Enfrente
En San Telmo, en el sur de Buenos Aires, en la ciudad sobre el río sin orillas, el otro lado de la vereda está muy cerca.

Miré por la ventana de un café de San Telmo y reparé de pronto en lo cerca que estaban las casas de enfrente. No es que nunca lo hubiese visto, porque voy a San Telmo a menudo, es que lo noté de manera especial o lo sentí de manera distinta. Porque hasta ese día lo había pensado de otro modo: lo estrechas que son las veredas, lo angostas que son las calles (casi no hay sobrepaso posible, ni para el peatón ni para el automovilista). Es diferente, o fue diferente, aunque una cosa se desprenda de la otra, reparar en lo cerca que están las casas de enfrente: esa puerta, ese portón, esa ventana. No lo pensé, por esta vez, como una cuestión de falta de espacio para caminar o para pasar con el auto, tampoco como una ventaja posible para quien quiera cruzar la calle, sino desde el tipo de relación específica que se entabla con el otro lado. Porque la relación con el otro lado es un aspecto fundamental de nuestras vidas (en principio al definir ese otro lado: qué es, en qué consiste, de qué se trata; luego al establecer tal o cual relación con él).
Existe entonces un al lado (amoroso, como por ejemplo cuando, en Camila de María Luisa Bemberg, Vladislao Gutiérrez dice, en el momento en que va a ser fusilado junto con ella: “Siempre a tu lado, Camila”; o conflictivo y friccionado por desgaste, como en El hombre de al lado de Cohn y Duprat). Y existe a su vez un otro lado: en este caso, el de la vereda de enfrente. Un otro lado que admite variantes y versiones diversas, de recelo o vecindad, de integración o divergencia, de proximidad o distancia, de saberse o de ignorarse, de quererse o desquererse. No es igual el otro lado, no es igual la vereda de enfrente, en una calle que en una avenida; pero tampoco lo es en una calle de La Paternal o de Saavedra que en una calle de San Telmo.
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Hay en los relatos de Julio Cortázar toda una poética del pasar al otro lado; ya se trate de la rayuela de Rayuela (de la tierra al cielo), o del tablón de Talita y Traveler; del puente de “Lejana” (de una ciudad a otra); de las puertas de “Las puertas del cielo” (del mundo letrado al mundo popular); de los pasajes de “El otro cielo” (de Buenos Aires a París); del vidrio de la pecera en “Axolotl”, etc., etc., etc. (parece que en Instagram se opinó que esta cuestión no merece ser estudiada, pero yo decididamente discrepo). Pero en materia de veredas, por cierto, y ya en la escala de una proyección virtual de infinito, en quien conviene pensar es en Borges: en Borges cuando, para definir el espacio singular de las orillas, que mitificaría, habló de las casas que “no tenían vereda de enfrente”. Para eso, claro, había que desplazarse de la zona sur de la ciudad (San Telmo, La Boca) a la zona de Palermo (a lo que era Palermo en el tiempo de Borges), exactamente el corrimiento que propone en “La fundación mitológica de Buenos Aires”.
Buenos Aires en sus orillas, entonces: las casas que no tenían vereda de enfrente. Ya no una distancia acortada que va de vereda a vereda, sino la distancia infinita que va de la última vereda al todo o a la nada de la vastedad del campo. ¿Y no es acaso Buenos Aires la ciudad que, en su borde principal, el inicial, el que le vino dado, se abre inmensamente a la nada, no tiene orilla de enfrente? Mirado desde el aire, como lo miró Juan José Saer, desde un avión en vuelo, el Río de la Plata es, en efecto, el río sin orillas. Mirado en cambio desde Buenos Aires, desde la costanera porteña, es el río sin la otra orilla, pura agua y puro cielo, un río sin otro lado (se lo llamó mar, pero no es, porque la otra orilla existe y no es en verdad tan remota, solamente que no se ve).
