Segunda Guerra Mundial: a 80 años de la rendición del ejército nazi

En una casa de Berlín oriental se firmaba el documento que terminó con el enfrentamiento más sangriento del siglo XX.

El 9 de mayo de 1945 el ejército alemán firmó la rendición incondicional de todas sus tropas nazis frente al Mando Soviético y de los Aliados, tras la caída de Berlín.

El líder nazi, Adolf Hitler, se había suicidado hacia finales de abril, mientras las tropas del Ejército Rojo avanzaban sobre la capital alemana. Hans Krebs, el jefe del Estado Mayor General de las tropas alemanas, informó a los soviéticos de la novedad sobre su muerte en busca de negociar un armisticio. El episodio lo cuenta el general soviético a cargo de la ofensiva contra Berlín, Gueorgui Konstantínovich Zhúkov, en sus memorias (Memorias y reflexiones, se llama lacónicamente el libro).

Zhúkov es el general al mando del Frente Bielorruso que entró en Alemania en marzo de 1945. Desde allí comenzó la ofensiva final para tomar Berlín. Cuarenta y nueve años antes, a su nacimiento, nadie habría podido adivinar que ese hijo de padres pobres de la aldea Strelkovka, en la provincia rusa de Kaluga, que había visto morir de hambre a uno de sus pequeños hermanos, iba a recibir en sus manos la rendición de un general alemán.

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De todos los eventos por los que pasó su vida quizás ninguno haya tenido la importancia de haber sido quien llamó a Stalin para contarle que Hitler se había suicidado. Cuando lo atendieron en el Kremlin, le dijeron que Stalin dormía. Pidió despertarlo. La novedad era demasiado importante. Stalin se lamentó por no haber podido capturar vivo al líder nazi y preguntó por su cadáver. Los alemanes dijeron que había sido quemado en una hoguera y nadie sabía en cuál. Stalin le pidió a Zhúkov que no iniciara ninguna negociación. Sólo aceptarían la rendición incondicional.

Eran las cinco de la mañana cuando Zhúkov habló con el general que negociaba con el alemán Krebs. El jefe del Estado Mayor nazi argumentaba que no tenía facultades para ofrecer ese tipo de rendición, que sólo podía decidirlo un nuevo gobierno alemán. Los rusos hicieron una última oferta. Si antes de las diez de la mañana se rendían, no arrasarían con lo que quedaba de Berlín. Pero no hubo respuesta y minutos después comenzó la última ofensiva rusa sobre la capital. Cerca de las seis de la tarde, el directorio alemán envió un negociador que volvió a rechazar la rendición incondicional. Caía la tarde en Berlín cuando el último asalto ruso se dirigió hacia el centro de la ciudad, a la búsqueda de los últimos restos del ejército nazi.

El Ejército Rojo tomó la Central de Correos y el Ministerio de Hacienda. Un rato después el edificio de la Gestapo y el Ministerio de Aviación. Desde allí, uno de los comandantes divisó, a unos cien metros, el edificio de la Cancillería Imperial. Era el símbolo definitivo.

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–¡Contra el aguilón nazi, fuego!

Dio la orden y el escudo explotó en pedazos. Sin embargo, la toma del centro del poder nazi no iba a resultar tan sencilla. El último combate en el interior del edificio fue sangriento. Zhúkov, en sus memorias, destaca la audacia de la comandante Anna Nikúlina, quien junto a otros dos camaradas consiguieron subir al tejado de la Cancillería y hacer flamear una tela roja que ataron con un pedazo de alambre de telégrafo. Así ondeó por primera vez la bandera soviética sobre la Cancillería Imperial que, pocos días atrás, ocupaba Hitler.

Era la madrugada del 2 de mayo cuando el general Helmuth Weidling, que había sido designado por Hitler para la defensa de Berlín, presentó su rendición. Horas después leyó por la radio su propia orden: “Ordeno cesar inmediatamente la resistencia”. Hacia las tres de la tarde, se había acabado completamente con la resistencia alemana. Los restos de la guarnición de Berlín, cerca de 134.000 hombres, se entregaron como prisioneros, aunque algunos intentaron escapar.

Horas después llegó Zhúkov a la Cancillería. Había pocos alemanes y ninguno podía explicar lo que allí había ocurrido. Sólo decían que la mayoría de los cadáveres de la alta oficialidad habían sido quemados, aunque no sabían dónde. Algunos oficiales y miembros de la Gestapo intentaron esconderse por todo Berlín. El mariscal soviético terminaba la recorrida cuando le avisaron que, en un sótano, habían descubierto los cadáveres de las seis hijas de Joseph Goebbels. “Me faltó valor para descender allá”, escribió. No muy lejos de allí se encontró, luego, el cuerpo de Goebbels y su esposa.

Berlín estaba devastada. Pero la rendición todavía no se formalizaba.

