Erótica de la diferencia

Ante los tiempos del yo, del momento selfie, la relación apaciguada con la diferencia, con el otro, puede ser reveladora.

I. Hace poco me escuché diciendo que no sabía si me había dedicado al psicoanálisis por ese motivo, o si había sido efecto de mi análisis. Lo decía un poco en chiste y un poco me encontré diciéndolo. Me refería a mi relación con la diferencia. Posiblemente estén ambas cosas imbricadas. Pero poco importa establecer qué fue primero y tampoco creo que sea posible hacerlo. Lo cierto es que esa manera que tengo de hacer con la diferencia es algo que, sin dudas, se fue acomodando, aquietando, apaciguando como efecto de mi análisis. Y es un gran, pero gran aliado, no sólo para mi práctica como analista, sino para la vida en general. Estar tranquilo con la diferencia es, sin dudas, una manera en la que se apacigua la guerra cotidiana con el semejante, y eso es muchísimo.

II. ¿A qué me refiero con mi relación con la diferencia? A que hoy en día, las pequeñas diferencias con los otros no me inquietan ni me desvelan; la diferencia no me afecta en el alma, ni en la piel. Me refiero a que no me sacude, ni me amenaza. A que no me hace reaccionar, ni saltar. Me refiero sobre todo a las pequeñas diferencias cotidianas en las que, sin embargo, se despliega toda la vida, todo el mundo, nuestro mundo. No me suscita hostilidad, ni ganas de combatirla. No me corroe, ni me persigue, no me da náuseas ni tampoco mareos. No me dan ganas de aniquilar al otro, ni de pegarle. Pero, sobre todo, no me empuja a tutorear, ni a corregir a nadie. No estoy diciendo que no me importe, sino que no me empuja a reaccionar, no me hace correr a asegurarme mi lugarcito preciado y estar segura en “lo propio”. No hay nada “propio” que no haya sido constituido con otros. Una cosa es discutir, debatir, intercambiar posiciones y otra, muy distinta, es que la diferencia nos resulte amenazante y haya que combatirla de cualquier modo. No estoy hablando de las grandes diferencias (en las que es más sencillo advertir en qué está uno), sino en las sutiles de todos los días, en las que se activa la reacción, el no poder dejar de decirle al otro que “no” a lo suyo, el no poder concebir al otro como radicalmente otro.

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III. Hay distintas formas de arrasar con el otro, diversas maneras de no querer saber nada de la otredad. Se puede arrasar con el otro en nombre del amor, a causa del odio, de la hostilidad, de las guerras; en nombre de la empatía, de lo común y también por defender lo individual y lo propio.

IV. Estamos en tiempos de entronización y fetichismo del Yo, una especie de momento selfie. Tiempos de espejos, binarismos y reacciones. Vivimos tiempos de lazo social quebrado, fragmentado. Las relaciones se tensan y la agresividad, tan propia de lo especular, emerge obscena, está muy a mano. El asunto es si estamos dispuestos a advertir –no siempre se puede– que esa agresividad está desplegada, muchas veces, a partir de suponerle un ser al otro, un ser que pondría en peligro el nuestro (el odio se dirige al ser del otro, como sugiere Lacan). No estoy hablando de defender lo nuestro cuando desde arriba eso está amenazado, me refiero a los lazos cotidianos con los otros más allá de las políticas de un gobierno.

V. Cuando alguien combate la diferencia, pretende aplastarla, no hace sino aferrarse a su propio lugar, no hace sino agarrarse como pueda de esa esfera maciza (difícil porque no tiene agarraderas), de ese bodoque insoportable llamado narcisismo. Que el otro sea como yo, que no haya dos, que haya uno, que pensemos lo mismo. Que con sus elecciones no me ponga en jaque a mí. Que no me haga trastabillar, ni dudar. Que no me haga zozobrar, ni temblar. Que la otredad inquietante no me saque de la narcosis de mi ser, de eso que Lacan llamaba el delirio de la identidad (“yo soy el que soy”). En definitiva: que el otro no sea otro. Y en la medida en que eso se hace cada vez más consistente, más sólido, más pétreo, se va edificando una especie de muralla, una fortaleza que pretende impedir el ingreso de otros, de los otros, de los otros diferentes, de la alteridad, de la diferencia. Son posiciones que impiden y son también impedidas, defensivas; posiciones hechas de la pasión triste por la consistencia, por la completud. Me gusta esto que dice Héctor Libertella: “Entre las mil y una lenguas del mundo, sólo el castellano les da la posibilidad del yo como algo que está constituido por una letra que une –y- y otra que separa –o-”.

