Treinta días para que asuma Hitler
Es diciembre de 1932: falta un mes para que asuma como canciller de Alemania el líder del nazismo, y una serie de eventos y personajes desafortunados conspiran para no evitarlo.

El 30 de enero de 1933, Adolf Hitler fue nombrado canciller de Alemania.
Es difícil establecer dónde empieza un proceso así. Henry Hasby Turner, en el texto del que hablaremos hoy, se pregunta por el mes previo a esa decisión. Su libro, A treinta días del poder, tiene un prólogo que invita a leerlo como la fábula de la herradura del caballo. La fábula refiere a la frase “Mi reino por un caballo”, que sale del relato de Shakespeare en Enrique III. En una batalla de la Guerra de las Dos Rosas, Ricardo cae de su caballo, es rodeado por hombres de la casa enemiga y, antes de ser ejecutado, grita: “¡un caballo, mi reino por un caballo!”. Años después, George Herbert escribe este poema:
Por la falta de un clavo fue que la herradura se perdió,
por la falta de una herradura fue que el caballo se perdió,
por la falta de un caballo fue que el caballero se perdió,
por la falta de un caballero fue que la batalla se perdió,
y así como la batalla fue que un reino se perdió,
y todo porque fue un clavo el que faltó.Si te gusta Un día en la vida podés suscribirte y recibirlo en tu casilla cada semana.
Entonces se puede leer ese enero de 1933 así. Mirando cada episodio como la herradura del caballo que se rompió. Allá vamos.
El sistema institucional que estableció la República de Weimar había consolidado la democracia alemana. Pero la Gran Depresión hizo tambalear el edificio. Para 1930, el poder político pasó del Parlamento (el Reichstag) a la presidencia, en manos de Paul von Hindenburg. Una figura mítica elegida en 1925 y reelecta en 1932, cuando ya cumplía 85 años. En ese diseño institucional, el presidente disponía de poderes extraordinarios frente a una crisis: restringir derechos civiles, promulgar leyes por decreto y nombrar al gabinete. El canciller (jefe del Gabinete) necesitaba la aprobación del Reichstag. Sin embargo, el Reichstag podía destituirlo con una moción de censura si la mayoría lo apoyaba. A su vez, el presidente tenía el poder de disolver el Reichstag y estaba obligado a llamar a nuevas elecciones.
Hindenburg gobernó sin tensar el sistema. Nombró gabinetes con respaldo de coaliciones mayoritarias (llamados gabinetes parlamentarios). Pero ese apego a la regla no fue garantía de estabilidad. En los primeros once años de Weimar, se sucedieron diecisiete gabinetes y nueve cancilleres. En 1930, la dinámica cambió. Ningún partido conseguía mayoría para imponer un gabinete y el poder pasó al presidente, que desde entonces nombró gabinetes presidenciales con poderes extraordinarios. Pasaron varios cancilleres, pero nos importan los tres últimos: Heinrich Brüning, Franz von Papen y finalmente Kurt von Schleicher.
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SumateExiste en paralelo a esa sucesión un movimiento: el nazismo. La perspectiva novedosa que introduce Turner es que se trata de un fenómeno casi en decadencia. En 1928, el Partido Nacional Socialista obtiene el 2,6% a nivel nacional (y 12 sobre 490 bancas). Con un discurso de restauración del orden –y unas teorías raciales insólitas– para 1930 multiplicó sus votos por ocho y sus bancas de 12 a 107. En las presidenciales de abril de 1932, tres candidatos pasaron a segunda vuelta: el comunista Thalmann, Hitler y Hindenburg. Ganó este último con el 53% de los votos pero Hitler obtuvo un nada despreciable 36%. Una catástrofe para los partidos moderados: los comunistas desplazaron a los socialdemócratas y los nazis a los conservadores. A su vez, los nazis reemplazaron a la socialdemocracia como el partido más numeroso del Reichstag. En julio, las elecciones federales pusieron a los nazis como la primera fuerza nacional de Alemania, con el 37% de los votos y 230 bancas propias. Así, Hitler dio por cerradas las negociaciones con el entonces canciller Von Papen para integrar el gabinete. Como líder del partido más fuerte del Reichstag, Hitler reclamaba la cancillería. O nada.
