La Habana de Padura: cuatro estaciones de una ciudad con virtudes y fracasos
Al recorrer la capital cubana se siente su historia única de revolución y bloqueo comercial, pero también su anclaje a una región donde las crisis y las privaciones florecen a los ojos del turismo.

“Una ciudad son muchas ciudades en el tiempo y en el espacio y, a la vez, es una sola, en un espacio más o menos preciso y a través del curso indetenible del tiempo”. La frase no es de ningún urbanista renombrado, aunque después de leerla en Ir a La Habana creo que a Leonardo Padura habría que tomarlo como tal.
Mi viaje a la capital cubana empezó unas semanas antes de pisar la ciudad mientras leía “el último de Padura” que, además de contar la ciudad a través de su prosa, incluye escenas de La Habana capturadas por el lente de Carlos Torres Cairo, un fotógrafo que también vive en Cuba. Al igual que Torres Cairo, Padura aún vive en su barrio natal, Mantilla, un barrio periférico de la ciudad. Ese anclaje territorial lo empapa de una legitimidad que le permite hacer críticas profundas al estado actual de La Habana, de la que no gozan otros escritores que las ensayan tanto o más profundas que Padura pero que hace tiempo viven fuera del país.
Caminar La Habana por el malecón –la costanera de la ciudad– desde el este al oeste implica un viaje territorial y al mismo tiempo uno a través de su historia. Se puede decir que se recorren las Cuatro estaciones en La Habana, título que llevó la adaptación audiovisual de cuatro novelas de Padura. Su protagonista, Mario Conde, es un detective bohemio que investiga crímenes durante el llamado “período especial en tiempos de paz”, que empezó con la disolución de la Unión Soviética (URSS) en 1991 y cuyo final –aunque la fecha precisa sea objeto de debate– podríamos ubicar cerca del año 2000, con la llegada de Hugo Chávez a la presidencia de Venezuela, que implicó la firma de convenios petroleros parecidos a los que había tenido la isla con la URSS.
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La miniserie se estrenó en Netflix en diciembre de 2016, apenas dos semanas después de la muerte de Fidel Castro y en medio de un proceso de descongelamiento de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos, cuyo clímax se había alcanzado durante la visita oficial de Barack Obama a La Habana. Fue la primera de un mandatario estadounidense a la isla, no sólo desde la ruptura que implicó la Revolución de 1959 que terminó con la dictadura de Fulgencio Batista, sino desde 1928.
Esos cuatro momentos que esquemáticamente podríamos decir que se recorren de este a oeste, son: un primer momento colonial, que se ve materializado en La Habana vieja, el casco histórico de la ciudad; otro que se abre con la declaración de la independencia de España –pero que incluye el tutelaje norteamericano vía la enmienda Platt– que tiene como resultado una expansión de la ciudad intramuros y el surgimiento de nuevos barrios como Centro Habana y el Vedado; un tercer período inaugurado por la Revolución de 1959 y la instauración del modelo socialista en la isla y en su capital, cuyas consecuencias territoriales son determinantes; y, por último, el especial, que marcaría el desarrollo urbano de La Habana hasta la actualidad, con dificultades evidentes.
Esto no significa que cada zona de la ciudad se haya desarrollado durante una de estas etapas pero sí, a mi entender, hay una asociación ineludible entre cada espacio y cada tiempo. Un quinto momento podría ser, sin dudas, el que se vive hoy en La Habana, una ciudad marcada por la escasez de combustible y otros bienes básicos. En parte, por la victoria de Trump en 2016 que no sólo revirtió el descongelamiento de las relaciones con Estados Unidos sino que endureció el bloqueo y boicot a la economía cubana, a lo que se sumó la pandemia en 2020, un golpe durísimo al ingreso de divisas vía turismo que fue una de las fuentes que hizo que la isla sobreviviera al período especial.