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VI. Hay otra forma de asegurarse lo “propio” que en apariencia –y sólo en apariencia– se evidencia contraria. Y es subrayar una y otra vez la diferencia, de esa manera tan precisa que Freud acuñó: la del narcisismo de las pequeñas diferencias. Dice Freud: “No es fácil para los seres humanos, evidentemente, renunciar a satisfacer su inclinación agresiva; no se sienten bien en esa renuncia. No debe menospreciarse la ventaja que brinda un círculo cultural más pequeño: ofrecer un escape a la pulsión en la hostilización a los extraños. Siempre es posible ligar en el amor a una multitud mayor de seres humanos, con tal que otros queden fuera para manifestarles la agresión. En una ocasión me ocupé del fenómeno de que justamente comunidades vecinas, y aun muy próximas en todos los aspectos, se hostilizan y escarnecen (…). Le di el nombre de «narcisismo de las pequeñas diferencias», que no aclara mucho las cosas. Pues bien; ahí se discierne una satisfacción relativamente cómoda e inofensiva de la inclinación agresiva, por cuyo intermedio se facilita la cohesión de los miembros de la comunidad”. 

Me resulta un concepto muy lúcido ahí donde evidencia que odiamos y nos ponemos muy hostiles sobre todo con aquellos con los que se nos parecen, con los que están más cerca. Claro que esas pequeñas diferencias resultan enormes bajo la lente del narcisismo, justamente. El concepto freudiano es, por eso mismo, interesantísimo. Lo que queda subrayado es el mazacote del narcisismo, esa masa sólida, impenetrable, refractaria, turgente que enceguece y que, para preservarse, tiene que diferenciarse, expulsar lo “extraño”. El mecanismo del narcisismo de las pequeñas diferencias se pone en acción a través de la hostilidad dirigida nada menos que a aquellos que más se nos parecen y portan un rasgo “extraño” que debemos rechazar para asegurarnos en nuestra individualidad. Como si, en estos casos, lo que generara miedo o zozobra fuera, no la diferencia, sino la similitud (la diferencia en la similitud). 

Si hay que hacer tanto esfuerzo en diferenciarse (al punto de querer desfigurarlo, aniquilarlo), es porque la diferencia no está inscripta, porque no es posible sustraerse del otro, porque tendemos a confundirnos con él, porque tememos ser como ese otro. Porque no es fácil separarse. Es porque se es cercano, similar, que hay que encontrar la diferencia (como en el juego de marcar las siete diferencias). Es porque nos parecemos demasiado a ese semejante que tenemos que exagerar la diferencia. Y ese machacar está en el odio y en la hostilidad que le dirigimos a ese que se nos parece tanto. Es por lo que de mí hay en el otro, que ese otro puede resultarme odiable. Cuando se está tranquilo con la separación, cuando uno por fin se separa de algo –y no de alguien–, entonces no hace falta estar constantemente diciendo “yo no soy así”, “yo no soy como vos” “yo soy distinto”. Como cuando decimos “no quiero parecerme a mi madre”, “no quiero ser como mi padre”, etc.: lo que se escucha es que ya estamos pareciéndonos. 

VII. Las guerras cotidianas personales están apoyadas, muchas veces, no en la diferencia sino en la similitud. Se odia, no al diferente, sino a aquel que porta un rasgo (muchas veces imperceptible) que me identifica, me concierne, me interpela, me convoca, me importa. Cuando alguien dice “no soporto a X, es una cuestión de piel”, queda claro que es una cuestión de la piel del que no soporta a X, no de X. Cuando alguien dice “lo odio, lo cagaría a piñas”, queda claro que ese odio está cifrado en algo propio, no en algo del otro. O dicho mejor: en algo del otro que resuena especialmente en mí. Al “¿quién te creés que sos?” debería responderse “¿quién creés vos que soy yo?”. Por eso la frase que pretende que alguien desestime al que odia diciendo “¡pero qué te importa!” hay que tomarla en serio y sostenerla. ¿Qué te importa? ¿En qué estás concernido en ese odio? Como si dijéramos que están los otros y está lo que esos otros provocan en mí. 

