Rafael Ferro, un adicto a los libros que no tiene una biblioteca: están por toda la casa
El actor de películas como Medianeras, El robo del siglo o Bolivia y de telenovelas como Verano del 98 y Resistiré recibió a Malena Rey en su casa para hablar de su vicio, la lectura.

Fotos: Cristina Sille.
Llegamos a la casa de Rafael Ferro un viernes de otoño a media tarde, mientras su hijo más chico está en la escuela (la conversación terminará cuando tenga que salir a buscarlo). En dos días este actor argentino de cine, teatro y televisión viajará a Uruguay a filmar una serie y así y todo nos recibe con café recién hecho para hablar de sus lecturas. Entramos y hay tres libros apoyados sobre la mesa. Llama la atención lo estrictamente actuales que son: tres novedades de las que apenas se están escribiendo las primeras reseñas.

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“Me las traje de Céspedes Libros”, cuenta Rafael, cliente de varias librerías. “No sé si las voy a leer ya o si quedan en gateras. Rachel Cusk me gusta mucho, pero a veces me cuesta. Es demasiado inteligente y también un poco fría. El de Juan Cárdenas me lo compré porque me parece hermosa la edición. Soy muy fetichista, puedo llegar a comprar libros por lo lindos que son. No puedo parar de comprar, me envicio. Hace poco abrieron una librería muy cerca de mi casa, Los Galgos, y me cagaron. Si estuviera acá en la esquina sería un gran problema”, confiesa sobre sus consumos problemáticos.
Recorremos su hermosa casa (en la que convive con dos de sus cuatro hijos) y vemos libros en varios ambientes. En el living la protagonista es una gran biblioteca blanca empotrada, con estantes atiborrados. Hay también varios objetos apoyados, libros de arte abiertos, otros desplegados en la mesa ratona, y algunos apilados sin demasiado criterio sobre la mesada de la cocina: “Con estos que vengo acumulando acá me imagino hacer una especie de pared de libros, un biombo móvil”, dice un poco en broma y un poco en serio. Nos sentamos a conversar bajo la atenta mirada de China, su perrita, que sigue la conversación desde el sillón.
–Me sorprende a simple vista notar que esta biblioteca y la de la otra habitación están ordenadas por editorial. ¿Ese es el criterio que seguís para acomodar los libros?
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SumateNo está demasiado ordenada mi biblioteca. Disponerlos así es una forma fácil de encontrarlos. No tiene mucha lógica, está todo bastante mezclado. El criterio es que no hay criterio. Pero eso es divertido también, porque cuando estás buscando algo terminás encontrando otra cosa. Mi sistema es el caos. Soy una persona a la que le cuesta mucho planificar. Mis hijos me preguntan todos los días qué comemos y voy al chino a decidir en el momento. No sé anticiparme.
–¿Cómo empezó a formarse tu biblioteca y en qué momento de tu vida?
Tengo una madre lectora y un padre muy lector también, pero de cosas muy distintas. Mi madre prefería las obras de Graham Greene o de Agatha Christie. Y mi padre prefería la ciencia ficción: Bradbury, Sturgeon. Yo leía pero no me enganchaba… Hice el clic y me convertí en un enfermo de la lectura a los 16 o 17 años, cuando conocí en la vieja Boutique del Libro de San Isidro la novela Los subterráneos de Kerouac. La adicción empezó ahí. Y no seguí nunca una línea. Aprendí mucho a través de los buenos libreros que me fueron enseñando y guiando. Así descubrí a Salinger, a Dostoievski, a Di Benedetto.
–¿Pensás la lectura en términos de adicción?
Sí, soy adicto. Lo mío es un vicio, no una práctica. No puedo dejar de leer, como no se puede dejar de fumar o de tomar merca. Necesito estar leyendo todo el tiempo. Ojo, no es tan agradable tampoco. Voy al baño con un libro a la noche y me desvelo una hora. Leer es un elemento clave de mi vida. En vez de Narcóticos Anónimos, para mí tendrían que existir los grupos de Lectores Anónimos [risas].

