Los Ángeles al desnudo, una distopía automovilística en 10 películas

La capital del entretenimiento solía tener una gran red de transporte público que ahora parece una de ciencia ficción hollywoodense. Una historia contada en largometrajes.

Es un día caluroso y pegajoso de verano en Los Ángeles. Una hilera de autos inmóviles se extiende sobre la carretera, que parece derretirse bajo el sol. El rugido de los motores, el llanto de un niño, bocinazos disonantes y peleas a los gritos componen las postales de este momento. La cámara se frena en un auto viejo y su único ocupante: un conductor de mediana edad, de camisa, corbata y anteojos, que hace fuerza para no estallar de ira.

El comienzo de Un día de Furia, aquel clásico noventoso con Michael Douglas, también puede leerse como el final de un fracaso urbanístico. De una ciudad joven con una red de transporte público de primer nivel a esta pesadilla hecha a base de autopistas: una historia deslumbrante que ha sido tratada, de manera más o menos oblicua, en el cine de Hollywood.

El último tranvía

Cuando salió ¿Quién engañó a Roger Rabbit?, todos destacaron su revolucionaria combinación de animación e imágenes reales. Fue un éxito de taquilla –la segunda película más vista de 1988 después de Rain Man– pero pocos recuerdan que en el centro de su misterio se encuentra el gran debate del siglo XX sobre cuándo fue que se jodió la movilidad en L.A., esta enorme urbe compuesta por cinco condados del Sur de California (Ventura, al oeste; Los Angeles y Orange County, en su área central; y San Bernardino y Riverside, al este).

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“Hollywood, 1947. Eddie Valiant, un detective de poca monta, ha sido contratado para encontrar pruebas que demuestren que Marvin Acme, magnate del negocio de los artículos de broma, está rondando a Jessica Rabbit, femme fatal y esposa de la estrella Roger Rabbit. Cuando Acme aparece asesinado, todas las pruebas apuntan a Roger, y el ambicioso Juez Doom está decidido a condenarlo como sea”.

La sinopsis presenta al villano pero no adelanta sus motivaciones, que se revelan más adelante en la película. El juez Doom (interpretado por Christopher Lloyd, el doctor Emmett Brown de Volver al futuro) tiene un conflicto de interés: es el único accionista de una empresa que compró a Pacific Electric Railway, el gran sistema de tranvías y trenes interurbanos de la ciudad. ¿Por qué haría eso? Para desmantelarlo y obligar así a la población de Toontown a usar las nuevas autopistas que su empresa está construyendo.

Como explica el propio Doom:

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–Hace unas semanas tuve la buena providencia de tropezarme con un plan del ayuntamiento. Un plan de construcción de proporciones épicas. Lo llamamos autopista.

–¿Qué demonios es una autopista?–, pregunta el detective Eddie Valiant.

–Ocho carriles de asfalto brillante que van de aquí a Pasadena. Suave, segura, rápida. Los atascos serán cosa del pasado.

Si a fines de los ochenta esta frase se usa en una película de Disney a efectos cómicos es porque hay algo obvio en el hecho de que la construcción de autopistas nunca logró terminar con los embotellamientos. Pero hay algo más importante en términos urbanísticos. Dado que esta subtrama del film de Robert Zemeckis se inspira en hechos reales, queda flotando en el aire la pregunta de si esta conspiración para destruir el transporte público en Los Angeles efectivamente existió.

¿Conspiración?

Los tranvías de la Pacific Electric, así como los coches amarillos de Los Angeles Railway, fueron el ícono del transporte guiado al sur de California durante la primera mitad del siglo pasado. “En su momento de mayor cobertura y accesibilidad, hicieron del transporte público de Los Ángeles el mejor del país, si no del mundo”, dice Colin Marshall en The Guardian, y se pregunta: “¿Por qué, entonces, desaparecieron del paisaje urbano a mediados de la década del sesenta? ¿Qué fuerzas podrían haber sustituido a los orgullosos coches rojos y amarillos por una flota de viejos autobuses, que tantos angelinos siguen despreciando hoy en día?”

Entre 1953 y 1959, algunos tranvías usados de la Pacific Electric llegaron a la Argentina, donde terminaron corriendo entre Federico Lacroze y Campo de Mayo. Foto: Rail Pictures / John F. Bromley

Un dato inobjetable nos lleva al centro de esta supuesta conspiración: entre 1938 y 1950, una única empresa compró los sistemas de transporte público de más de 25 ciudades. National City Lines, tal su nombre, tenía como inversores a General Motors, Firestone, Standard Oil, Mack Trucks y otras compañías que, efectivamente, podrían beneficiarse si el futuro no fuese sobre rieles. Esto también ocurrió en California: en 1945, de hecho, adquirieron Los Angeles Railway.

A mediados de siglo, el Tribunal Federal de Distrito para el Sur de California concluyó que las empresas habían violado la ley antitrust de los Estados Unidos y las condenó a pagar una serie de montos risibles (General Motors se libró del asunto tras abonar una multa de 5 mil dólares). ¿Caso cerrado? Ojalá la realidad fuera tan sencilla.

Por un lado, el servicio de tranvías ya se había resentido antes del desembarco de National City Lines. Como se cuenta en este libro, los angelinos habían adoptado el auto a un ritmo mucho más rápido que otras ciudades norteamericanas y su propia presencia al volante ralentizaba el servicio de tranvías (que no contaban con carriles exclusivos), lo que a su vez derivó en incumplimiento de los horarios y un empeoramiento general del servicio.

