La banalidad del bien

Sobre las redes sociales, el dedo acusador, la opinión a los gritos, los porqués y la falta real de discusión.

I. Estoy habituada a no pensar las cosas en términos causales. No me gusta ese encierro al que conducen los caminos de la causa-efecto cuando se trata de cuestiones complejas, difíciles, que de ninguna manera responden a una sola variable, que tienen muchísimas aristas y matices. En definitiva: casi todas las cosas que hacen a nuestra vida. La pregunta “¿por qué?” me parece que en esos casos no tiene nada que decir. O, al revés: llena de sentido, habla muchísimo pero no da con la cosa. Es una pregunta que en algún momento, tarde o temprano, se topa con el límite. Como cuando los niños preguntan por qué y no se conforman con la respuesta. Lo que en realidad buscan es el agujero en el saber del Otro, que ese otro se muestre, por fin, agujereado. El ejemplo más cómico que se me ocurre es el de Les Luthiers y “La gallina dijo Eureka”. O como cuando alguien nos pregunta por qué hacemos algunas cosas y no admiten que la respuesta pueda ser, simplemente, “porque me gusta”. La pregunta del por qué siempre pretende que haya algo consistente que explique, que justifique, que aclare. Como si no existiera el sinsentido, o el sentido apocado. Tratar de explicar las cosas buscando causas y dándoles un sentido acabado, sin dudas aquieta. Aunque es más bien una pseudo quietud, porque aquieta incertidumbres que no tienen forma de ser aquietadas. Es un poco tramposo. Como el chiste del que va al analista porque se hace pis encima y luego de un tiempo se encuentra con alguien que le pregunta por su síntoma y el paciente responde: sigo haciéndome pis encima, aunque ahora entiendo por qué. Si las respuestas a las preguntas dejan todo en el mismo lugar, quizás habría que reformular las preguntas.

II. La cuestión se abre más si, en lugar de examinar algo buscando las causas, tratamos de escrutar de qué está hecho el asunto, cómo es, qué es eso. Antes de preguntar por qué hacemos lo que hacemos, por qué no podemos dejar de hacerlo, convendría precisar qué es eso que hacemos o que no hacemos. Porque no va de suyo. Quizás porque me dedico al psicoanálisis es que tengo más aceitado el ejercicio de no pensar en términos de causa-efecto y, en cambio, tratar de leer un fenómeno, un acontecimiento, una escena, un discurso, etc., según otras variables. Las cosas a las que me dedico en estos textos –y en general en mi práctica– admiten ser leídas sin requerir buscar las causas y, en cambio, tratar de encontrar otra cosa.

III. ¿Por qué hay tanta violencia dando vuelta por las redes sociales? No sé. Pero en principio diría que no creo que este estado de cosas sea un asunto meramente de las redes sociales. No se trata de estigmatizarlas, ni de señalarlas como las causantes. Por supuesto que hay muchos autores pensando las redes sociales y tratando de descifrar todo eso que van produciendo, en lo que se ha dado en llamar nuevas subjetividades. Pero reducir la cosa a la lógica de las redes no me conforma. Creo que es algo que desbordó y que lamentablemente toca nuestros cuerpos, estemos o no en las redes sociales. A veces me encuentro pensando que si alguien tan violento como el jefe de Estado llegó a ese puesto elegido por muchísimas personas –y no a pesar de su violencia, sino por su violencia– es que las condiciones para esa violencia estaban ya dadas. ¿Cómo es que pasa lo que pasa? ¿Cómo es que suceden algunas cosas y no pasa nada?

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IV. En tiempos de fake news, post verdad y la posibilidad de decir cualquier cosa en cualquier momento, me interesa ahora detenerme en el género de los comentarios en redes sociales a posteos, reels, noticias, etc. Comentadores seriales que, no sólo no leen la noticia ni ven una entrevista entera, sino que tampoco toman en cuenta el marco, el contexto, quién pregunta, quién responde, etc. O que aparecen para acusar a alguien de algo aunque no se esté hablando de eso. Son voces que pululan por las redes, que llevan adelante una sostenida cruzada de indignación y que solo quieren expresarse sin que eso implique demasiado. La indignación, pieza fundamental del procedimiento del comentador, no conduce sino a la inacción: ya sea por el lado de la inhibición, ya sea por el lado del linchamiento o del control. Se trata siempre, para esos comentadores, de establecer, a manera de placebo, que se está del lado del bien. En nombre de eso, van de publicación en publicación vigilando y controlando –aunque no sea siempre la misma persona–, olfateando como un perro entrenado de la DEA, buscando la droga que necesita: mostrarse impoluto. Lo importante: hacer de eso un espectáculo. Porque, como precisó Margarita Martínez: “La indignación no es el enojo y la reacción contra algo, sino el espectáculo de esa reacción”. Mark Fisher, entre otros, fue crítico de lo que llamó la cultura de la indignación, ya que el moralismo termina configurando un espacio “donde la solidaridad es imposible, pero la culpa y el miedo son omnipresentes”. Señala asimismo que tal “cultura de la indignación” reduce cada problema político a una crítica de las conductas individuales en vez de tratar los asuntos políticos a través de la acción colectiva.