A mediados de 1932, Hitler era el político más exitoso de Alemania. No lideraba un partido político normal –como se encargaba de repetir– sino “un movimiento que requería una entrega total e incondicional por parte de sus miembros”. Había reconstruido el partido después del fracaso de su intento de golpe en 1923. Dos claves, señala Turner, explican el éxito. La imagen: “Su hábil manipulación de la opinión pública (sólo se dejaba fotografiar en posturas que le favoreciesen y por un fotógrafo experto fiel a su causa) construyó una imagen de sí mismo capaz de transmitir profundidad y dedicación abnegada a millones de alemanes atribulados”. Por otro lado, y aún más importante, su habilidad para “enmascarar su brutal fanatismo tras una fachada de normalidad siempre que esta actitud podía servir a sus propósitos”. La normalización de Hitler en el panorama político alemán le había permitido convertirse en una figura de peso.
Hasta que llegó septiembre. Von Papen buscaba disolver el Reichstag sin convocar a elecciones, lo que lo apartaba de la Constitución. Pero le ganaron de mano. El presidente del Reichstag, Hermann Göring, ignoró la presentación del canciller y dio lugar antes a la moción de censura en su contra, que fue aprobada por una enorme mayoría (512 diputados a favor, contra 42). El resultado: nuevas elecciones para noviembre.
La historia daba otra vuelta. En noviembre de 1932, los nazis sufrieron una derrota electoral profunda, casi definitiva. Tres años seguidos de avances los habían dejado a las puertas del poder. Muchos ciudadanos, describe Turner, habían dado su voto con la esperanza de que los nazis tomaran el poder y resolvieran sus problemas. La frustración se tradujo en dos millones de votos y treinta cuatro bancas menos de julio a noviembre. Dos tercios de los alemanes no los habían elegido. La bancada comunista se convirtió en la tercera más poderosa, a costa de pérdidas socialdemócratas. Hindenburg volvió a convocar a Hitler. Era una trampa, dice Turner: quería encargarle un gabinete para darle el golpe definitivo ante la opinión pública. Hitler rechazó la oferta y reafirmó la creencia generalizada de que Hindenburg jamás le daría la cancillería.
Tampoco iba a poder sostener a Von Papen, que debió renunciar el 2 de diciembre dejando su lugar al hombre que lo había llevado hasta allí: Kurt von Schleicher. Asumió con la esperanza de que podía contar con los nazis en el Reichstag. Oficial del Ejército, el flamante canciller admiraba el patriotismo y militarismo nazi. Los consideraba útiles para frenar a la izquierda. “Si no existieran habría que inventarlos”, le escribió a un amigo en una carta. Si eran extremistas, algunos lugares en el Gabinete los moderarían, pensaba.
Tenía un plan. Ofrecerle a Gregor Strasser, jefe de la organización del partido nazi, la presidencia del Consejo de Prusia. Pero no contaba con Hitler. El 5 de diciembre, antes de que tuviera lugar la sesión de apertura del nuevo Reichstag, la cúpula nazi se reunió en Berlín. Un día antes habían perdido casi 40% de sus votos en Turingia, lo que se sumaba a tres derrotas estaduales seguidas luego de la federal en noviembre. El partido se derrumbaba y entrar al gobierno parecía razonable, sostuvo entonces Strasser. Si no lo hacían, Schleicher disolvería el Reichstag, convocaría a elecciones y el nazismo sufriría otra derrota, quizás definitiva. Hitler se negó. Quien buscara un acuerdo, dijo, estaría denigrando el honor del partido. El mensaje apuntaba a Strasser, que pocos días después renunció, en desacuerdo con la estrategia. Lo siguió Gottfried Feder, uno de los primeros impulsores de Hitler a la vida política. La unidad de concepción, que había sido una fortaleza nazi hasta entonces, entraba en dudas.
El edificio nazi, y esta es la tesis de Turner, estaba derrumbándose para diciembre de 1932. Perdía votos a millones. Perdía dirigentes históricos descontentos con la estrategia de no integrar el Gobierno. Perdía afiliados y por lo tanto recursos. “Si el partido se derrumba –cuenta Goebbels que le dijo Hitler– me quitaré la vida con una pistola en menos de tres minutos”. Por si fuera poco, la depresión económica que había llevado a Hitler hasta las puertas del poder empezaba a suavizarse. A mediados de año, el valor de las acciones y bonos alemanes aumentó por encima del 30%.
Y, sin embargo, faltaban 30 días para que Hitler fuera nombrado canciller.