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SumateLa más hermosa
Cuando Cristóbal Colón llegó a Cuba en octubre de 1492 (fue una de las primeras islas en ser encontradas por los españoles) la describió en una carta a los reyes católicos como «la tierra más hermosa que ojos humanos hayan visto». Al genovés no le fallaba la percepción: había llegado a uno de los cayos más paradisíacos, cerca de la actual ciudad de Holguín, en el norte de la isla. En ese entonces la isla de Juana (como la bautizó Colón) contaba con unos 110.000 habitantes originarios de los que 20 años después no quedaban más de mil.
Para España, la dominación de ese territorio estratégico en las rutas marítimas de exploración era clave y por eso rápidamente empezó a desarrollarse una ciudad amurallada, que es la que hoy se conoce como La Habana Vieja. La vida colonial de la ciudad entre principios del siglo XVI y fines del XIX se desarrolla en el extremo oriente de la ciudad, en esa ciudad intramuros defendida del asedio de piratas, corsarios e invasiones de potencias extranjeras.
Si bien La Habana Vieja es la típica ciudad original que se puede ver en la mayoría de las ciudades de Latinoamérica (San Telmo en Buenos Aires, Ciudad Vieja en Montevideo, La Candelaria en Bogotá, entre muchas otras), el casco histórico de La Habana corre con dos ventajas que hacen que se mantenga bastante más intacta que otros de las ciudades mencionadas.
Por un lado, el hecho de que la inversión inmobiliaria típicamente capitalista que busca reemplazar el patrimonio arquitectónico por edificaciones que le permitan mayor rentabilidad está prácticamente ausente en Cuba. Obviamente, ante la falta de recursos de los propios ciudadanos cubanos y del Estado, existe un altísimo déficit cualitativo que se observa a simple vista en las edificaciones de La Habana. Sin embargo, acá emerge la segunda ventaja que tiene el casco histórico de la ciudad. En 1982, la UNESCO declaró Patrimonio de la Humanidad La Habana Vieja, lo que la coloca en un lugar privilegiado a la hora de la priorización de inversiones tanto del propio gobierno (que suele privilegiar también por ser el lugar más turístico) como de donaciones e inversiones extranjeras que permiten mantenerla visiblemente en mejores condiciones que otras áreas de la ciudad.
En La Habana vieja están presentes los lugares y edificaciones que suelen aparecer en las postales de la ciudad: la plaza de armas, la Catedral estilo barroco, la plaza vieja, el Paseo del Prado (uno de los límites del casco histórico, con un inconfundible parecido a la rambla de Barcelona), el edificio impresionante edificio Bacardí con estilo art decó, el bar El Floridita fundado en 1817, donde Hemingway tomaba sus daiquiris, entre muchos otros. Cruzando la bahía se ubica la Fortaleza de San Carlos de la Cabaña, desde donde se lanzaban –y todavía lanzan– cañonazos todos los días a las 9 de la noche que marcaban el comienzo del toque de queda que obligaba a los pobladores a volver la ciudad amurallada y protegerse de posibles saqueos del exterior.
Hoteles y casinos
El Capitolio, ya en el límite con Centro Habana, marca el final del recorrido por La Habana Vieja. Sede de la Asamblea Nacional del Poder Popular, es una réplica del Capitolio de Washington D.C. que se terminó de construir en 1929 y es quizás la materialización de esa etapa de tutelaje norteamericano en la isla.
“A partir del nacimiento de la República –mediatizada con una enmienda constitucional que daba autorización a Washington para intervenir con sus marines en los asuntos internos del país–, se construye La Habana de los ocupantes militares e inversores económicos estadounidenses, necesitados de infraestructuras modernas para el mejor funcionamiento de su protectorado”, describe Padura sobre la primera expansión de La Habana durante la etapa neocolonial (1910-1959).
A finales del siglo XIX la muralla que rodeaba La Habana Vieja había sido derribada para que la ciudad se ensanche más allá de su casco original. Así nace La Habana Centro, que es el barrio que le sigue si caminamos por el Malecón hacia el oeste. Es un barrio con el típico trazado en cuadrícula, más denso que La Habana vieja y con edificios mucho más altos para el promedio habanero. Hoy es la parte menos turística y probablemente más descuidada de la capital cubana.
