras con sus propios pensamientos acerca de la muerte que lo esperaba. “Cuando veas una oportunidad de beneficio, piensa en la justicia. Cuando veas el peligro, entrega tu vida”, citó en otra pieza a Confucio, quizás una de las piezas más emblemáticas de la obra de An.
“Aunque un hombre valiente enfrenta la muerte, su corazón es tan firme como el hierro. Aunque un hombre justo se halle ante el peligro, su espíritu se eleva como las nubes”, escribió luego.
El estoicismo ante la muerte le hizo conseguir el respeto de las autoridades japonesas. La actitud de ante quienes An mostró de manera recíproca esa actitud. No tenía un problema personal contra los japoneses –ni siquiera contra Itō– sino contra la política imperial del país. “Un corazón ansioso y una mente afligida por la seguridad del país”, redactó en una de las obras caligráficas que le regaló a Yasuoka Seizaburō, el fiscal público de Lüshun que había pedido su condena a muerte, como muestra de agradecimiento por el trato amable. La hija del fiscal conservó la pieza hasta que, en 1976, fue donada al Museo Conmemorativo An Jung Geun.
Chiba Toshichi era el gendarme más cercano a An, encargado de custodiarlo hasta su destino final, el patíbulo de la cárcel donde sería ahorcado. Chiba estaba impresionado por el carácter pacífico de An. Antes de conocerlo, sentía una intensa ira hacia quien había asesinado nada menos que al anciano estadista japonés. Sus prejuicios lo habían hecho esperar un prisionero conflictivo. Pero An era todo lo contrario. Criado en el catolicismo, pasaba parte de su tiempo rezando (su nombre de bautismo era Tomás) y el resto del tiempo escribiendo. Pronto establecieron un vínculo. Pasaban largas horas hablando. Pese a la confianza que habían establecido, Chiba no recibía una obra caligráfica del prisionero.
An les dedicaba tiempo y esfuerzo a cada una de ellas, elegía la frase adecuada de acuerdo a la personalidad de quien la recibiría. El resultado era maravilloso. Todas las obras están firmadas con la huella de su mano, una firma distintiva que daba cuenta de su compromiso inquebrantable con la independencia coreana. Es que, a principios de 1909, junto a otros once compañeros independentistas realizaron un juramento mutuo cuando formaron la Tongŭi tanjihoe, la Liga del Dedo Cortado Unido por la Rectitud. El nombre es lo suficientemente gráfico como para explicar el proceso, pero por si acaso: los doce hombres, como prueba de lealtad a la causa, se cortaron la punta del dedo anular de su mano izquierda, por encima de los nudillos. Con la sangre derramada, escribieron sobre una bandera coreana la palabra independencia.
La mañana del 26 de marzo, el prisionero An se despertó sabiendo que moriría ahorcado. La fecha de la ejecución era el 25 pero había conseguido postergar un día por el Viernes Santo. Fue su único pedido, junto a un traje tradicional blanco coreano para recibir la muerte. Aunque tenía la oportunidad, An no apeló siquiera la sentencia, siguiendo la voluntad de su madre, Cho Maria. Suplicar por su vida, le dijo, hubiera sido una cobardía. Su muerte era por la patria.
Chiba fue a buscar al prisionero a su celda, acaso ya resignado a que no recibiría una obra caligráfica. Habrá pensado, aún con angustia, que de todas maneras el destino del prisionero era mucho peor. Ese día la prisión militar habrá estado más sombría que de costumbre. El director de la institución, Kurihara Sakakichi, había sido particularmente impactado por el espíritu de An, al punto de presentarse ante el juez principal de la Corte Suprema para interceder por la vida del prisionero. Pero no lo consiguió. An se demoró unos minutos en salir, por última vez, de su celda. Estaba terminando su última obra caligráfica.

A los pocos meses de la ejecución de An, Chiba renunció a su carrera militar y abandonó la prisión. Comenzó a cuestionarse si la política imperial de Japón era la correcta. De regreso a su hogar, rezaba todos los días frente a su altar budista en el que había colocado la obra que An le había regalado antes de morir.
“La devoción a la patria es el deber del soldado”, decía.