Enero de 1933 lo explicará todo. Pese a las derrotas, Hitler controlaba el partido más grande del Reichstag y tropas de asalto numerosas y violentas –las SA– por toda Alemania. Para el resto del arco político era inexplicable que no integrara el Gobierno. Pero era simple de comprender. Un fanático extremista, convencido de una misión providencial, no compartiría el poder. El objetivo de una nueva Alemania, racialmente pura y unida sobre el triunfo de los arios sobre el resto de las razas, no podía convivir con la república parlamentaria. En su ascenso al poder, se había ocupado de pregonar menos sus teorías raciales y darwinistas. Pero allí estaban, pronunciadas, escritas, repetidas. La élite política y empresaria –dice, tal vez demasiado generosamente, Turner– no se había molestado en verlo. (Y cuando “los grandes hombres, los Hindenburg, los Schacht aceptaron el nazismo, a los pequeños hombres les pareció una razón buena y suficiente para hacer lo mismo”, dice Milton Mayer en Creían que eran libres, un libro imprescindible sobre el tema).
Comenzó entonces una danza parlamentaria que dejó un solo bailarín en pie. El 4 de enero se reunió la comisión preparatoria para la sesión del Reichstag. Comunistas y socialdemócratas querían hacerlo cuanto antes para censurar al nuevo Gabinete. Así, el peso de sostener a Schleicher caía sobre la bancada nazi, que no tenía ningún apuro en hacerlo. Habían sido críticos del nuevo canciller –antes ministro de Defensa– y respaldarlo les haría perder credibilidad. Pero en caso de no hacerlo podría haber una nueva convocatoria a elecciones y una derrota que hubiera significado el final de los nazis. Sin acuerdo en la reunión preparatoria, se decidió el 24 de enero como siguiente fecha tentativa.
Ese 4 de enero, sin embargo, habría un encuentro más trascendente.
Fue en Bonn. Hitler llegó con la excusa de ir hacia Lippe, donde habría elecciones el 15 de enero. Había formas más directas de llegar a Lippe, lo que ocultaba que el verdadero objetivo del viaje era otro. Se reuniría allí, en secreto, con Von Papen. Este, herido por la traición de su antiguo protector Schleicher, buscaba acercarse a Hitler. Se encerraron durante algunas horas en una habitación de la casa de un banquero, Kurt von Schröder. Hitler le reprochó su falta de apoyo para llegar a la cancillería. Von Papen responsabilizó a
Schleicher. Entonces descubrieron un objetivo en común: derrocar al actual canciller. Hitler aportaría la fuerza en el Reichstag; Von Papen, el oído de Hindenburg.
El encuentro fue trascendental. Sacó a los nazis del aislamiento político y del laberinto de la moción de censura en el Reichstag. Hitler se llevó información clave: Schleicher no contaba con el respaldo total de Hindenburg. No tenía un decreto de plenos poderes ni la disolución del Reichstag a su disposición.
El encuentro se hizo público. Von Papen fue fotografiado saliendo del lugar. Fue una bomba política para la política alemana. “Hitler y Von Papen contra Schleicher”, publicó un diario berlinés. Los protagonistas, sin poder desmentir el encuentro, negaron sus intenciones. Con el correr de los días, las interpretaciones mutaron. La izquierda y los socialdemócratas vieron allí una conspiración capitalista: los protagonistas no eran Hitler y Von Papen sino el banquero anfitrión. Schleicher, por su parte, no quiso ver el peligro de ese encuentro y prefirió creer que Von Papen, por orden de Hindenburg, buscaba reconciliar a los nazis con el nuevo Gabinete. Nada más lejos.
Hitler siguió viaje hacia Lippe para ponerse al frente de una campaña en la que se jugaba mucho. Una derrota más significaría un golpe devastador. Y una victoria, aunque el estado era pequeño –representaba el 0,25% del padrón nacional– no pasaría inadvertida. Hitler implementó su única estrategia: todo o nada. Fue un golpe de suerte, dice Turner, que se celebrasen elecciones en ese momento y lugar. Era una región demográficamente favorable: casi el 90% de protestantes y más del 60% de personas que vivían en el campo o en aldeas rurales. A los nazis les costaban las ciudades industriales. Los obreros votaban mayormente socialdemócratas y comunistas. En Lippe había pocas minas, fábricas y obreros industriales.
Alojado en el castillo de un barón, Hitler recorría los actos de campaña responsabilizando a la República de Weimar, “dominada por judíos y marxistas”, de los males del país. Prometía una Alemania nazi racialmente pura que recuperara el orgullo y el poder alemán. Daba por acertada su estrategia maximalista: “No he aprendido a jugar entre bastidores y tampoco quiero aprender a hacerlo”, decía, horas después de su reunión, entre bastidores, con Von Papen.