–¿Qué tipo de lector sos?
Me siento como una especie de cazador. Una vez leí una frase de Los suicidas que me impactó mucho y que parafrasea a Kafka, que dice: “Uno solo tendría que leer los libros que le producen el efecto de un hachazo en la cabeza”. Eso me quedó grabado. Entonces todo el tiempo voy pescando novedades en busca de ese libro. Y gasto muchísima plata. Compraba tres o cuatro por semana. Ahora menos, porque está todo más caro. Y si a las diez páginas de estar leyendo algo no me pasa nada, no tengo problema en soltarlo. Pero tengo olfato, ya sé lo que me gusta. Estoy buscando ese hachazo. A veces leo literatura como entretenimiento o evasión, pero en el fondo estoy buscando ese libro que me vuelva loco. Todos tienen que ir encontrando qué tipo de lectores son. Es una búsqueda eterna. Leer no es un arte menor. Yo lo que busco es un lenguaje distinto, me interesa que haya una especie de alquimia que me convoque. Como lector estoy todo el tiempo en busca de esa novela que me reenamore de la potencia de la literatura. Me parece casi mágico que con las mismas palabras algunos escritores logren hacer cosas tan fascinantes.
–¿Y qué libros te generaron eso?
Con Los suicidas de Di Benedetto, obviamente. Con Eisejuaz de Sara Gallardo, que es mi preferido de ella. Y con Los galgos, los galgos. Me vuelve loco pensar cómo una misma persona puede escribir esos dos libros tan distintos. Soy muy fan de ella. Dostoievski también me pegó un palazo. Y también Claus y Lucas de Agota Kristof.
–¿Te pasó de encontrar algo en librerías que no sabías que estabas buscando?
Los libreros son muy cómplices. Y se les cae la baba cuando entro porque saben que les compro. A mí también me interesa saber qué leyeron ellos. A veces incluso me preguntan qué me parecieron ciertas lecturas. Me sigue maravillando encontrar en librerías autores que no conocía. Ana Paula Maia por ejemplo es un nuevo hallazgo. La descubrí y quiero leer todo de ella.

–¿Sos de marcar tus libros, de hacer subrayados?
Subrayo muchísimo. Es casi tan importante como leer. Siempre leo ensayo y poesía con un lápiz en la mano. Y hago estas boludeces en las páginas. Son pavadas. Me parece re interesante agarrar un libro viejo y ver qué es lo que alguien subrayó. Me da la sensación de que va a ser como una especie de mapa para mis hijos: “Mirá lo que subrayaba papá”. No me gusta que se pierda todo lo artesanal. El otro día, mi hijo Toto [se refiere al actor y compositor Lorenzo Ferro], de 26 años, me mandó un video en el que estaba escribiendo en una Olivetti y me pareció espectacular.
–¿Y perdiste muchos libros en mudanzas o separaciones?
Sí, en separaciones y en momentos de enamoramiento… y después te querés matar. Me acuerdo uno que fue de película berreta. Estaba re enamorado de una actriz y yo tenía una edición bastante especial de El arte de ser feliz de Schopenhauer –un filósofo más bien oscuro–. Era un librito de recetas para ser feliz a su manera, y de tan enamorado que estaba se lo regalé. Un tiempo después, ya separados, armé toda una escena para ir a comer a lo de ella y lo pude recuperar. Otro de los tesoritos que perdí o me robaron era una edición muy vieja de Los galgos, los galgos firmada por Sara Gallardo. Antes me costaba mucho prestar libros. Estaba más canuto. Pero tengo amigos que en parte vienen de visita a casa para ver qué libro se pueden llevar. Me encanta prestarles a los que sí sé que me los van a devolver.
–Leí en otra entrevista que te hicieron que querés que la herencia para tus hijos sea una gran biblioteca. ¿Cuánto pudiste transmitirles a ellos tu placer por la lectura?
Hasta ahora no fui tan marcial con mis hijos. Pero estoy empezando a imponer ciertas reglas: acá se lee. Me parece que lo que termina resultando mejor es darles el ejemplo silenciosamente. Me ven leer todo el tiempo, entonces en algún momento van a agarrar un libro para tratar de entender qué encuentro yo en ellos. Toto lee y escribe. Mi hija Matilda de 22 no lee. A Antonio de 17 lo estoy tratando de entusiasmar con la lectura porque pasa demasiado tiempo con el teléfono. Y con el más chiquito, Miguel, estoy insistiendo, es una lucha: te presto veinte minutos el teléfono pero después otros treinta tenés que leer. Tampoco quiero ponerme muy rígido, porque se puede generar el efecto contrario y que terminen odiando los libros.
–¿Tu hijo se llama Antonio por Di Benedetto?
Sí, se llama así por él.
–Matilda es el nombre de un libro también, de Roald Dahl.
No, pero en ese caso no vino por ahí. Miguel por Miguel de Cervantes…
–¿En serio?
No, era un chiste. Solo Antonio por un escritor.

