La caída del muro
La obscenidad del dinero, de la exhibición y la apuesta exagerada quedó a la vista, traspasó un espacio determinado para llegar al celular.

Hasta hace un tiempo (no poco, pero no tanto), había en el Hipódromo de Palermo un muro que abarcaba todo el tramo de Avenida Dorrego. Toda esa parte, la que va desde Libertador hasta el puente del ferrocarril Mitre. La bordeaba el muro opaco, espeso, mudo, intransigente. No estaba para que no se pudiera pasar, estaba para que no se pudiera ver. Era menos una barrera que un velo. Lo que hacía era tapar.
No era, con todo, demasiado alto. Se elevaba lo suficiente para bloquear la visión del que pasara caminando o en auto. Pero yo pasaba por ahí en colectivo (en el 130, camino al colegio) y, si me tocaba viajar parado, y si ensayaba cierta punta de pie, no alcanzaba estrictamente a ver, pero sí a pispear, a entrever, a vislumbrar (no era igual que la perspectiva del tren, más abierta y alejada. Sin misterio por eso mismo).
¿Qué ocultaba, qué escondía, el muro de Dorrego del Hipódromo de Palermo? Ese muro cayó, como cayeron otros, aunque con menos estrépito y significación. Lo quitaron, no existe más; y en su lugar lo que hay ahora es una reja de metal de barrotes no muy ceñidos. Una reja que ahora impide pasar, pero no impide en absoluto ver. Se ve, sí: se ve. Lo que aquel muro encubría, ahora simplemente se ve. ¿Y qué era? ¿Y qué es? Una larga pista de arena, caballos que vienen y van. Arena como hay en la playa. Caballos como hay en el campo. No mucho más. ¿Y entonces?
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El velo ha sido quitado, pero la veladura persiste. Persiste, sólo que tramada de otra manera. Hay algo que aún se restringe, así como se restringe el acceso al hipódromo a los menores de dieciocho años de edad. Y no son precisamente los caballos, ni es tampoco la arena de las pistas; no son tampoco las carreras, ni los jockeys, ni las tribunas repletas de gente. Lo que se vela, lo que se veda, es un tipo de relación con el dinero. Y un grado de avidez algo febril para obtenerlo, con el riesgo muy patente de perderlo; ganas de plata en estado puro, ya en niveles de obscenidad, pudiendo descontrolarse.
Algunos saben o se asesoran con Palermo Rosa; otros se entregan, por así decir, al puro azar. Pero hay algo en el apostar cuya directa mostración se restringe. Recala en frases como “en Pampa y la vía”, cuyo origen no siempre se sabe; o en un tango como “Por una cabeza”, que hace del juego algo tan fatal como el amor; o en alguno de esos locales de quiniela en los que los burreros se juntan a seguir las carreras en un televisor desvencijado que sintoniza Crónica TV. Pero son algo así como remanentes de una época que ya ha cambiado.
Cambió el régimen de visibilidad, en el sentido en que Jacques Rancière lo piensa cuando habla de “la partición de lo sensible”. Si algo está más presente que nunca, eso es el dinero. No obstante, y evidentemente, se lo ve cada vez menos, se lo toca cada vez menos (algo de esto mismo sugiere Alexandra acá). Circula en su mayor parte en flujos inmateriales, con volúmenes imposibles de hacer entrar en bolsos revoleables en conventos. Franco ‘Bifo’ Berardi es uno de los tantos que vienen analizando ese proceso de transformación, parte de una tendencia social general a desmaterializar y abstraer, a descorporizar y virtualizar, a vaciar los espacios de contacto, a ausentarse en lo intangible.
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SumateLa plata ya no se ve, la plata ya no se toca. Pese a eso, o por eso mismo, está ahora más presente que nunca, ocupa casi todos los espacios, casi todo el tiempo, casi todos los temas. Lo hace, claro, de otro modo. Cada vez menos ligada a los procesos de producción, más ligada cada vez a la lógica de la especulación financiera. Cabe recordar que la metáfora de la bicicleta se suscitó para graficar el pedaleo que se practica por el pedaleo mismo, nada del orden del espacio real, nada de trasladarse de un lugar real a otro. Desmaterialización del dinero, desgajamiento de la producción concreta; el reino de la especulación que es timba, ruleta, apuesta, hacer plata con la plata misma, soñar con el batacazo repentino, arriesgarse a la debacle, enviciarse de codicia.
El mundo entero en buena medida viró hacia las apuestas y las especulaciones, pegarla y que trabajen los giles. Tal vez por eso la reja porosa de Dorrego se permite el dar a ver, porque el afuera ya se parece bastante al adentro, tal vez ya no contrasta ni escinde esferas tan distintas en lo sustancial. De hecho ese mismo mundo, el de las apuestas, traspasó a la virtualidad, se participa ahora celular en mano, no hay que ir a ninguna parte, ni a la cancha ni al hipódromo. Y el asunto se fue de las manos. Porque eso es lo que profundamente anida en esta clase de asuntos: que siempre pueden irse un poco de las manos, o totalmente de las manos, salirse del control, volverse adictivos. Ahí está el Dibu Martínez diciendo sucesivamente dos cosas: una, que apuesten, que apuesten, que apuesten, que pongan su plata y apuesten; la otra que los menores no lo hagan. Según señalan los especialistas, se hace caso a lo primero, pero a lo segundo no.
Si lo obsceno, en un mundo obsceno, ocupa ahora el centro de la escena, ya no resulta ni siquiera obsceno. Todo queda burdamente a la vista. Y a la vez, nada se ve.
Foto: Depositphotos.