V. Digo que son voces porque es un ruido de fondo que no cesa. Todo el tiempo, en todas las publicaciones, estas voces se hacen oír y van configurando una especie de moral de época. Es un ruido insoportable que nos afecta, seamos o no objeto de esa hostilidad. En nombre de la democratización de la expresión, cualquiera puede decir cualquier cosa en cualquier lugar, por disparatada o hiriente que sea. Se supone, además, que no hay que oír esas voces, que no hay que darles entidad. Pero, ¿cómo no darles entidad a aquellos que gritan sus opiniones porque no pueden dejar de darle entidad a aquel a quien deciden odiar, atacar, insultar?

VI. Ahora me quiero detener en aquellos que llevan adelante su cruzada comentadora en nombre del bien. Aquellos que se revisten de una pátina de superioridad moral, de una imagen intachable, inmaculada, redonda, sin agujeros. El psicoanálisis me enseñó que el ensañamiento proyectado sobre el otro, los vómitos derramados sobre aquella figura que se nos antoja ideal, a la cual odiamos, tiene mucho que ver con uno mismo. Aquello que proyectamos sobre la superficie de un otro –sobre todo si no lo conocemos– parte de nuestras propias entrañas. Las redes sociales son un generador constante de intercambios con personas que, la mayoría de las veces, no sabemos quiénes son –incluso cuando son “conocidos”, no los conocemos–. Entonces tenemos vía libre para atribuirles todo lo que nuestra fantasía pretenda. En ese punto, se va generando un tipo de violencia consistente en la atribución. Cada uno “decide” sobre el ser del otro y proyecta en él una especie de objeto ideal, que a veces se ama y, otras tantas, se odia. Porque si el odio se dirige al supuesto ser del otro, en las redes eso se exacerba, se ensancha, se agranda, se expande hasta el punto de hacer del otro lo que la fantasía de cada quien dicte. Las proyecciones se tornan ilimitadas y desbordan hasta el punto de meterse directamente con la carne del otro, se precipitan encarnizamientos desmedidos y crueles. No por nada ya existe hace mucho tiempo un término, una etiqueta para eso: hater. El hecho de que haya un nombre para esa práctica hace que, por un lado, se apacigüe, se domestique y hasta se naturalice (“las redes son así”) y, por el otro, que muchos se sientan afuera de esa etiqueta porque no lo “son” –el odiador siempre es el otro–. Pero, a la vez, no dejen de destilar su veneno y su odio en las redes. Incluso y sobre todo, cuando lo hacen en nombre del bien. Cuando el bien es la motivación puede ocurrir que la violencia se hinche hasta reventar (al otro). El camino al infierno está plagado de buenas intenciones, sí. Con unas amigas solemos hablar del buenismo de estas posiciones. Esas que terminan banalizando casi todo pero con fervor militante de las buenas causas.

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VII. La canallada de los bien intencionados, de los abanderados de las buenas causas, los que tienen un repertorio de respuestas y consignas automáticas. Los que levantan el dedo y hacen denuncias siempre a los otros. El dedo que tapa el bosque. El dedo es la estridencia que impide escuchar eso que transcurre mientras tanto, eso que se despliega subrepticiamente y que nos confronta con lo extraño, y hasta lo desagradable, que también forma parte de nosotros. Ahora, además de la violencia que viene desde el poder, hay que convivir con las voces de los comentadores –que, insisto, también están fuera de las redes: pueden aparecer en una fiesta, en una reunión, en tu lugar de trabajo, etc.– que trafican hostilidad y violencia escondida (bastante mal escondida) detrás de su buenismo que no admite matices.

