Cuando el Estado espía a quienes se organizan

El cierre de la causa por espionaje ilegal a los familiares del ARA San Juan no es sólo una decisión judicial injusta, además convalida que el Estado vigile a quienes reclaman justicia.

La Corte Suprema cerró definitivamente la causa por espionaje ilegal contra las familias de los tripulantes del submarino ARA San Juan. La decisión pone fin a una investigación que había llegado a demostrar, sin discusión posible, que la Agencia Federal de Inteligencia (AFI) realizó tareas de vigilancia sobre madres, padres, esposas que reclamaban explicaciones al gobierno. Lo que quedó habilitado, sin reproche judicial ni respuesta, es la idea misma de que el Estado puede espiar, hacer inteligencia ilegal, a víctimas que se organizan y protestan.

En la delegación de la AFI en Mar del Plata se encontraron informes de inteligencia con fotografías, descripciones, nombres y hasta capturas de redes sociales de familiares que asistían a misas, se reunían en el Concejo Deliberante o intentaban entregar cartas al entonces presidente Mauricio Macri. Esos hechos no fueron negados en ninguna instancia judicial. Lo que se discutió fue si esos seguimientos constituían un delito o si, por el contrario, podían considerarse acciones justificadas como parte del operativo de “seguridad presidencial”. La Cámara Federal de Casación, y ahora la Corte Suprema al rechazar los recursos, optaron por lo segundo.

La respuesta judicial convalida que el aparato de inteligencia estatal pueda intervenir, infiltrar, fotografiar y archivar información sobre personas que ejercen derechos constitucionales: reunirse, expresarse, peticionar. Lo hace bajo la excusa de una interpretación absurda del concepto “seguridad presidencial” y estirando todo lo que se pueda la idea de seguridad nacional. Eso transforma cualquier reclamo dirigido al Poder Ejecutivo en una potencial amenaza. Esto es lo que terminó escrito en el Plan de Inteligencia Nacional que se filtró hace unos meses y denunciamos

La Ley de Inteligencia Nacional es clara. Prohíbe expresamente “obtener información, producir inteligencia o almacenar datos sobre personas por el solo hecho de su opinión política o de su pertenencia a organizaciones sociales o comunitarias”. Esa prohibición fue el resultado de décadas de abusos y es una garantía democrática básica. Sin embargo, la interpretación judicial en este caso deja un antecedente peligroso. Allí donde la Constitución exige una lectura restrictiva -porque la inteligencia estatal afecta la privacidad y entraña siempre el riesgo de la arbitrariedad-, el Poder Judicial optó por una lectura extensiva, complaciente con la vigilancia del Ejecutivo.

El razonamiento de los tribunales es tan grave como su efecto. Equipara la protesta con el riesgo, la organización con la amenaza, la demanda de verdad con un problema de seguridad. De ese modo, reescribe el sentido de derechos básicos que sustentan cualquier democracia: la libertad de expresión, de asociación, de reunión. Si protestar frente a un presidente puede justificar el espionaje estatal, entonces el derecho a la protesta deja de existir en los hechos.

Pero el problema político y jurídico de esta decisión no se agota en el pasado. Esta convalidación judicial ocurre en un presente en que las capacidades de vigilancia del Estado se expanden, todo queda asociado a alguna forma de terrorismo, se incrementan los fondos reservados de la SIDE, mientras se debilitan los mecanismos de control. 

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En este caso no hubo riesgo real para la seguridad nacional ni amenaza a la integridad del presidente. Lo que hubo fue una decisión política: conocer y anticipar los reclamos para evitar el contacto con los familiares de las víctimas. Lo que el Poder Judicial llama “seguridad presidencial” fue, en los hechos, la seguridad del gobierno frente al conflicto.

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