Diario de Campaña N° 9 | Donde comenzó todo: Trump vuelve a Nueva York para su último baile
Una década después de su ingreso a la política, el expresidente se presenta en el Madison Square Garden con un discurso cada vez más radicalizado. Crónica desde Manhattan.

Es la ciudad que lo vio nacer. Donde construyó su fama. Sus torres. Fue desde una de ellas, un 16 de junio de 2015, cuando bajó de las escaleras y dijo al mundo: “Soy oficialmente candidato a la presidencia de Estados Unidos”. Parecía un chiste. No lo fue.
Una década después, Donald Trump vuelve a paralizar el centro de Nueva York para el último gran acto de su tercera campaña presidencial. Los jóvenes de ahora dirían: “Esto es cine”. Y aunque hablar de cine en esta ciudad es una invitación a ser redundante, porque estar en Nueva York es estar dentro de una película, hay algo de esta escena que parece especial. Las calles aledañas al mítico Madison Square Garden son ríos de gorritas rojas que se reflejan en los rascacielos. La mayoría está viendo a Trump por primera vez, porque el estado ha votado consistentemente por candidatos demócratas desde 1984, cuando Ronald Reagan arrasó en todo el país, y lo volverá a hacer este año. Para cualquier candidato republicano, hacer campaña acá no tiene sentido. Pero para Trump, esta vez, sí: un acto masivo en el corazón de la ciudad donde comenzó todo y a nueve días de la elección es una demostración de fuerza. Para eso ha ensamblado a todo su elenco, desde Rudy Giuliani hasta Elon Musk. Incluso Melania, su esposa, ausente durante toda la campaña, sube al escenario a pronunciar un discurso. Es el evento más grande desde la Convención de julio. El trumpismo parece sentirse cómodo, preparado para la recta final.
Tan cómodo que derrapa. Los primeros oradores de la tarde sueltan una serie de comentarios racistas y xenófobos contra prácticamente todas las minorías: árabes, judíos, mujeres, negros y latinos. Un comediante dice que Puerto Rico es “una isla flotante de basura en el mar”. Otro que Kamala Harris es el “anticristo”, y así. Al principio esto pasa desapercibido, porque nadie presta atención a los primeros oradores, pero a la noche queda claro que este será el marco que presenten los medios sobre el rally. Una postal que los periodistas comparan con la reunión de nazis alojada precisamente en el Madison Square Garden en 1939. Y que remite de alguna manera a La conjura contra Estados Unidos, la novela de Philip Roth que imagina un país en el que un candidato nazi gana las elecciones de 1940, y que recientemente fue adaptada por HBO. Cine.
“Yo acá no veo nazis sino gente trabajadora”, dice el exluchador profesional y performer Hulk Hogan, que llega al escenario flameando una bandera de Estados Unidos, luego se arranca la camiseta y se pone a trabar bíceps, el mismo número que hizo en su discurso en la Convención. La aparición de Hogan (luego seguido por Dana White, el presidente de la UFC) se enmarca en la búsqueda del bro vote: los votos de hombres jóvenes desinteresados por la política que la campaña de Trump considera cruciales. “Trump suena real, hermano”, grita Hogan. “Kamala suena como un guión de Hollywood con malos actores”.
La entrada de Hogan, pasadas las cinco y media de la tarde, señala el comienzo de la última tanda de oradores, aunque Trump, cuyo discurso estaba previsto para las cinco, no saldrá hasta dentro de dos horas. Lo que estamos presenciando ahora es un testimonio sobre la dirección del movimiento y de la apuesta para esta campaña. Y es también ese momento de los actos de Trump donde te das cuenta que la cosa va para largo. Afuera del estadio, aunque dentro del cordón de seguridad, cientos de personas que hicieron la fila para entrar pero no lo consiguieron porque la capacidad está a tope se agolpan debajo de una pantalla. El sol se empieza a ocultar entre los rascacielos: hace frío.
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Al relato de siempre –la crisis en la frontera, los peligros de la izquierda radical, la inflación– los nuevos oradores le agregan la apelación a ensanchar la frontera demográfica del movimiento, pero también su rejuvenecimiento. “Les voy a decir algo sobre mi generación”, dice Vivek Ramaswamy, un empresario farmacéutico de 39 años y origen indio que compitió en las primarias del partido. “Estamos perdidos y hambrientos de ser parte de algo más grande que nosotros mismos, y no somos capaces de responder qué significa ser un estadounidense en este momento”. El ahora político, uno de los rostros más populares del nuevo trumpismo –que suena parecido a como sonaba JD Vance en 2021, antes de “moderarse”–, fue el único que habló de la epidemia de angustia y suicidios que recorre el país. “Son síntomas de un vacío en el propósito y significado de nuestro país, y nosotros tenemos que llenarlo con nuestra visión”. Su respuesta sobre qué significa ser estadounidense. “Que creemos en el mérito. Que la mejor persona es la que obtiene el trabajo sin importar su color de piel. Que uno sale adelante no por ese color de piel sino por el contenido de su carácter”.
Vivek, su apodo natural por lo complicado del apellido, opina que la prensa engañó durante mucho tiempo a las comunidades negras sobre quiénes eran los que mejor representaban sus intereses, denuncia la ola de crimen y promete deportaciones masivas a inmigrantes. Y ya que estamos con deportaciones masivas, dice: “Echemos a los tres millones de burócratas del gobierno federal en Washington”, otro pilar de la renovada propuesta del trumpismo. Le habla directamente a los jóvenes. “¿Quieres ser un rebelde, chico de 18 años? Enfréntate al campus de tu universidad y llévate a ti mismo un conservador. Decí que te querés casar, tener hijos y criar una familia”.
Los jóvenes que lo escuchan en las inmediaciones festejan sus intervenciones levantando el puño. El público del rally es efectivamente más diverso al público que reúne Trump en las comunidades blancas del Medio Oeste, pero esto tiene sentido al tratarse de Nueva York. Tampoco es fácil dilucidar cuánto de su público está comprometido con el proyecto más radical que promueven sus herederos.
“Somos conservatistas”, me dice Iván, un joven de 21 años que llegó a Estados Unidos desde Chimborazo, una zona montañosa del centro de Ecuador poblada por indígenas. Toda su familia vota por Trump, y conoce gente que antes lo hizo por Joe Biden y ahora apoya al republicano. Le pregunto por qué. “¡Because the economy it’s fucked up!”.
Entre el público que aguanta el frío se filtra una chica trans que lleva un cartel invitando a conversar, el tipo de ejercicio que parece diseñado para videos cortos de redes sociales. Ella vota por Harris y una de las pocas coincidencias que encuentra con los del otro lado –salvando la obviedad de que todos aman a Estados Unidos y desean lo mejor para el futuro del país– es la política ecónomica, que acá la prensa rotula como populista. “A Trump ya no le preocupa ser reelecto, entonces lo tomamos más en serio”, me cuenta. Es una observación inteligente. “Tiene más apoyo, una estructura más organizada. Va a hacer exactamente lo que quiere hacer. Y eso es un problema para gente como yo”.