El 15 de enero, la última vez que Alemania tuvo elecciones libres hasta después de la Segunda Guerra Mundial, los nazis festejaron en Lippe un triunfo con el 39,5% y 9 de las 21 bancas. Sin embargo, dice Turner, comparadas con las convocatorias nacionales de julio y noviembre, los nazis habían perdido y ganado apenas algunos votos (respectivamente). Resultaba exagerado trasladar esos cinco mil votos de crecimiento nazi a un resurgir nacional. El diario Berliner Tageblatt dijo: “lo único que Hitler se ha traído de su heroica batalla en Lippe es una mosca empalada en la punta de su espada”. Pero nada de eso le impidió a los nazis hacer de la elección un punto de inflexión. Habían frenado la caída. La propaganda, a cargo de Goebbels, se encargaría del resto. Hemos ridiculizado, escribió en su diario, “a los sabihondos de la periferia de nuestro mismo partido” que decían que el nazismo estaba en decadencia y que debían establecer acuerdos con otras fuerzas.
Hitler se encargaría de pasearse con el triunfo en Lippe bajo el brazo para silenciar a los detractores internos. Se reunió con Alfred Hugenberg, dirigente del Partido Nacional, para intentar conseguir apoyo de ese partido. Se negó y le propuso entrar juntos al Gabinete, algo imposible para Hitler. El 18 de enero, en casa de un empresario del champagne, Joachim von Ribbentropp, Hitler y Von Papen volvieron a verse personalmente. El encuentro terminó igual que el anterior: sin acuerdo sobre quién de los dos debía encabezar un futuro gabinete.
El tiempo corría. Se avecinaba la apertura del Reichstag y la moción de censura. Los recursos del partido nazi eran cada vez más escasos. Las SA comenzaban a inquietarse, desconfiadas de la vía democrática. La figura del conciliador George Strasser aparecía también como una amenaza. Los dirigentes políticos más veteranos no habían comprado el triunfo en Lippe como el resurgimiento de nada y temían que unas nuevas elecciones liquidaran definitivamente al partido.
Pero el tiempo corría también para Schleicher. Por esos días recibió una osada oferta de Otto Braun, un dirigente socialdemócrata. Si Schleicher conseguía que Hindenburg volviera a instalar el gabinete con participación socialdemócrata en Prusia, Braun ayudaría a presionar al presidente para que disolviera el Reichstag y la asamblea legislativa prusiana sin convocar a nuevas elecciones en el plazo constitucional. Eso mantendría fuera del poder a los nazis durante al menos medio año. Pero Schleicher, lejos de querer debilitarlos, todavía esperaba recibir su apoyo o, al menos, su abstención. Turner explica esa expectativa por “tres ilusiones muy alejadas de la realidad” que el canciller tenía sobre Hitler. Primero, que el líder nazi respondería de manera racional y prudente a un intento de rebelión encabezado por Strasser y un llamado a nuevas elecciones. No había notado que Hitler no era un político convencional sino un convencido de una misión divina. Segunda ilusión: que Hitler estaba políticamente aislado. Le restaba importancia al encuentro con Von Papen y al vínculo de este con Hindenburg. Finalmente, la ilusión “más estrambótica” de Schleicher: una absoluta convicción de que Hitler en verdad no quería el poder. Decía que Hitler había rechazado las ofertas de integrar el gabinete porque “en el fondo de su corazón no quería el cargo”. Incluso más perjudicial que esas ilusiones fue el distanciamiento con el presidente Hindenburg, árbitro final del poder. Comenzó a sospechar que su flamante canciller había conspirado contra Von Papen. Toda Alemania lo sospechaba así. Llamaban al canciller el Fouché alemán.
Aún así, a Schleicher le quedaba una estrategia a mano: podía ganar tiempo. Llegó el viernes 20 de enero, la reunión preparatoria para ponerle fecha a la sesión. Comunistas y socialdemócratas querían mantener la fecha prevista, el martes 24. Pero el representante nazi, Wilhelm Frick, adoptó una actitud menos combativa (“para ser nazi, un hombre prudente”, lo describe Turner en el libro). Propuso extender el receso hasta que el gabinete pudiera presentar su presupuesto. Así, el canciller ganaría tiempo para elaborar una nueva estrategia. Tendría hasta marzo para la sesión y, si allí resultaba censurado y el Reichstag disuelto, habría elecciones en mayo o junio. Para ese momento, podía mejorar sus chances. Ni siquiera había elecciones locales en el medio. No podía ocurrir otro Lippe.
