Máquina o cabina

Los locutorios supusieron una intervención fundamental para el reparto de lo público y lo privado. ¿Tendrían que haber durado más?

Tal vez habría sido preferible que los locutorios duraran un poco más: al menos un tiempo más. Se agotaron, se extinguieron, ya no queda probablemente ninguno en ningún lado. Lo que queda, en todo caso, en algunas partes, son los carteles que visiblemente los anunciaban, con un diseño o con otro según la empresa a la que correspondieran; pero ahora anuncian y eso que anuncian en verdad no existe más (puede que, en esos mismos locales, haya ahora un negocio de venta de accesorios para celular).

Me pregunto si alcanzaron a durar lo suficiente como para llegar a establecer ciertos hábitos que a su vez dejaran huellas. Me pregunto, no lo sé. Es curioso lo que pasa con el tiempo (irrupciones, supresiones, aceleraciones, detenimientos, flujos, reflujos, saltos hacia adelante, vueltas atrás) a partir de las innovaciones tecnológicas que casi no dan respiro. Se lee en kindle o en la pantalla módica de una laptop o en la pantalla ínfima de un celular; los libros, no obstante, persisten (no tanto, o directamente no, los diarios y las revistas). Se escucha música en plataformas (y las canciones, como ya se ha dicho, circulan sueltas, desgajadas); no obstante, el CD persiste, y por si fuera poco, vuelve el vinilo, y por si fuera poco, vuelve el cassette (el vinilo vuelve porque muchos prefieren la calidez de su sonido a la excesiva eficacia del sonido digital; el cassette, sin duda alguna, ya que es neta desventaja, vuelve por puro amor al pasado). Lo que no vuelve ni volverá, lo que no podría volver porque no alcanzó a durar lo suficiente como para cobrar entidad, son los magazines. ¿Serán los locutorios algo de esa misma índole? ¿Habrá que explicar alguna vez, a los jóvenes que sean, qué fueron y cómo eran?

Los locutorios supusieron una intervención fundamental para el reparto de lo público y lo privado (y el reparto de lo público y lo privado es una de las cosas que más profundamente se alteraron en nuestras sociedades en los últimos tiempos), en un grado para nada comparable al de las viejas cabinas de las también viejas centrales telefónicas. Antes era más nítido el corte entre lo público y lo privado en lo que a la conversación telefónica respecta: uno hablaba en su casa, con el aparato de línea, de manera reservada, o lo hacía en el teléfono público de la calle, de un negocio, de una galería, mayormente sin cobijo, expuesto siempre a los demás.

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Los locutorios aparecieron para ofrecer una alternativa intermedia, manteniendo un carácter público pero combinándolo con elementos propios del ámbito privado. Uno no estaba en su casa (y las casas no garantizaban de por sí la posibilidad de hablar a solas y preservarse de ser escuchado, lo que hacían eran limitar las interferencias al círculo de lo familiar), pero contaba al mismo tiempo con un grado relativo de reserva: una cabina de puerta cerrada. Cerrada, pero no hermética, y por otra parte, de vidrio, lo mismo que los laterales que separaban una cabina de otra: uno quedaba finalmente a la vista, mientras hablaba; y si no moderaba razonablemente el volumen de la voz, lo que dijera se oiría desde afuera (y aun desde la cabina contigua).

Reserva relativa, entonces: estos teléfonos, sin dejar de ser públicos, no eran tan públicos como los otros, los de la calle, los que mantenían propiamente ese nombre; la reserva que procuraban era en cualquier caso adecuada, pero no absoluta. En los locutorios, por otra parte, no había solamente cabinas con teléfonos, sino también computadoras: filas de computadoras. Porque no ocurría lo que ocurre ahora, que es que cada cual lleva consigo un dispositivo de acceso a internet de manera permanente, con lo que lo usual es estar conectados siempre; antes a internet se entraba, antes de internet se salía, uno podía acceder pero también podía retirarse. Y hasta había quienes no tenían conexión a internet en sus casas. ¿Y para ver, por ejemplo, sus correos electrónicos, cómo hacían? Muy simple: iban al locutorio.

No: no estaba bien pispear la pantalla del cibernauta de al lado (lineamientos análogos a los de otros ámbitos que también combinan lo público y lo privado: los baños de los bares, restaurantes, estaciones de micro o de tren, etc., con los tácitos protocolos de sus escenas de mingitorios) y los respectivos establecimientos regulaban, o se suponía que regulaban, el tenor de los contenidos a los que se podía acceder al menos en algunos horarios (tocaba al usuario, si lo quería, si se animaba, pedir en el mostrador que a su máquina le quitaran el filtro).

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En fin, resumiendo: los locutorios cumplían de hecho una cierta función educativa para la población en general, así fuese de manera informal, en lo que hace a la distribución social de lo público y lo privado. Pedagogía estrictamente práctica: un ejercicio cotidiano de la discreción, una gimnasia más o menos diaria para tomar en cuenta a los otros, un hábito de delimitación empírica entre espacios y asuntos propios y espacios y asuntos ajenos. En un lugar enteramente público tal vez no haya que fijarse tanto; en un lugar enteramente privado, aunque por razones opuestas, puede que tampoco. Pero en un lugar en el que se entreveraban hasta tal punto esas dimensiones, como eran los locutorios, definitivamente sí.

La mostración pública de las propias vidas es, hoy por hoy, sabidamente, algo ya del todo establecido; a veces dando a ver meras escenas de trivialidad cotidiana, a veces cosas del orden de la intimidad. Conocerse sin conocerse (antes de conocerse en forma personal) es algo ya establecido también. Las películas se ven indistintamente (esto es, como si fuera indistinto) en el cine o en las casas, junto con otros o a solas. Y ya en un nivel de distorsión: un vecino de la ciudad de Bragado le ganó un juicio a Google Maps porque lo pescaron y lo exhibieron desnudo en el patio de su casa. O en otro nivel de distorsión: murió una de las más notables intelectuales argentinas, y en la página de cultura de un diario de antiguo renombre las noticias son sobre su gatita y sobre el portero del edificio donde vivía.

Lo público y lo privado: su carácter, su delimitación. Es una de las cuestiones que más hondamente se ha desacomodado y, en pleno proceso de transformación, va tanteando sus nuevos parámetros, esbozando sus nuevos pactos. Mientras tanto, en escenas de rutina, cada vez son más las personas que conversan en las salas de cine como si estuvieran en el living de sus casas, o las que encienden a todo volumen la radio o la televisión en una mesa de bar, o las que intercambian estridentes mensajes por walkie talkie en un micro de larga de distancia, o las que dicen cosas en twitter sin notar que las están publicando, o las que se sacan fotos a sí mismas de espaldas al escenario durante un concierto en el Teatro Colón, o hacen lo propio de espaldas al campo de juego durante un partido en plena cancha, etc., etc., etc.

Es en tales casos, o en otros de tenor análogo, que doy en preguntarme si no habría sido mejor que los locutorios duraran un poco más, al menos un tiempo más, para que calaran a su vez un poco más, en las costumbres, el discreto recato de lo propio y la prudente consideración de los demás.

Otras lecturas:

Nació en Buenos Aires en enero de 1967. Enseña Teoría Literaria en la Universidad de Buenos Aires y Narrativa Argentina en la Universidad Nacional de las Artes. Su último ensayo publicado es ¿Hola? Un requiem para el teléfono. Su última novela publicada es Confesión. Su último libro de cuentos publicado es Desvelos de verano.