El materialismo de Eros
Una película sigue trabajando en la mente días después de verla. Las capas de sentido aparecen. Esta vez, sobre el amor en la maquinaria capitalista.
Para Laura W., Rocío y Joel
I. Una buena ficción es, para mí, además de una experiencia estética, algo que abre una conversación. A veces esa conversación es con otros, a veces es con uno mismo, en este sentido: no es sólo que nos puede dejar pensando en algo, sino que, cuando creíamos que ya la habíamos olvidado, algo vuelve y nos sorprende y nos pone en una especie de atmósfera de lectura (puede incluso no gustarnos una ficción y, sin embargo, que produzca esto mismo). Y eso que vuelve, vuelve en forma de un pequeño entusiasmo, de ganas. Nos pone algo en el cuerpo, nos afecta. Pasa también con esas ficciones de las que, al terminar, no podemos decir si nos gustaron o no. O que decimos rápidamente “mseee, maso”. Y lo cierto es que, para saber eso, también hace falta el despliegue de una temporalidad que no tiene nada que ver con lo inmediato. Porque no es sólo una cuestión de gusto, sino otra cosa que requiere del espesor y la textura del tiempo (ahora me doy cuenta de que eso también puede pasar en algunas citas: al principio puede ser msee, maso. Y pasado un tiempo, algo irrumpe en forma de otra cosa, inesperadamente). De eso se trata lo que me pasó con Materialists, la nueva película de Celine Song. A medida que pasaban los días me gustaba más y más, me encontraba pensando cosas, escenas, frases; cosas del amor (que también pensé en un libro que publiqué en 2020, y cosas del dinero, un libro que estoy escribiendo y espero publicar en 2026). Y también cosas de la época. Ahora que estoy escribiendo todo esto que fui pensando, digo: “Me gustó mucho Materialists”.
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II. Desde antes de Yo me quiero casar ¿y usted?, conducido por Roberto Galán, pasando por todos los programas que vinieron después, la búsqueda de pareja a través de la mediación de un tercero existió siempre. Freud, en su libro sobre el chiste, se detiene especialmente en la figura del casamentero judío (Schadjen) y ahí podemos leer una cantidad de chistes de ese género que son realmente desopilantes (por ejemplo: «El novio quedó muy ingratamente sorprendido cuando le presentaron a la novia, y lleva aparte al casamentero para cuchichearle sus críticas. “¿Para qué me ha traído aquí?”, le pregunta en tono de reproche. “Ella es fea y vieja, bizquea y tiene malos dientes y chorrea de los ojos…”. — “Puede usted hablar en voz alta — replica el casamentero, también es sorda”. Y este otro: “El Schadjen defiende a la muchacha por él propuesta de las críticas del joven. «La suegra no me gusta -dice este-, es una persona malvada, estúpida». — «Usted no se casa con la suegra, usted quiere a la hija». — «Sí, pero ella ya no es joven, ni tampoco tiene un rostro hermoso». — «Eso no importa; si ya no es joven ni hermosa, tanto más fiel le será». — «Tampoco hay de por medio mucho dinero». -«¿Quién habla de dinero? ¿Se casa usted con el dinero? ¡Lo que usted quiere es una esposa!». — «Pero, ¡también tiene una joroba!». — «¿Y qué quiere usted? ¿Que no tenga ningún defecto?»”). El casamentero que le interesa a Freud, el que usa de ejemplo para explicar ciertas técnicas del chiste, tiene, según él, “desfachatez mentirosa y prontitud de ingenio”. Subrayo desfachatez porque no se trata de no mentir, cuando se trata de la posición del casamentero –el miento ya está en casamiento, casamientero–, sino de las maneras distintas en las que se sostiene el engaño: puede ser desfachatadamente, puede ser sutilmente. Porque, como dice Lacan leyendo estos chistes: “El casamentero casa en otro plano y no en el de la realidad. Por definición, el casamentero, pagado para engañar, nunca puede caer en realidades grotescas”. Pagado para engañar. Leo una especie de paradoja en lo siguiente: el casamentero es el que menos miente. Es como si dijera: sostengamos el engaño, no metamos la realidad que no tiene nada que hacer acá, finalmente el matrimonio es, como dice Lacan, “un engaño recíproco”.