Cozarinsky para siempre
Pasamos a recorrer los estantes de esa biblioteca altísima. China, la perra, se acomoda al lado de su dueño. Rafael abre y cierra libros, contamos anécdotas y chismes de gente que tenemos en común. Y no tarda en aparecer su gran amigo Edgardo Cozarinsky en la conversación.

–¿Cuáles son los libros más antiguos que tenés?
Los más viejos son los de la biblioteca de Edgardo. Él murió hace menos de un año y me traje unos pocos libros que eran suyos. Este por ejemplo es una edición viejísima de Dostoievski. Tenía libros rarísimos, era una biblioteca enorme que estaba mezclada con la de Alberto Tabbia, el crítico de cine que le había dejado su departamento.
–¿Cómo era tu relación con Cozarinsky?
Fue un gran amigo, y alguien que me hizo conocer muchos autores. Yo le llevaba novedades y él me traía cosas viejas: Joseph Roth, por ejemplo. Nos conocimos cuando me hizo el casting de Ronda nocturna. Él iba y venía mucho de Francia en esa época y nos hicimos amigos inmediatamente. Bastante después de conocerlo lo empecé a leer como escritor. La suya no es la literatura que más me gusta. Su estilo me parece muy engolado. Pero lo conocí mucho, y me contaba cosas oscuras, escenas de la noche gay porteña y parisina, y yo le decía que escribiera sobre todo eso, pero él prefería mantenerse literariamente en lo elegante. Me mandaba sus manuscritos para que se los leyera y a veces los elogiaba rotundamente sin terminarlos [risas]. Compartíamos muchísimas otras cosas. Hicimos una película juntos, Dueto. Yo era a veces como un hijo, y a veces como un hermano para él. Hemos viajado juntos a Asia, a Valparaíso. Éramos muy cómplices… Y como buen gay me hacía muchos reclamos. Más reclamos que la pareja más difícil que tuve. Entonces yo tomaba un poco de distancia y tiempo después nos reencontrábamos. Su libro que más me gusta es Vudú urbano. [Rafael toma un libro pequeño de Edgardo que tiene bien localizado]. Este es un libro especial para mí. Porque yo le hinchaba las pelotas y le decía: “¿Por qué no escribís un libro de poesía?”. Entonces hizo este, y se lo autoeditó. Me puso esta dedicatoria: “Espero haber estado a la altura de tu desafío, hermano”. Y esta imagen que aparece en la portada es un tatuaje que nos hicimos cuando él pensó que se iba a morir. Tenía que operarse en Francia y estaba muy asustado. Me dijo: “¿Te molesta que nos hagamos esto los dos? Así cuando estoy ahí veo esto y te encuentro en el dibujo”. Por supuesto, accedí. Es una imagen que viene del zen, un círculo que no se cierra.

–Veo que tenés también muchos libros de arte.
Sí, muchos me los regaló Edgardo. Este de fotografía es de Rolando Paiva, que era uno de sus mejores amigos, un fotógrafo buenísimo. Este otro es de Coppola, un fotógrafo argentino muy groso, y también me lo regaló él. Es la edición brasileña.