El Vedado también se empieza a desarrollar durante esa etapa. Su nombre deriva del hecho de que hasta finales del XIX no se podía construir nada en esa zona, era una zona vedada a la urbanización para no facilitar la entrada a la ciudad de los posibles invasores. Con el tutelaje norteamericano la invasión de alguna manera había sido legitimada en la propia Constitución por lo cual ya no tenía sentido la prohibición. En palabras de Padura, es “la villa de la nueva burguesía republicana enriquecida por todas las vías legales e ilegales (…)” en una época de “turbia prosperidad”.
En 1913, de nuevo según el escritor cubano, en La Habana circulaban más automóviles que en Madrid y Barcelona juntas. Es también en esa zona de la ciudad donde se puede ver la influencia catalana en el ensanche de la ciudad, con boulevares y avenidas, pero sobre la influencia de la arquitectura estadounidense en sus construcciones que parecen implantadas de algún suburbio de clase alta de Nueva York con sus porches y entradas ajardinadas.
De alguna forma el Vedado simboliza lo que fue La Habana para muchos norteamericanos hasta la Revolución: una válvula de escape de las propias restricciones conservadoras en lo conductual, sobre todo durante la época de la prohibición de bebidas alcohólicas que duró hasta 1933 formalmente, pero se extendió en espíritu muchos años más. A unas horas en yate desde Miami estaba la verdadera libertad.
Hoy en día el Vedado conserva algo de su origen de alcurnia y es de alguna forma el corazón de la ciudad. En el plano arquitectónico, uno de sus símbolos es el Hotel Nacional de Cuba (1933), que tiene una de las mejores vistas de la ciudad y por el que pasaron muchísimas figuras del cine, el deporte, la política y de la mafia de todo el mundo. Ahí vivió el emisario de Estados Unidos hasta la Revolución y es donde se hizo la Conferencia de La Habana, a la que concurrían las familias mafiosas del mundo. Esa reunión es representada en El Padrino II pero fue filmada en Santo Domingo, capital de República Dominicana, porque Estados Unidos no autorizó a Francis Ford Coppola a hacer el rodaje en la capital cubana.
Otro de los hoteles emblemáticos del Vedado es el La Habana Libre que se inauguró un año antes de la Revolución, en 1958, bajo el nombre Havana Hilton. En una de sus habitaciones instaló Fidel Castro su cuartel general durante tres meses cuando entró en la ciudad, hecho que marcó el triunfo de los rebeldes por sobre el gobierno de Batista. Muchos de estos hoteles habían sido construidos a raíz de varias leyes de promoción hotelera y de cabarets para facilitar el negocio de empresarios norteamericanos, entre ellos muchas familias mafiosas que lavaban dinero ilegal en los casinos de estos hoteles. Una de las primeras medidas del gobierno revolucionario fue su nacionalización, la prohibición del juego y la expulsión de la mafia de la isla.
Los hoteles siguen siendo hoy en día una cuestión fundamental en la organización urbana de La Habana. Sobre todo con la reapertura del turismo en los años noventa del período especial, estos hoteles volvieron a llenarse de turismo extranjero que llegaban a conocer un estilo de vida alternativo al capitalista pero que al mismo tiempo constituían una isla de consumo masivo en medio de una ciudad que no podía darse casi ningún lujo.
Con el ya mencionado descongelamiento de las relaciones con Estados Unidos, entre 2012 y 2016 hubo un boom de inversiones hoteleras que la llegada de Trump a la Casa Blanca y la pandemia frenaron de golpe. Muchos, hoy, están prácticamente vacíos, son hoteles fantasma, que junto con las MIPYMES (Micro, Pequeñas y Medianas Empresas) autorizadas por el gobierno cubano en 2023, cambiaron radicalmente el paisaje urbano de La Habana de los últimos años.