VIII. Pero hay una capa más. En ese pulso hostil en nombre del bien, en el que se arremete contra el otro –que puerilmente es concebido como el mal–, el destilador del veneno se aferra y se mantiene a salvo. Su imagen así queda preservada. El mal es el otro, yo soy el bien. El mal es el otro, yo no tengo nada que pensar porque ya todo lo malo está condensado ahí. El mal, a mí, no me salpica, no me toca. Comento, increpo, reclamo que el otro repita mi libreto y me voy a dormir tranquila. Mañana será otro día y voy a increpar a otro. En general estas posiciones son estridentes, eufóricas, gritonas. Son voces tiranas, autoritarias; tienen el látigo preparado y el dedo levantado siempre. Son voces arrogantes, soberbias, envalentonadas, certeras y aseverativas. Constituyen un modo de sacarse de encima algo y seguir como si tal cosa. Llevan adelante la pretensión de saber absoluto, imposible de agrietar, consistente, espeso, imperturbable e impermeable. Son voces que hablan solas, porque no quieren hablarle a nadie, sino escucharse a sí mismas. No les interesa discutir, mucho menos debatir, sino lucirse a través de sus acusaciones. Vociferan sus verdades y se embelesan consigo mismas. Son voces que van constituyendo el sonido y la furia de una época. A veces reclaman que los demás se pronuncien sobre cosas que supuestamente les importan. Pero no, no les importan esas cosas, sino golpear hasta hacer caer al otro. Y si pudieran, les pegarían en el piso. Por eso no les importan esas cosas, lo que les importa es que el otro repita, palabra por palabra, el libreto que ellos escribieron. No les importan esas cosas, les importa cuidar su propia imagen. Mostrarse siempre buenos. Arrojar piedras sin parar, hacer mucho ruido, y no enterarse de los propios pecados. Es el tipo de bondad que engendra maldad.

IX. Hoy en día casi no hay discusión, hay reacciones y muchas veces reacciones violentas bajo el disfraz de la libre expresión. También hay denuncias, difamaciones, hay señalamientos y estigmatizaciones. Hay acusaciones y la esperable actitud defensiva frente a esas acusaciones. Porque la lógica especular es la de la aniquilación del otro, porque es “el otro o yo”. Estamos cansados y a veces pienso que lo que va cansando también es todo ese ruido de fondo que aturde y que tiene un modo de ser precipitado, hiperactivo y sobreactuado. Al no discutir ideas sino arremeter contra el otro, la cosa se vuelve personal. Y si todo es personal, nada es político. A veces siento que nos están gritando desde todos lados. Y pienso que hay que inventar formas de no vernos arrasados por estos tiempos aciagos en los que la violencia pulula por muchos lados a la vez. No sé cómo se hace. Pero sé que no se hace solos.

Algo más:

  • En un mundo en el que las imágenes nos asedian, en el que el ruido de la opinión y la estridencia de la información nos abruma, en tiempos de velocidad máxima en los que no hay tiempo que perder, ¿cómo hacerle lugar a otra cosa? Quizás la pregunta ¿qué es leer? nos arroje alguna pista. Quizás funcione como una especie de separador de ese bodoque llamado realidad. Sobre estas y otras cosas armé, como parte de Academia Cenital, las dos reuniones del curso que voy a dar en octubre. Es un asunto que me gusta mucho y que me entusiasma. Y como le dije hoy a alguien, a veces pienso que doy este curso para mantener viva en mí la pregunta por la lectura. Ojalá quieran participar. Pueden inscribirse en el curso que voy a dar, y también en los que darán Ivan Schargrodsky y Jairo Straccia acá: academia.cenital
  • #UstedesNoHabíanNacido es la cápsula de historia conducida por Camila Perochena y Juan Manuel Romero en el canal de Youtube de Cenital. El primer episodio fue sobre Sarmiento vs. Alberdi. El segundo fue sobre menemismo. Es a las 20, por C+.

Foto: Depositphotos.

Otras lecturas:

Es psicoanalista y docente de posgrado. Es magíster en Estudios Literarios por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Es autora de los libros Psicoanálisis: por una erótica contra natura (2019, IndieLibros), Y sin embargo, el amor. Elogio de lo incierto (2020, Paidós), Un cuerpo al fin (2022, Paidós) y El sentido del humor (2024, Paidós).