Poesía nómade
–Mostrame algún libro raro que conserves de otro momento de tu vida.
Sin dudas este, que me regaló una ex novia actriz alemana. Está inédito en español, hasta donde sé. Tiene poemas de Klaus Kinski, el actor loquísimo que trabajó mucho con Herzog, y unas fotos increíbles. Me daba ganas de hacer un espectáculo con los poemas de Kinski. Yo hablo alemán pero no tan bien, entonces en un momento le di el libro a Romina Paula para que me dijera qué tal estaban los poemas, y a ella le parecieron una porquería. Tendría que volver a intentarlo.

–Veo que tenés muchos libros de poesía. ¿Siempre te gustó o te enganchaste más de grande?
Empecé a escribir poesía de muy chico. Vivía en Venezuela y gané un certamen de sobre el tema “La vaca” cuando estaba en la primaria. Imaginate lo que sería ese poema [risas]. Y hace poco retomé la lectura de poesía porque empecé a ir al Taller Nómade de Fabián Casas. Fabián es un gran profesor, genera mucho entusiasmo. Son muy buenos sus talleres, los recomiendo. Nos hicimos bastante amigos. Y también es amigo de mi hijo Toto. ¿Leíste el libro del taller? Es buenísimo. Tiene una edición muy casera. Ahora tengo una novia chilena y me está haciendo conocer a muchos poetas de allá. A Gonzalo Rojas lo estoy leyendo mucho. Y estoy muy fascinado con Claudio Bertoni. Germán Carrasco es otro poeta chileno que me encanta. Impresionante el nivel de la poesía que hay en Chile… A Enrique Lihn todavía no llego. Necesito un poco más de tiempo. Pero sí me han atravesado cosas de Zurita. Entiendo que Neruda es un gran poeta, pero no me lo banco. Sí me encanta Nicanor Parra. Y soy fan del peruano Montalbetti [muestra Lejos de mí decirles, un libro de Mansalva, completamente marcado]. Los poemas están buenísimos. Y en esta edición hay unas clases sobre Foucault que son brillantes. Vi que va a dar una charla en Malba en junio. Pero más allá de la poesía, a lo que soy adicto es a la narrativa, a la novela. Todo el tiempo picoteo ensayos, o empiezo la mañana leyendo algunos poemas, pero la narrativa es lo que más necesito. La novela que me encanta es la que al mismo tiempo te está entreteniendo y partiendo la cabeza.

–Más allá de los poemas escolares, ¿vos escribís?
¡Dentro de poco voy a editar un libro! No quería entrar en el estante de “actores que escriben”, pero varias personas me insistieron y me voy a animar. Le interesó a Gabo Moreno, el editor de Caleta Olivia. No sé qué es. Ni prosa ni poesía. Se llamará Agujas y parece que saldrá para la Feria de Editores. Me da mucho pudor, porque soy re groupie de los escritores. Lo que le pasa a la gente con los actores, a mí me pasa con los escritores. Si me llegara a encontrar con Bolaño, me tiraría encima.
–¿Y Aira te gusta?
No me vuelve loco. Tampoco Piglia. Entiendo que son buenos, pero a mí no me llegan. Quizás es mi problema. No lo puedo ni analizar. O me llegan o no me llegan. Lo mismo me pasa con Joyce, por ejemplo. O con En busca del tiempo perdido. Entiendo el enorme talento que tiene Aira, pero me atraviesa más Osvaldo Lamborghini. Y me pasa también que me cansa que todos estén viendo o leyendo lo mismo. Si todos dicen que hay que ver Envidiosa o El Eternauta, probablemente no lo voy a ver. Siento que me lo quieren imponer. Y me llama la atención que todo el mundo entre en esa. Te imponen la agenda, como hacen en la política. A veces me agarra culpa y quiero leer todo. Pero después digo ¡no! Cada quien tiene su gusto, y ya. Y reconozco que hay autores a los que quizás ni entiendo.
–¿Y de ensayo qué leés? ¿Buscás por temas o por autores?
Me propongo leer ensayo para aprender. Yo no terminé el colegio, así que gran parte de mi educación está en la lectura. Ahora salió un nuevo libro de Carlo Rovelli, el científico italiano que escribe sobre el tiempo, y trato de leerlo para estudiar. En un momento me fanaticé con la novela gráfica (muestra varios libros como Diario de italia de David B.), y me pasó que este tipo de imágenes empezaron a colarse en mis sueños. Siento que la novela gráfica ayudaría muchísimo en la educación de los niños. Es muy atractiva, es fácil, podés leer y al mismo tiempo mirar los dibujos.
Atrapado por los libros