Tenemos entonces lo más común y esperable: el río con dos orillas, como el Uruguay de Juan L. Ortiz, tenemos también el río sin orillas de Saer, tenemos “la tercera orilla del río” que concibió Guimaraes Rosa y tenemos el río sin la otra orilla que define a Buenos Aires (a menos que se viva en alguno de los pisos más altos de los edificios de Puerto Madero o Avenida del Libertador). Si la Buenos Aires orillera de Borges no tenía vereda de enfrente, en la orilla de Buenos Aires no se ve su otro lado. Se sabe que existe, pero es como si no existiera.
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SumateEl otro lado. Del otro lado de Viedma, está Carmen de Patagones, y del otro lado de Carmen de Patagones, está Viedma: el río Negro habilita la escena de la ciudad de enfrente. No pasa eso con Rosario, no pasa eso con Corrientes: desde la orilla del Paraná, sí alcanza a verse la orilla opuesta, pero del otro lado no hay sino islas, barro, vegetación, ribera lodosa: no hay ciudad. El borde de esas ciudades es entonces borde de ciudad, de ciudad en general, es un borde de lo urbano mismo, porque el paisaje del otro lado es agreste y despoblado, ausencia urbana, nada (en Corrientes, hay que esperar a la noche para notar un fulgor a lo lejos: es Resistencia, en el Chaco. En Rosario, el puente brilla, pero lleva a la negrura).
Georges Simenon: Los vecinos de enfrente. Y entonces, La ventana indiscreta de Hitchcock; entonces, Doble de cuerpo de Brian de Palma. El recurso de los binoculares, o más bien su necesidad, cuando son historias que no transcurren en lugares como San Telmo.
“La vecinita de enfrente” del recitado infantil: “me tiene loco de amor”. ¡Ah, si no fuera vecinita! ¡Ah, si no viviera justo enfrente! No poder tomar distancia, no poder mirar otra cosa (ni pensar en otra cosa). La vereda de enfrente como inscripción posible de lo que es una locura de amor, del amor vuelto locura.
Pero hay un sur en Buenos Aires que no es el de la ciudad antigua, esa que, los que podían, abandonaron para salvarse de la fiebre amarilla, esa que hoy es más que nada San Telmo. Está también el sur de “Sur”, el que describió Homero Manzi, el de Pompeya y el de Boedo (el de Pompeya contemplada desde Boedo). Porque en ese barrio perdido hay una ventana, lugar del amor, y una vidriera, lugar de la espera. Y una esquina, la del herrero, y una casa con vereda (“tu casa, la vereda”). Pero ¿cuál es el otro lado de todo esto? “Más allá, la inundación”, “barro y pampa”, “el zanjón”, “yuyos y alfalfa”, “el terraplén”. Del lado opuesto de Buenos Aires, respecto de la orilla Palermo, Homero Manzi ensaya otra versión de la vereda que no tiene vereda de enfrente (y otra versión del amor perdido, pues ya no hay ni dónde buscarlo).
Viví mi infancia completa (y un poco de lo que vino después), con mi mamá, mi papá y mi hermana, en 11 de septiembre y Jaramillo; más exactamente en 11 de septiembre 3690, planta baja. Justo enfrente, vivía otra familia: padre, madre, hijo, hija, también en la planta baja. Ese chico se llamaba Martín, igual que yo. Su hermana se llamaba Mariana, y la mía Marina; vivía en el 3691, y yo en el 3690. No sé si supo lo que significó para mí esa vida casi en espejo. Tampoco sé qué significó para él, si pensó alguna cosa al respecto.
Vuelvo al barrio con frecuencia, a ver a Defensores de Belgrano. En la cancha, en la tribuna, suelo verme con Martín. Ya pasó casi medio siglo. Nos saludamos y hasta comentamos, si cabe, alguna cosa del partido. Pero no hablamos mucho más que eso.
En el fútbol sin visitantes, ya no hay tribuna de enfrente.
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Foto de portada: Depositphotos.