El 7 de mayo, Zhúkov se despertó con una novedad. El propio Stalin le comunicó que, en la ciudad francesa de Reims, los alemanes habían firmado una rendición ante las tropas aliadas. Stalin estaba furioso de que no se hubiera producido en Berlín y ante todos los países de la coalición que derrotó a Hitler. Se acordó entonces que Reims sería una especie de protocolo previo a la rendición formal. Zhúkov fue nombrado representante del Mando Supremo del Ejército Rojo para firmar el documento.

El acta de rendición llegó temprano en la mañana siguiente, en manos de Andréi Vyshinski, vicecomisario del Pueblo de Negocios Extranjeros. Llegaron también a Berlín periodistas de diversos países del mundo dispuestos a captar el momento histórico. En el aeródromo de Tempelhof aterrizaron los representantes del Mando Supremo de las tropas aliadas: Arthur Tedder, por Gran Bretaña; Karl Spaatz, por EE. UU. y Jean de Lattre de Tassigny, por Francia. Al mismo lugar, horas después y custodiados por un grupo de oficiales ingleses, llegaron los generales alemanes rendidos: Wilhelm Keitel, Hans-Georg von Friedeburg y Hans-Jürgen Stumpff. Traían en su poder la facultad de firmar el acta.

Se dirigieron al barrio Karlshorst, en la parte oriental de Berlín. Ingresaron a un edificio de dos pisos que había funcionado como comedor de una escuela de ingenieros militares alemanes. La sala para la firma ya estaba lista. Unos quince minutos antes de la medianoche, los representantes del Mando aliado se reunieron en el despacho de Zhúkov, en la antesala del espacio destinado a la firma. Recién cuando se cumplieron las 24 hs. ingresaron a la sala. Ya era el 9 de mayo.

Junto a la pared, las cuatro banderas triunfantes. Zhúkov dio por iniciada la reunión e invitó a pasar a los alemanes. Entró Keitel –“alto, gallardo, en uniforme de gala”– Levantó su bastón de mariscal saludando a sus colegas del bando enemigo. Luego, el coronel general Stumpff –“los ojos rebosantes de ira e impotencia”–. Finalmente, el almirante de flota Von Friedeburg –“prematuramente envejecido”–. Se sentaron en una mesa aparte, lejos de la entrada. Zhúkov les preguntó si habían leído el contenido de la rendición y si tenían facultades para firmarla. Keitel respondió que sí y mostró la documentación pertinente. Sobre la mesa, el acta decía:

1. Nosotros, los abajo firmantes, actuando en nombre del Alto Mando alemán, aceptamos la capitulación incondicional de todas nuestras fuerzas armadas en tierra, mar y aire y también de todas las fuerzas que se encuentran actualmente bajo el Mando alemán, ante el Mando Supremo del Ejército Rojo y al propio tiempo ante el Mando Supremo de las Fuerzas Expedicionarias Aliadas.

Keitel tomó su bastón de mariscal y caminó hacia la mesa. En el trayecto, cayó su monóculo, que quedó colgando del cordón. Se sentó en la silla dispuesta “y con mano ligeramente trémula firmó cinco ejemplares del acta”. Stumpff y Friedeburg repitieron el gesto. Eran las 00.43 del 9 de mayo cuando Alemania se rindió incondicionalmente.

Los alemanes abandonaron la sala y quedaron solo los mandos victoriosos. Zhúkov felicitó a todos por la tarea. Algunos comenzaron a llorar, incluido el propio mariscal soviético que, al recordar a sus camaradas muertos en combate, escribió: “No pude reprimir mis lágrimas” (acaso una manera muy soviética de describir un llanto).

Zhúkov firma el acta.

Finalizada la reunión tuvo lugar un banquete. Los presentes brindaron por el fin de la guerra y por la victoria de la coalición. Hablaron los mariscales, esperanzados en mantener las relaciones amistosas entre los países de la coalición. Los generales soviéticos destacaron en el zapateo. El propio Zhúkov, recordando su juventud, bailó un zapateo ruso. Cada comitiva se fue por separado, a pie o en auto.

Recuerda Zhukov, de esa mañana, el estruendo de los cañones, los disparos en Berlín y sus alrededores. Pero ya no por la guerra sino a modo de festejo. Caían sobre la capital alemana liberada cascos de granadas, proyectiles y balas. “Era arriesgado andar el 9 de mayo por la mañana”. Sin embargo, escribe, “cómo se distinguía este riesgo de aquel al que nos habíamos habituado durante los largos años de la guerra”.

El ejército soviético comenzaba a reorganizar la vida berlinesa aún cuando muchos soldados desconocían que la guerra había terminado. La situación resultaba devastadora. Cerca de 60.000 edificios completamente destruidos o en ruinas y otros 150.000 con algún desperfecto fruto de los bombardeos. No había transporte público. Las tropas nazis habían volado más de 200 puentes. Las calles obstruidas por escombros. Los servicios municipales no funcionaban. La población berlinesa estaba al borde de la hambruna. Había incendios que apagar, cadáveres que enterrar y minas que quitar de las calles.