III. Muchas veces los que acuden a un casamentero, en cualquiera de sus formas (hoy quizás pensaríamos en el algoritmo casamentero de las aplicaciones de citas, de eso se ocupa el libro La reinvención del amor, de Joaquín Linne, del que hablé acá), lo hacen creyendo que el encuentro amoroso se podría diseñar, preparar, organizar, manipular, producir artificialmente. Que combinando algunas variables que se anhelan, podría producirse el tan añorado match y de ahí directo al deseo. En algún sentido, creo que es al revés: es fácil conseguir un match por las características objetivables que el algoritmo se esmera en acercar. Pero después, en la cita, no te gustó ese gesto con el que se acomoda el pelo, o ese pequeño ruidito que hace cuando habla, o esa manera de besar, o ese encuentro sexual en el cual no hubo encuentro, o el tono de su voz, o la risa, o la risa que no hay, o esa manera de no mirar, etc., etc., y adiós para siempre. Muy lindo todo, pero no pasó nada. Porque el deseo es bastante inoportuno, aguafiestas, molesto, pone palitos en la rueda que pretende seguir girando sin enterarse de nada, ese giro que siempre es un poco inercial. El deseo es el palito en la rueda del Ideal. Cuando se trata de Eros, no hay ni algoritmos, ni características objetivables, ni conveniencias, ni Ideal que cuente. La pregunta de por qué alguien no nos enganchó es tan imposible de responder como la pregunta de por qué alguien sí nos enganchó. Nunca se trata de algo decible, porque el deseo siempre es “deseo de nada nombrable”. Cuando está y también cuando no está.
IV. La película se llama Materialistas, y no como la tradujeron acá, Amores materialistas. Y el título original es mucho más interesante por su ambigüedad. Si usamos materialistas como adjetivo, vamos directamente al desprecio, a la estigmatización y a negar rotundamente las condiciones materiales que también están metidas en el amor. Y no me refiero solamente a las condiciones económicas –que sí, cuentan–, sino a la materialidad de los cuerpos, a la materialidad de Eros; a la materialidad del lenguaje, a la materialidad del placer y a la del deseo. El título Materialistas sostiene la ambigüedad porque, como dijo la directora, ese título es a la vez una crítica y una afirmación: todos los personajes de la película son un poco materialistas. Y también dijo esto: “Porque aunque el amor parezca algo etéreo, sucede en un contexto material: tienes que vivir con alguien, comer con alguien, tomar decisiones compartidas”. Creer que no tenemos nada de materialismo encima es un poco pueril, ingenuo. Es concebir el amor, no como una praxis erótica, sino como una especie de Ideal inmaterial, incorpóreo.
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SumateV. Matchmaker es el nombre de la profesión a la que se dedica Lucy, el personaje encarnado por la fascinante, encantadora, hipnótica y bella Dakota Johnson. Suena mucho, en esa palabra, la dimensión del hacer: hacedora de matches. En un momento, ella dice que las citas son difíciles mientras que el amor es fácil, en el sentido de que no hay que trabajar para eso, que se cuela cuando menos lo esperás. Y queda evidenciado el modo en que todo el asunto de la búsqueda de matches es muy, muy trabajoso. Todos trabajan para que eso pueda producirse: ella entrevistando y relevando lo que quieren las personas, luego buscando candidatos, más tarde chequeando cómo fue la primera cita y también consolando a quienes no les resultó; los candidatos trabajan también aplicándose en el proceso, yendo a cuanta cita haya disponible con iguales y renovadas ilusiones. Y la mayoría de las veces es un trabajo infructuoso. No da los resultados esperados. El éxito de la agencia casamentera es lograr la mayor cantidad de casamientos posible. Porque sí, ese es, todavía, el signo del éxito de una pareja, el final feliz (parafraseando a Tolstoi: todos los matrimonios felices se parecen). Es que se trata de una comedia romántica. Y por eso, en su apocada pretensión, dice muchísimo. Por ejemplo, dice que una cosa es el amor y otra, muy distinta, buscar pareja; que una cosa es querer casarse independientemente de con quién, sostener un Ideal –Susanita– y otra, muy distinta, es querer casarse con alguien en particular. La diferencia entre el matrimonio como signo de éxito y el matrimonio tal y como lo plantea Julia Kristeva: el que no puede tener ningún sentido que no sea singular. La película muestra entonces esas dos maneras. Contra las posiciones necias de estar a favor o en contra de algo, Celine Song muestra, lúcidamente, que hay formas, maneras, modos muy distintos. Muestra que hay contradicciones, matices, ambigüedades, entretelas, pliegues.