Mansiones vacías para todos
También en el período de la neocolonia había nacido Miramar, donde se instaló la alta burguesía de La Habana en casas también inspiradas en la Ciudad Jardín estadounidense. Ahí se encuentran casas aún más impresionantes que en el Vedado y la mayoría tienen estilo art decó. Es el barrio donde funcionaba el Yacht Club y el Náutico de La Habana.
Fueron esas mansiones las primeras en quedar vacías después de la Revolución, ya que eran habitadas por la dirigencia política y empresarial de la isla durante la dictadura de Batista y antes. El nuevo gobierno las expropió y destinó la mayoría a embajadas, centros culturales y oficinas públicas. Otras también fueron adjudicadas, vía la Reforma Urbana decretada, a familias cubanas que las alquilaban o pagaban una hipoteca.
Al igual que la Reforma Agraria, esta medida de la Revolución puso límites muy fuertes a la acumulación de viviendas (hoy nadie puede tener más de dos inmuebles) y la propiedad del suelo urbano (no así de las construcciones) en última instancia siempre es estatal. La consecuencia de esta medida, entre otras, es que La Habana casi no sufre dos de los problemas típicos de las grandes ciudades: la inquilinización y el aumento de personas viviendo en la calle. Prácticamente todas las familias en La Habana son propietarias de su casa y el número de personas en situación de calle, si bien está creciendo en el contexto de la crisis, es imperceptible en comparación con la mayoría de las capitales latinas.
“Ya en la década de 1970, para paliar un creciente déficit habitacional provocado por un incremento de la población urbana (…) le nacen a La Habana nuevos barrios de edificios apresurados y sin estilo, en el que se mezclan ciudadanos de diferentes procedencias geográficas más por necesidad que por elección (…)”, relata Padura en su Ir a La Habana acerca de uno de los cambios en la fisonomía urbana que trajo aparejado el triunfo del socialismo.
El problema de la vivienda en Cuba tiene mucho más que ver con su mantenimiento edilicio (déficit cualitativo), con cerca de un 40% de viviendas que necesitan reparaciones urgentes, que con la falta de metros cuadrados (déficit cuantitativo). De hecho, en La Habana no hay, hasta donde se conoce, cifras de hacinamiento extremo que sí se encuentran en barrios informales de Ciudad de México, San Pablo o Buenos Aires.
Existen barrios informales sobre todo dentro de los municipios periféricos de La Habana como San Miguel del Padrón, Luyanó, Guanabacoa y Alamar, un complejo de viviendas de estilo soviético hecho por la Revolución en la década de 1970. En su mayoría, estos barrios se conformaron en la etapa post revolucionaria, como en muchas otras ciudades de cara a un proceso de industrialización y migración del campo a la ciudad que atrajo una demanda que la provisión estatal de vivienda no pudo responder.
El espacio público en la urbe socialista
También en el Vedado está la famosa heladería Coppelia (1966), una construcción con un estilo modernista muy particular, impulsada por Revolución y diseñada por Mario Girona, arquitecto de la escuela de Oscar Niemeyer, el diseñador de Brasilia. Girona usó hormigón armado y trató de transmitir las ideas igualitarias socialistas en su proyecto. Por eso, la heladería es un lugar abierto y tiene un gran espacio público alrededor con árboles que dan sombra a las mesas al aire libre.
Esa importancia del espacio público se respira en La Habana, cuya falta de publicidades de marcas con carteles de luces led y neón lo hacen muy apacible a la vista. Las personas, locales y turistas mezclados, caminan por la calle a toda hora y los chicos juegan al fútbol o al béisbol hasta en las plazas más céntricas de la ciudad.
En La Habana hay una ocupación del espacio público muy difícil de encontrar en otras capitales del mundo. Cuando pregunté por qué pasaba esto una de respuestas más repetidas (hasta quienes están más disgustados con el gobierno) es que La Habana (y diría Cuba en general) es una ciudad extremadamente segura a pesar de que se ve muy poca policía en la calle.