Julia Kristeva habla de lo abyecto: “El surgimiento masivo y abrupto de una extrañeza que, si bien pudo serme familiar en una vida opaca y olvidada, me hostiga ahora como radicalmente separada, repugnante. No yo. No eso. Pero tampoco nada. Un «algo» que no reconozco como cosa. Un peso de no-sentido que no tiene nada de insignificante y que me aplasta. En el linde de la inexistencia y de la alucinación, de una realidad que, si la reconozco, me aniquila. Lo abyecto y la abyección son aquí mis barreras. Esbozos de mi cultura”. Se trata nada menos que de aquello del otro que me repugna y me fascina al mismo tiempo, que está demasiado cerca pero que es inadmisible, que nos pertenece al mismo tiempo que no. Que conforma y toca mi intimidad y, a la vez, es ajeno, exterior. Algo de eso se desliza en el neologismo que Lacan acuñó: lo éxtimo. Mucho antes de esa invención se había preguntado: “¿Cuál es pues ese otro con el cual estoy más ligado que conmigo mismo, puesto que en el seno más asentido de mi identidad conmigo mismo es él quien me agita?”. Germán García, por su parte, dice: «A lo que aspira el psicoanálisis es que cada sujeto descubra que hay algo de real en él, algo éxtimo a sí mismo, algo que no es el semejante, no es el prójimo, no es el que tiene al lado». 

VIII. Otra forma de arrasar con la otredad es ponerse en el lugar del otro. “No le hagas al otro lo que no te gusta que te hagan a vos”, que bien podría ser el mantra de ponerse en el lugar del otro, es creerse uno mismo la medida de todo. Tomar de veras en cuenta al otro sería no hacerle lo que al otro no le gusta que le hagan o, mejor aún, hacerle al otro lo que le gusta al otro. Suponer que eso es posible. Que uno podría hacerlo sin sacar al otro de su lugar. Porque no hay dos lugares, sino uno solo. No podemos entrar los dos en los zapatos de uno. Juan Ritvo lo dice así: “La experiencia del dolor es reveladora: en el dolor se van a pique los interpretantes que me sostienen y por ello la experiencia es radicalmente incomunicable. Las consecuencias éticas son claras, clarísimas: no hay sustitución posible; nadie sufre por el otro, nadie sufre en el lugar del otro”. Subrayo: consecuencias éticas.

IX. Se trata de una especie de ética del otro. Se trata de ser responsables también de nuestros odios. David Le Breton dice, hablando del rostro: “El odio conlleva la desfiguración del otro odiado; le niega la dignidad de su rostro”. Emmanuel Levinas ya había trabajado la noción de rostridad y su relación con la ética, la de asumir una posición y la de responder por lo que uno dice y hace. 

X. El psicoanálisis es un ejercicio de la diferencia, es una práctica constante del vérselas con eso. Los dos implicados en la escena analítica ensayan, vez por vez, las maneras de hacerle lugar a la diferencia. Hacerle espacio. Ese espacio sólo podrá ser inaugurado y transitado si ahí, analista y analizante pueden soportar no estar en lo mismo, si soportan la inestabilidad, la inquietud de una escena, frágil, en la que se trata de desentenderse de una mismidad que paraliza y que impide, que inhibe y que apremia. Quizás, como dice Emilio García Wehbi: “Sólo podrá haber comunidad (…) cuando la diferencia sea la que domine, cuando reconozcamos en la singularidad del otro nuestra propia carencia, cuando seamos conscientes de que la otredad nos iguala, nos hace semejantes porque somos singulares, diferentes, únicos, irrepetibles (y me permito agregar, hermosos, ateos y materialistas), construyendo una comunidad de diferentes comprometidos por el valor común de la diferencia. Con esta madera se construye la democracia; lo otro es masa, falsa igualdad, normativa disciplinaria de semejanza forzada, peligrosos principios del fascismo (…) sólo seremos libres cuando nos reconozcamos semejantes en el espejo de la otredad, de la diferencia”.

XI. No tengo dudas de que ese apaciguamiento respecto a la guerra con el semejante se lo debo a al análisis, ahí donde un análisis horada la piedra densa del narcisismo, agujerea la masa insoportablemente pesada del Yo y funda un lugar en el que se puede ensayar una erótica cifrada en el “dominio del no tener” (y saber hacer con ese real que nos habita). El mundo se puso pesado, o lo ha estado siempre, pero de todos los lastres, el de la imagen de sí es uno de los más fatigosos. Impide, impide, impide. En las antípodas, el tenue vértigo que suscita el traspié de lo creído, el estremecimiento de lo sabido, el desasimiento de lo propio. Porque, como dice Anne Carson: sin diferencia no hay movimiento, sin diferencia no hay Eros, que es lo mismo que decir que no hay deseo, ni vida.

Foto: Depositphotos

Otras lecturas:

Es psicoanalista y docente de posgrado. Es magíster en Estudios Literarios por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Es autora de los libros Psicoanálisis: por una erótica contra natura (2019, IndieLibros), Y sin embargo, el amor. Elogio de lo incierto (2020, Paidós), Un cuerpo al fin (2022, Paidós) y El sentido del humor (2024, Paidós).