VI. Materialists realiza también una fuerte crítica a meter el amor en la maquinaria capitalista. Fue Lacan el que dijo que todo discurso que se emparenta con el capitalismo rechaza, deja afuera, las cosas del amor y, exclama, “¡eso no es poca cosa!”. Y es que el capitalismo no quiere enterarse de lo que no anda. Señala los objetos de consumo y los hace pasar por objetos del deseo. Aplana entonces el deseo porque es voraz, el capitalismo no quiere saber de la carencia de la que proviene el deseo y, en cambio, atiborra de objetos que no hacen sino aumentar esa voracidad. Meter el amor en esa maquinaria tiene consecuencias en el deseo. La cuestión entonces no sería tanto cómo pensar en una relación amorosa fuera del mercado –porque no hay afuera del mercado– sino, más bien, de qué modo resistirse a la mercantilización de las relaciones. Porque es cierto que, como sugiere Roland Barthes, el discurso amoroso no es sin cálculos. El asunto es que esos cálculos no son “sino impaciencias”. ¿Cómo hacer para no transformarnos en actuarios del amor? Y de eso también se trata Materialists.
VII. Por un lado, la protagonista sostiene que producir matches es una cuestión matemática. Mantiene su negocio asegurándoles a los clientes que lo buscan, que van a encontrar al amor de su vida. Ella sabe, ¿del amor?, no, sabe de citas. Son muy simpáticas las entrevistas en las que ella releva lo que pretenden los clientes. Lo pretenden todo. Todo, todo (Song es muy buena mostrando los estereotipos de hombres y mujeres buscando pareja). Y ahí se me ocurre lo siguiente: si alguien pretende que el otro tenga todo eso que ese alguien cree que necesita, entonces no está buscando pareja, está buscando un bazar. Pretender que el otro tenga todo y, aún más, creer que de eso se trata el deseo, es juntar el Ideal con el mercado, que también tiene como slogan: todo es posible. Se trata, una vez más, de ver de qué modo se puede resistir a esos embates, a esa maquinaria que lo absorbe y lo traga todo; diría que se trata de encontrar resquicios por donde colar, traficar el amor, de modo tal que el monstruo llamado mercado pueda distraerse mientras tanto con alguna otra presa.
VIII. Luego, lo central del argumento: Lucy cree que un candidato millonario es lo mejor a lo que se puede aspirar. Ella lo consigue para sí. Pedro Pascal es un millonario adorable (un unicornio, como lo llaman), aunque suene a oxímoron. La genialidad de Song también radica ahí: en mostrar a un millonario que no nos resulta para nada despreciable. Y hoy, ese gesto, vale oro. Porque nos pone en una situación incómoda: ahí donde la mayoría de los millonarios de hoy en día son bastante desagradables (como se desprende también del libro de Michel Nieva del que hablé acá), Song nos presenta un millonario sensible y víctima, él mismo, de los mandatos de masculinidad y de los fracasos del amor. No consigue, ya no pareja, sino amor. Y deja en evidencia, también, la dificultad para entrar en el terreno del amor cuando se tiene tanto. Y no hablo de tener millones, ni cuentas bancarias, sino de tener. Amor y tener: asuntos separados. El amor es dar lo que no se tiene y el millonario sólo sabe dar lo que tiene y entonces nada le hace falta. En el otro extremo, el exnovio de Lucy: alguien que el mercado llamaría, rápidamente, “un fracasado”. No logra vivir de lo que le gusta, tiene que tener trabajos alternativos y convivir con otros en una especie de adolescencia eterna. Lucy tiene que elegir entre el que lo tiene todo, pero con el que no le pasa nada, y el que no tiene nada, pero con el que le pasa todo. La resolución no llega sino hasta que una de sus clientas pronuncia: “No soy una mercancía”. Esa frase funciona como una especie de interpretación. Tiene efectos sobre ella. Muchos. A partir de ahí, todo el asunto se transforma.