Pasamos a otra parte de la casa, un sector en el que hay un escritorio de trabajo, un pequeño patio interno y otras dos bibliotecas, también ordenadas mayormente por editorial: Anagrama, Tusquets, Random House, Sigilo, La Bestia Equilátera.
–Recorriendo estos estantes, salta a la vista que sos lector de Anagrama, una editorial que generacionalmente nos marcó mucho.
Es que en algún punto soy un lector bastante berreta. En una época compraba siempre el libro que ganaba el Premio Herralde y el que llegaba a la final. Algunos estaban buenísimos, y otros eran más irregulares… Tengo que admitir no con mucho orgullo que fui fan de Amélie Nothomb. Sobre todo de sus primeros libros Estupor y temblores y Antichrista. Es muy irregular y está totalmente loca.
–¿Y cómo se lleva la lectura con tu trabajo? ¿Leés en los sets de filmación?
Sí, todo el tiempo. La otra vez hicimos una película y había dos actores amigos de otra época que estaban muy contentos de volver a verme, pero a mí el entusiasmo me duró muy poco y me la pasaba leyendo. Me lo reprocharon mucho, hasta me dio culpa. También depende de si un libro me tiene atrapado o no.
–Si tuvieras que recomendarle algún libro a alguien que no lee mucho, con la intención de que se enganche, ¿qué sería?
Es todo un tema. Estoy tratando de meter en la lectura a mi hijo de 17 y vengo rebotando mucho, incluso con clásicos como El guardián entre el centeno. Podría recomendar a Lee Child, porque soy adicto. Te leés estos libracos en dos minutos. Es como mirar una película, o Netflix. También me gusta Sergio Bizzio, que es tan divertido, sobre todo Borgestein. Pero creo que lo que más recomendaría son dos de mis preferidos: Los suicidas, de Antonio Di Benedetto, y Los galgos, los galgos, de Sara Gallardo. Ojalá conozca más gente a Sara. Es una escritora impresionante. Y agrego Cuando comenzó el silencio, de Jesse Ball, que es buenísimo y está basado en un caso real.

–Mencionaste a Jesse Ball y yo justo te traje un libro suyo para dejarte de regalo. Lo compré en la Feria. Se llama Autorretrato, y juega con el procedimiento de otro libro que se llama igual, del escritor francés Édouard Levé. Lo publicó Sigilo y es un libro sin pausas ni puntos y aparte que te sumerge en la voz del autor de una manera muy radical. Como veo que tenés leída parte de su obra, me parece que te puede gustar.

Una despedida inesperada
Ya terminamos la entrevista. Apago el grabador. Rafael hace con Cris, la fotógrafa, algunos retratos más posados, y yo me distraigo por un momento. Es casi la hora de irnos, pero Rafael dice de repente: “Siempre tuve la idea de hacer una foto en la bañadera, tapado por los libros, como ahogado en la lectura”. Con Cris nos miramos y después lo miramos a él: “Hagámosla ya”. Salimos los tres disparados hasta su baño y él se acuesta dócilmente en la loza fría. Yo empiezo a ponerle libros encima, con un poco de culpa por estar desordenando todo. Él dice que no importa, que traiga más. La escena es bastante extraña, por inesperada. Hasta China, la perrita, se acerca a ver qué hacemos con su dueño. Nunca imaginé terminar la nota tapando al entrevistado con sus propios libros. Cris se trepa a los bordes y dispara. Él la mira fijo. Hay algo en esa acumulación caótica de libros y del sentirse tapado con la que empatizo. Como lectores acérrimos nos sentimos cómodos con ellos en cualquier lugar. Si nos estuviéramos ahogando de verdad, querríamos tener un libro que nos ayude a salvarnos.

Listo, nos vamos a buscar a los chicos a la escuela.
Gracias, Rafael, por recibirnos.