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María Moreno y Martín Caparrós, dos escritores con recorridos distintos que confluyen en la crónica y hoy lidian con sus cuerpos.
El autorretrato de María Moreno en Black Out es fuertemente territorial. Parte de una caracterización más que aguda del barrio del Once (parangonable tan sólo con la “Consolación por la baratija” de Marcelo Cohen) y transcurre después en buena medida en términos de una significativa oscilación entre bares (los bares como espacios de circulación): entre el BárBaro y el Bar La Paz. El autorretrato de Martín Caparrós en Antes que nada, en cambio, está hecho básicamente de desasimiento; ya sea del desasimiento impuesto por la necesidad de salir del país por razones políticas, ya sea el de un impulso cosmopolita de viajar y recorrer el mundo.
María Moreno quedaría así más cerca del “Nocturno a mi barrio” de Aníbal Troilo (por barrial y por nocturno) y Martín Caparrós del “Nowhere man” de Los Beatles (el que, no siendo de ningún lugar, puede serlo de todos). Moreno lleva consigo esa marca, por convicción estética y política, vaya adonde vaya; Caparrós ensaya una “vuelta al barrio” en un momento determinado de su vida (el barrio es otro, por cierto: el Palermo del Botánico) y no termina de salirle, porque lo suyo ya es ir de acá para allá.
En el tramo que dedican uno y otro, en Antes que nada y en Black Out, a dar cuenta de su formación, la disposición narrativa se invierte: a Caparrós le tocan la consistencia, la pertenencia, el marco estable, la institución; a Moreno, la deriva y la contingencia. A Caparrós el Colegio Nacional de Buenos Aires y La Sorbona en París; a Moreno, el autodidactismo de bares (eso sí: con grandes maestros y maestras). La militancia política a Caparrós se le vuelve casi un destino (tanto como su consecuencia de exilio); Moreno en cambio zigzaguea entre el militantismo de La Paz y la moderna bohemia del BárBaro, es más sinuosa o es más oblicua.
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En el periodismo y en la crónica confluirán finalmente los dos, aunque los practican de muy distinta manera (Caparrós lo hace viajando, moviéndose de lugar en lugar; Moreno moviendo los ojos, quieta ella e inquieta la mirada, con hallazgos de adyacencias y el estímulo de las deshoras). Hay en Caparrós ciertas aproximaciones singulares en torno o al borde de lugares de poder, como signado por aquella tarde de su infancia en la que, acompañando a su padre para ver a Juan Perón en Madrid, tomó una merienda que solícitamente le sirvió José López Rega (años después, muchos se pronunciarán sobre la foto en la que aparece sentado al lado de presidente Fernández: se pronunciarán sin saber, pero además sin sentir que sería necesario saber, lo más importante de todo: qué fue lo que le dijo y qué pasó con eso que le dijo).
La lateralidad de María Moreno es bien distinta, responde a su inclinación a conciencia por los relegados, por los heterodoxos (de Lucio V. Mansilla a Osvaldo Lamborghini, pasando por Alfonsina Storni), no menos que a su elección de estilo (no ceder, en la escritura, a la chata transparencia comunicativa, en la línea de Héctor Libertella).
Hoy los dos lidian con sus cuerpos: lidia Martín Caparrós y lidia María Moreno. Y los dos con una escalofriante lucidez, los dos con su consabida inteligencia (como en esa dislocación patente entre el cuerpo y el lenguaje que tanto inquieta en “La metamorfosis” de Kafka); los dos sabiendo bien de qué se trata, los dos reacios a la compasión y a la autocompasión; con momentos de ironía los dos, pero los dos sin displicencia o cinismo; con sensible ensombrecimiento los dos, pero los dos sin regodeo. Caparrós le dedica a su enfermedad varias páginas de Antes que nada (porque esa es la nada que le espera). María Moreno escribió La merma a partir de lo que le pasó (porque por eso que le pasó es que hay merma).
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SumateLo de Martín Caparrós es del orden del avance progresivo, demorable pero irreversible; algo así como una “Casa tomada”, pero con el cuerpo en vez de una casa. No hay un cuerpo maligno creciendo dentro de otro, como pasa con el cáncer; hay una fuerza invisible que avanza paulatinamente hasta conquistar el cuerpo entero (en lo paulatino están, a la vez, la esperanza y lo desesperante: la mano que todavía teclea, la pierna que ya no se estira). Lo de María Moreno es en cambio la secuela larga de una afección en ráfaga: mitad del cuerpo que sí, mitad del cuerpo que no. Ella reivindica mordaz la desestabilización de hecho de ese principio y ese mandato estéticos: los de la simetría; ahora maniobra por necesidad entre esas dos mitades dispares; se las arregla, con lo que sí, para sobrellevar lo que no.
Hay una mano que todavía da en las teclas y hay un dedo (¡pero el de la mano izquierda!) que da en las teclas pese a todo. Entonces Caparrós escribe, y escribe María Moreno. Caparrós agrega Antes que nada a Ansay, a El hambre, a Echeverría, a Un día en la vida de Dios; Moreno agrega La merma a Black Out, a Oración, a El petiso orejudo, a El affaire Skeffington. Hay conciencia y hay lenguaje y hay conciencia del lenguaje. ¿Pienso, luego existo? Escribo, luego existo. Con el cuerpo a cuestas: como siempre, pero más que siempre (como todos, pero más que todos).
Hay un tramo en Antes que nada en el que Martín Caparrós refiere su último encuentro con Sergio Chejfec. Es en Nueva York, donde Sergio Chejfec vivía. Hablan de distintas cosas, hasta que, en un momento dado, llegan al punto: el punto en el que cada uno le cuenta al otro qué es lo que le pasa, qué es lo que tiene. Chejfec muere apenas unos días después. En La merma hay un tramo en el que María Moreno se detiene en ciertos planteos formulados por Josefina Ludmer (que la formó fuera de la universidad, como a mí me formó dentro). Con algunos está de acuerdo, y los retoma; con otros discrepa, y los descarta. Sigue en diálogo con Josefina Ludmer, que murió en 2016.
Eso tienen las despedidas, al menos algunas de ellas: que no duran lo suficiente y que nunca se terminan, y que son indiferentes a esa evidente contradicción.