IX. Eros en la dinámica de las finanzas, de la acumulación, de los valores (el valor entra un poco como slogan que ella repite al menos dos veces en las que se se sostiene el engaño), del enriquecimiento, de los cálculos del agente de bolsa, del consultor de inversiones, de las matemáticas, como pretende Lucy. Resulta simpático el caso que Lacan cuenta a propósito de los límites que impone en el amor la posición del rico: un rico calvinista atropelló un día a una muchacha bonita e hija de un portero –no era rica, no–. Para disculparse, él le ofreció lo que tenía: indemnizarla, invitarla a cenar, etc. Pero ella se negaba. “A medida que se elevaba para él la dificultad del acceso a aquel objeto milagrosamente encontrado, la idea que se formaba al respecto en su mente se iba engrandeciendo. Se decía que era un verdadero valor. Todo esto terminó en matrimonio”. Durante un tiempo, el rico tenía lo que quería: una mujer amable a la que llenaba de joyas que, obviamente, eran retiradas de su cuerpo cada noche y llevadas a la caja fuerte, bien aseguradas, protegidas. Un día ella se fue con un ingeniero que ganaba menos que el salario mínimo. Por supuesto que la cuestión de los valores no se reduce solamente a su dimensión monetaria. Eros no tiene nada que ver ni con el Bien, ni con los bienes; no se trata de la posesión ni de tener objetos. La dimensión del bien como tal es la que levanta una muralla poderosa y esencial en la vía de nuestro deseo, es la primera con la cual tenemos que vérnosla siempre y en todo momento. Porque el deseo, como dice Jean Luc Nancy, “es desear que pase algo, no tener algo”, en ese pasar se cifra el asunto, se cifra un amor articulado con el deseo. Porque lo que pasa, pasa ahí donde no se detiene en un poseer, en un tener. Porque el amor que pone a jugar el deseo no está interesado, como sugiere Oscar Masotta, en los objetos que el otro pueda dar, se abastece de nada. Esa nada es la que cifra todo, no como totalidad, sino como una especie de absoluto, de condición absoluta.
X. La película no trata de una mujer teniendo que elegir entre el pobre y el rico. No es ese el dilema que pone en escena. Tampoco se trata, como dijeron algunos críticos, de un elogio del hombre roto. Chris Evans no encarna a un hombre fracasado, sino a un hombre imposibilitado por las condiciones materiales en las que está inserto. Y también encarna a un hombre que no quiere ser millonario, sino dedicarse a lo que le gusta, algo poco redituable, y eso es visto, socialmente, como un fracaso (claro que uno podría decir cosas de su posición inicial, en la que estaba más bien impotente y malhumorado, pero eso también cambia luego). Y ahora que muchos solo quieren ser millonarios y que la figura del millonario se ha vuelto obscena, me parece una buena opción para pensar el asunto. Claro que no hay que leer la película de manera tan literal. Lo que también resuena de fondo en esas críticas es que, cuando es el hombre el que gana menos dinero que la mujer, se vuelve inaceptable. Todavía hay muchos prejuicios alrededor de eso. Todavía se sostiene la idea de que el hombre sea el macho proveedor. Cuando la mujer es la que gana más, se acusa al hombre de parásito vividor, mientras que, si es al revés, sigue siendo aceptable y, muchas veces, también deseable.
XI. Un detalle que me gustó mucho: dos de las escenas fundamentales en las que ella se encuentra con Pascal y con Evans, transcurren en dos fiestas de casamiento. Ambas, muy, muy distintas. Porque la película también habla de la necesidad de algunas personas de sostener el amor por medio de la parafernalia, los adornos, las cosas materiales (no digo que no importen, digo que a veces solo hay eso). Hay parejas que sólo se sostienen en una buena escenografía.
XII. No se trata de la ingenuidad de creer que no necesitamos dinero o que en la pareja no importa lo económico, sino de no meter a Eros en esas cuentas que nunca nos van a dar bien. Porque Eros es pérdida en el sentido de lo inútil, de lo fuera de proyecto; no es redituable, es un gasto improductivo. Eros, como la poesía, no sirve para nada. Se trata de poder suscitar un tiempo y un espacio inusitados que hagan lugar al deseo entendido como erótica de la vida, como un pequeño entusiasmo vital, como el de las buenas ficciones, como el de un encuentro no buscado.