Insólitamente, el enviado del canciller a esa reunión rechazó la idea. Exigió que la situación política se aclarase lo antes posible y la reunión terminó con una nueva fecha: el 31 de enero. El canciller había dejado pasar una oportunidad histórica.
La noche del domingo 22, en medio de ataques de tropas de asalto nazis contra sedes del Partido Comunista, Hitler y Von Papen volvieron a reunirse. Este último llegó al encuentro con Otto Meissner, secretario de Estado, y el hijo de Hindenburg. Daba garantías de que podía cumplir con el plan que le llevaría a Hindenburg al día siguiente: convencerlo de nombrar un nuevo gabinete encabezado por Hitler. Hindenburg ya no se oponía a reemplazar al canciller pero mantenía dudas sobre Hitler. Von Papen le ofreció una solución. Él mismo sería nombrado canciller adjunto, un cargo que no existía, para garantizar la moderación del gobierno nazi.
Mientras tanto, el canciller se quedaba sin opciones. Sus asesores le ofrecían algunas. Intentar que Hindenburg disolviera el Reichstag sin llamar a elecciones. O forzar una especie de suspensión del Reichstag que solo podría retomar sesiones cuando se constituyera una mayoría suficiente para nombrar un gabinete. Estaban algo reñidas con el texto constitucional así que le agregaron una tercera. Se trataba de llenar el vacío constitucional de Weimar que no había previsto una mayoría negativa (capaz de censurar un gabinete pero no aprobar uno nuevo). Entonces, le recomendaron adoptar una enmienda para invalidar un voto de censura que viniera sin acuerdo de un nuevo gabinete. La recomendación se tomó, pero algo tarde. Fue recién luego de la Segunda Guerra Mundial y continúa vigente al día de hoy.
Schleicher rechazó las opciones que le hubieran permitido ganar algo más de tiempo.
Dijo que no encabezaría un gobierno sin respaldo del Reichstag que pudiera limitar su gobierno. Se decidió por la vía que ya estaba muerta. Le pediría a Hindenburg que disuelva sin convocar a elecciones. Cualquier dirigente político hubiera intentado una opción que le permitiera conservar el poder. Hitler lo había dicho meses antes, en un discurso en la ciudad de Königsberg: “Si alguna vez logramos el poder, lo conservaremos, Dios mediante. No permitiremos que nadie nos lo arrebate”. Pero Schleicher no era, desafortunadamente, un político con vocación por el poder.
Resentido y resignado, dedicó sus últimos esfuerzos a evitar que la cancillería cayera en manos de su antiguo protegido, Von Papen. Pensaba que con Hitler, al menos, podría conservar su puesto como ministro de Defensa. El sábado se presentó ante Hindenburg, quien le rechazó la propuesta de disolución del Reichstag, y luego renunció. El presidente convocó a Von Papen para que forme un nuevo gabinete. La última barrera contra Hitler era el propio Hindenburg.
Pero los complotados tenían un plan. Le presentarían al presidente la nominación del líder nazi como el canciller de un gabinete parlamentario, parte de una coalición de todos los partidos de derecha. La idea convenció hasta a los ministros del gabinete saliente, que esperaban poder mantener sus lugares si no era Von Papen el canciller designado. Los nazis hacían llegar mensajes a Hindenburg: respetarían su autoridad presidencial, no violarían la Constitución ni intentarían controlar a las fuerzas armadas.
El domingo 29 fue un día agitado. Hitler se reunió con Von Papen. Hindenburg tenía un pedido más. Von Papen debía ser canciller adjunto y también comisario de Prusia. Hitler quería, a cambio, disolver el Reichstag y convocar a nuevas elecciones. Iba a necesitar una ley de poderes plenos que le transfiriera facultades desde la Legislatura al Gabinete y para eso una mayoría parlamentaria propia.
Las negociaciones comenzaron a empantanarse cuando los conservadores se quejaron por los pedidos de Hitler. Vino en ayuda de los complotados el rumor, sin demasiado fundamento dice Turner, de un presunto golpe de Estado encabezado por Schleicher. Von Papen, Hindenburg (hijo) y Meissner se encargaron de que el rumor llegara a oídos del presidente. La crisis ayudó a que Von Papen consiguiera adelantar al día siguiente la toma de juramento de un nuevo gabinete.
En la mañana del lunes 30 de enero de 1933, Adolf Hitler juró como canciller de un gabinete presidencial. En el noticiero, que se pasaba en los cines y teatros de todo el país, el nombramiento fue la sexta de seis noticias, detrás de un torneo de saltos de esquí y una carrera de caballos.