Trump asumiría a sus 78 años si es electo presidente, la ley prohíbe un tercer mandato y ya anunció que si pierde no volverá a candidatearse en 2028. Eso significa que estamos asistiendo a uno de sus últimos actos de campaña, y el último de los importantes. El republicano tira toda la carne al asador. Aparecen Dr.Phil, Tucker Carlson, Robert Kennedy jr, sus hijos (de Ivanka no hay señales) y el plato fuerte de la jornada: Elon Musk. El billonario, al que todavía le cuesta aparecer en público y mostrarse como un ser humano relativamente existente y no como un cyborg que apenas puede pestañear, sube al escenario justo antes de Melania y Donald. Lleva una gorra negra de edición limitada y se presenta como un “gothic MAGA”, una referencia tan retorcida como precisa. Voy a dejar reposar esta imagen.
Una década después de su ingreso en la política, Trump ha logrado permanecer en el centro de la vida pública estadounidense. Ostenta un mandato capaz de ser defendido ante la sociedad, y un activo paradójico: el discurso del expresidente se ha vuelto cada vez más radical con el correr de las campañas, pero nunca ha aparecido tan normalizado como ahora. Este acto, que se destaca por la puesta en escena de su victoria política asistida por sus herederos, es un buen indicador. Hay algunos contramanifestantes en las inmediaciones del estadio aunque la resistencia callejera es mínima. Es domingo, pero el evento está lleno de gente que parece recién salida de una oficina.
Y sin embargo, el elefante. ¿Qué pasa si pierde? Una línea narrativa se dibuja con el correr de la jornada: la idea de que Kamala es demasiado mala para vencer en las elecciones. “La única manera de que gane es con fraude”, me dijo un cincuentón de Chicago que está visitando a su hijo, mientras hacíamos la fila. Apretado por la masa de gorritas rojas escuché también conversaciones acerca de cómo Trump estaba arrasando en el voto anticipado, una tendencia que no está comprobada y que el expresidente repitió en su discurso. Lara Trump, la nuera que encabeza el Comité del Partido Republicano, dijo en su aparición en el Madison que los esfuerzos de la organización ahora estaban dedicados a proteger la integridad electoral, un eufemismo para la narrativa del fraude. La semana pasada, en Washington, un colaborador de Trump me mostró videos que presuntamente demostraban que había un fraude en marcha con el voto anticipado en Pensilvania.
Trump incluso creó una nueva frase: su victoria debe ser lo suficientemente grande para que no se la roben (Too big to rig). Dijo esto en su discurso, que comenzó unos minutos después de las siete de la tarde y se extendió por una hora y media.
La ciudad ya estaba en su modo nocturno, con carteles y ventanas compitiendo en el juego de luces. El frío se había vuelto cosa seria. La gente que todavía esperaba fuera del estadio intentaba reaccionar con gritos pero todos estábamos exhaustos. El libreto de Trump era el de siempre, aunque comenzó con el mejor gancho posible, y quizás el único que de verdad termine importando de acá a una semana, cuando se vote: “Les voy a hacer una pregunta simple: ¿Están mejor que hace cuatro años?”.

Recordé que fue esa aparición de Trump hace una década la que me llevó a prestar atención a las elecciones de Estados Unidos, y eventualmente a convertirme en lo que soy: un periodista. Pensé en todas las cosas que pasaron en estos diez años, y en el propio Trump, que estaba más viejo, su voz más apagada y con un tono monocorde, con menos inflexiones. El frío me terminó venciendo y tenía planes para cenar, así que me terminé escapando, y justo coincidí con tres chicos que dejaban el estadio. Caminé detrás de las tres gorritas rojas que se perdían entre los colores de las calles, el amarillo chillón de los taxis, las luces de los carteles. A la voz de Trump la tragaba el bullicio de la ciudad, y ya no se distinguía. Era la Nueva York de siempre: la de las películas.