La tarea era tan grande que no alcanzaba con el Mando soviético. Para cumplirla, había que devolver al trabajo a la población local. Comenzaron con los comunistas alemanes liberados de los campos de concentración, luego con los anti nazis y otros demócratas alemanes a los que se podía convocar. Así comenzaron a constituir las autoridades municipales. La Unión Soviética envió 96.000 toneladas de cereales, 60.000 de papas y 50.000 cabezas de ganado para afrontar el drama más urgente, el hambre.

En tan solo dieciseis días, el ejército soviético había tomado Berlín del control nazi. En otros quince días, la ciudad comenzaba a ponerse en marcha. Justo en ese momento, Zhúkov fue convocado a Moscú. No preguntó para qué (nadie lo hacía). El mismo día de su llegada, a eso de las ocho de la noche, ingresó al Kremlin. Allí lo recibió Stalin, junto al resto de los miembros del Comité de Defensa del Estado. Discutían acerca del traslado de tropas y material al frente oriental, ahora que el frente occidental exigiría menos esfuerzos. Mientras conversaban, Stalin tuvo una idea: “¿Por qué no celebramos en Moscú, para conmemorar la victoria sobre la Alemania nazi, el Desfile de la Victoria?”. Propuso invitar a los héroes de la batalla y todos estuvieron de acuerdo. No se discutió quién encabezaría el desfile porque era obvio que sería el propio Stalin.

El desfile estaba en marcha. Se invitaría a un regimiento mixto por cada frente. Se traería de Berlín la bandera roja que los soldados izaron sobre el Reichstag y todas las banderas de combate de las tropas nazis capturadas por los soviéticos. La estadía de Zhúkov en Moscú se demoró algunos días más. A mediados de junio, Stalin lo convocó a su residencia privada. Otra vez, Zhúkov asistió sin saber a qué iba. El líder soviético comenzó con una pregunta extraña.

–¿Todavía sabe montar a caballo?

Zhúkov, sorprendido, contestó que sí. Stalin le informó que tendría que revistar las tropas durante el Desfile de la Victoria. Zhúkov se mostró agradecido pero le preguntó si no era mejor que lo hiciera el propio Stalin, jefe supremo de la Unión Soviética. “Yo ya soy viejo –le contestó–. La revistará usted, que es más joven”. Antes de salir, le aconsejó desfilar con un caballo blanco que a continuación le mostrarían.

Al día siguiente fue al aeródromo central a ver el ensayo del desfile. Allí se encontró nada menos que a Vasili, el hijo de Stalin. Este lo llamó aparte y le contó un secreto. “Mi padre se estaba preparando para revistar el desfile. Pero al tercer día hizo mal uso de las espuelas y el caballo echó a correr desbocado por el picadero”. Stalin cayó, se golpeó el hombro y la cabeza. Cuando se levantó, dijo: “Que reviste el desfile Zhúkov, es un viejo jinete”. Zhúkov preguntó cuál era el caballo. Era el que, el día anterior, le había mostrado Stalin. Zhúkov tomó la precaución de contar la anécdota luego de muchos años –sus memorias son de 1969, seis años después de la muerte de Stalin–.

Cuando Zhúkov se despertó el 24 de junio de 1945 vio por la ventana que llovía. Llamó al jefe de las Fuerzas Aéreas, quien le confirmó que los aviones no podrían hacer las demostraciones para acompañar el desfile. No iban a hacer falta. Fueron reemplazados por miles de moscovitas que se acercaron a la Plaza Roja para formar parte de una manifestación histórica. Faltaban tres minutos para las diez de la mañana cuando Zhúkov, montado en el osado caballo que había arrojado a Stalin, escuchó la voz de mando: “¡Parada, firmes!”

El corazón aceleró sus latidos, cuenta el hombre en sus memorias, tocó las espuelas y se encaminó hacia la Plaza Roja. Sonaban los acordes de “Gloria a la Patria”. La alegría se convirtió en un sentimiento distinto cuando los regimientos de héroes llegaron hasta el frente del Mausoleo de Lenin. Allí, doscientos combatientes veteranos de guerra que habían visto morir a sus camaradas de armas, que pasaron frío, hambre, dolores y horrores, entre el redoble de los tambores, arrojaron al pie de la tumba de Lenin doscientas banderas capturadas al ejército nazi.

“¡Que recuerden este acto histórico los revanchistas, los aficionados a las aventuras guerreras!”, escribió Zhúkov.

Otras lecturas:

Es politólogo de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Nació en Olavarría, una metrópoli del centro de la provincia de Buenos Aires. Vio muchas veces Gladiador.