Por el otro, y quizás más importante, el declive del transporte público de pasajeros en Los Ángeles no fue tanto el resultado de decisiones de movilidad sino de políticas de usos del suelo. A diferencia de otras grandes ciudades, como Nueva York, L.A. se desarrolló bajo el ideal suburbano de grandes lotes en las afueras. Más aún, las propias empresas de tranvía fueron creadas para conectar las diferentes urbanizaciones privadas con el centro.

Detrás de unas y otras (urbanizaciones y empresas de tranvías) estaba Henry Huntington, sobrino del magnate ferroviario Collis Huntington. Huntington compraba enormes extensiones de tierra barata, llevaba las líneas de la Pacific Electric Railway hasta esas zonas, y luego ofrecía al público lotes en “suburbios conectados”. Allí la conspiración, y una de las semillas del fracaso futuro de los tranvías rojos y amarillos.

La gran lección aquí es que las políticas de movilidad y de usos del suelo son indisociables. Un modelo disperso y suburbano tiende a generar problemas de movilidad, no solo porque aumentan las distancias entre viviendas, comercios y servicios sino porque además matan la ecuación económica que permite el despliegue de redes eficientes de transporte público.

A pata y de noche

Luego de décadas de desinversión en el transporte público de pasajeros, con foco en la construcción de autopistas y un modelo de desarrollo urbano expansivo y disperso, hoy la capital del entretenimiento exhibe una fuerte dependencia del automóvil privado. Así lo retratan dos películas, una mala y otra muy buena, estrenadas el mismo año.

La mala es Crash, de Paul Haggis, que se alzó con el Oscar a mejor película con una historia que el New York Times definió como “burdamente manipuladora y profundamente complaciente”. A pesar de sus problemas, hay una escena que vale la pena rescatar porque ilustra lo desolada que es la vida a pata en L.A.

Peter, un joven afroamericano, tuvo un día largo y camina de noche por un barrio periférico de la ciudad. Es invierno y tiene frío. Suponemos que está cansado de caminar porque lo vemos haciendo dedo, con la esperanza de que alguien lo acerque a algún lado. Un auto frena: es de un policía de civil…

Si congelamos esta imagen podemos reproducir, en paralelo, otro film de 2004: Collateral, de Michael Mann. La primera película que el director rodó en formato digital subraya la inmediatez y la crudeza de esta urbe de 12 millones de habitantes. Max (Jamie Foxx), un taxista que lleva doce años detrás del volante y ya las vio todas, se ve obligado a llevar a un asesino a sueldo (Tom Cruise) a diferentes puntos de la ciudad en el curso de una noche.

Esperablemente, la de Mann es una mirada nocturna de Los Ángeles, retratada aquí como un lugar frío y oscuro, apenas iluminado por los tonos saturados de las luces de neón o por postes de luz muy separados entre sí. De West Hollywood al downtown, del barrio coreano al distrito financiero, L.A. es un archipiélago de lugares unidos por autopistas.

Tanto Crash como Collateral muestran que, a pesar de su densidad, una ciudad dominada por el auto siempre parecerá desierta de noche. Sin la protección que ofrecen las multitudes ocupando las calles, solo quedan viajeros en bólidos de acero y aluminio yendo del punto A al punto B. La ciudad es una mera zona de tránsito. El que camina está regalado.

Tom Cruise sabe que de noche L.A. es una ciudad desangelada.

Más pistas en celuloide

El cine actual de Hollywood muestra a la ciudad como esclava del automóvil, único medio capaz de llevar a sus habitantes a los diferentes puntos de este núcleo urbano multicéntrico y, sobre todo, a sus numerosas periferias residenciales. Es en auto como Jake Gyllenhaal llega a cubrir sus primicias sensacionalistas en Nightcrawler. Es en auto como huyen de la policía tanto Robert De Niro (Fuego contra fuego) como Ryan Gosling (Drive).

La lógica también funciona a la inversa. Sin su auto, incautado por falta de pago, Andrew Garfield atraviesa la experiencia física de tener que caminar por Los Ángeles en la intrigante Under the Silver Lake y Steve Carell, el protagonista de Virgen a los 40, recibe comentarios condescendientes por moverse en bicicleta.

–Oigan, no soy la única persona en el mundo que anda en bici–, se queja ante sus compañeros de trabajo.

–Sí, claro, todos andan en bici… ¡cuando tienen seis años!–, le responden.

“Las mejores películas sobre Los Ángeles tratan, al menos en parte, sobre los medios de transporte. Ir de un lugar a otro no es algo que uno pueda dar por sentado”, dice Thom Anderson, director del enorme documental Los Angeles Plays Itself.

En Chinatown, de Roman Polanski, Jack Nicholson interpreta a un detective privado que investiga la manipulación del suministro de agua en Los Ángeles. Unos matones le pinchan los neumáticos y lo obligan a moverse en taxis o autos conducidos por otros. “En la segunda mitad de la película, pasa a depender de los demás. Su sentido de la maestría desaparece. Siempre va uno o dos pasos por detrás y nunca logra ponerse al día”, dice Anderson. “La pérdida del coche es una forma de castración simbólica, tanto en las películas como en la vida”.

Un día de furia se puede alquilar en Apple TV. ¿Quién engañó a Roger Rabbit? y Fuego contra fuego se pueden ver en Disney+. Under the Silver Lake está en MAX y se puede alquilar en Apple TV y Google Play. Collateral se puede alquilar en Apple TV y Google Play. Nightcrawler y Chinatown están para alquilar en Apple TV, Google Play y Claro Video. El resto se consigue… por ahí.

Otras lecturas:

Es magíster en Economía Urbana por la Universidad Torcuato Di Tella (UTDT) con especialización en Ciencia de Datos. Cree que es posible hacer un periodismo de temas urbanos que vaya más allá de las gacetillas o las miradas vecinalistas. Sus dos pasiones son el cine y las ciudades.