La baja inseguridad es compleja de explicar en una ciudad en la que sus habitantes transitan privaciones muy variadas, pero quizás sea el resultado de una mezcla de factores: una conciencia acerca de la dependencia del turismo en términos económicos (a nadie le conviene que La Habana sea percibida como insegura por los extranjeros), penas muy altas en comparación a otros países para casos de robos simples, una sociedad todavía bastante igualitaria en términos socioeconómicos (aunque la desigualdad crece constantemente en el último tiempo) y el hecho de que en Cuba casi no hay armas en manos de población civil porque es algo estrictamente prohibido.
Ese placer de circular y habitar el espacio público habanero sólo se ve interrumpido por el principal problema que tiene la ciudad junto a los cortes de luz, que son menos habituales en La Habana que en el interior de Cuba: la falta de recolección de residuos. La escasez de combustible, que marca la crisis actual de la isla, hace muy difícil para el gobierno poder cumplir con este servicio básico, sobre todo en Centro Habana donde ese problema se llegan a divisar montañas de basura en muchas esquinas.
Moverse por La Habana
Más allá de la amabilidad que presentan las calles de La Habana para moverse a pie, el transporte público de la ciudad presenta serias limitaciones producto, de nuevo, de la escasez de combustible pero también por la falta de mantenimiento de las calles. Si bien el costo de las guaguas está subsidiado para los cubanos (sale dos pesos cubanos que son aproximadamente cinco centavos de dólar) en el último tiempo surgieron otras modalidades de transporte público con distintos grados de formalidad derivados de la deficiencia de las guaguas.
Los taxis colectivos son un ejemplo, combis que hacen rutas fijas y cobran por pasajero una cifra más elevada pero cuyo funcionamiento es más confiable. También existe el Uber cubano, que se llama La Nave, una aplicación que permite viajar en taxi de forma más confiable pero sobre todo destinada al turismo o a una pequeña población habanera que puede hacer frente a esos gastos.
Los almendrones (autos de los cincuentas y sesentas recauchutados) conviven con los Lada rusos de los setentas y ochentas y los más recientes autos chinos. Esos autos ruidosos contrastan con la silenciosa movilidad eléctrica que, por la necesidad de la ausencia se combustible fue surgiendo en el último tiempo: motos, triciclos con acoplado para trasladar mercancías o pasajeros y hasta colectivos son alimentados por baterías de litio importadas desde China, uno de los pocos socios comerciales que puede tener Cuba desde el endurecimiento del bloqueo. También se empezaron a ver, desde hace muy poco tiempos, autos de alta gama que marcan una desigualdad que antes no se veía tan palmariamente.
La bicicleta, muchas veces asistida también por baterías eléctricas, también protagoniza la escena de la movilidad habanera aunque sus calles repletas de baches no se presten demasiado a su uso. El Estado, de a poco, empieza a tener algunas políticas de promoción ciclista como un sistema de bicicletas públicas especialmente destinado a estudiantes. El problema es que su costo –un dólar por día– es bastante elevado para una población que, en promedio, tiene ingresos por debajo de los 200 dólares mensuales.
Final del recorrido
Podría decirse, después de hacer un posible recorrido territorial y temporal por La Habana –obviamente limitado por mi condición de extranjero–, que la capital cubana tiene virtudes y fracasos como casi cualquier otra ciudad del mundo. Pero que no suelen ser ni las mismas virtudes ni los mismos fracasos que los de cualquier otra ciudad del mundo. Padura en su libro más urbano transita ambas cuestiones, aunque poniendo más énfasis en los fracasos, algo entendible a la luz del difícil presente que vive una ciudad en crisis.
En una de las frases que más me gustaron de Ir a La Habana, el escritor se refiere a la comida, pero creo tranquilamente podría referirse al estado de las cosas a nivel urbano. “Desde hace sesenta y tantos años en Cuba, creo, nadie ha muerto de hambre, pero casi nadie ha comido lo que desearía comer”, sentencia Padura. De la misma forma, creo, nadie se vio obligado a dormir en las calles de La Habana, pero casi nadie vive en la casa que desearía vivir.
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