La ignorancia jactanciosa

Si antes las empresas y los gobiernos trabajaban en silencio para fabricar desconocimiento, hoy buena parte de la sociedad lo defiende como bandera de autenticidad.

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Desde hace un tiempo y con frecuencia, a quienes escribimos se nos hace esta pregunta: ¿podrá la inteligencia artificial copiar de tal modo la literatura producida por los humanos que ya no harán falta los escritores? Soy consciente de la cantidad de tareas que hoy está haciendo la IA en la industria editorial, más de las que nos gustaría a traductores, ilustradores, diseñadores, escritores. Sin embargo, creo que siempre habrá un Jorge Luis Borges, una Olga Tokarczuk o un James Joyce, que producirán un texto vivo, auténtico, impredecible, que no podrá ser imitado por una máquina. Lo que no estoy tan segura es de que haya lectores que puedan y quieran leerlos. 

Para atravesar textos complejos hay que tener cierto entrenamiento. Hace unos años, en una entrevista radial, le preguntaban al escritor Martín Kohan acerca de una literatura culta o canónica, en contraposición a otra literatura más popular. Él decía que, como profesor de la Facultad de Letras de Buenos Aires, trabajaba para que cada vez más alumnos pudieran leer y disfrutar a Gustavo Ferreyra un escritor muy admirado por la crítica y por la academia (recomiendo especialmente su libro La familia), que probablemente no tiene la cantidad de lectores que se merece. 

Creo que eso que señalaba Martín entonces, la necesidad de iniciar a los lectores para que tengan las herramientas necesarias que les permitan sumergirse en determinados textos, se convirtió en algo crucial en los últimos años y lo será cada vez más. No sólo con respecto a la literatura, sino a los saberes en general, incluso respecto de saberes básicos. Pero me temo que esa falta no deriva de un proceso natural, consecuencia de una menor capacidad de concentración  –hoy nuestra atención está cooptada por el uso de pantallas, redes sociales y derivados de la tecnología–, sino que es el fruto de un proceso deliberado: la producción intencional de ignorancia, confusión o duda.

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En su libro La producción de la ignorancia (Stanford University Press, 2008/ Universidad de Zaragoza, 2022), Robert Proctor y Londa Schiebinger examinan un concepto que atribuyen al lingüista Iain Boal: la agnotología (agnosis en griego es “no conocimiento”). Se trata de analizar cómo se produce, difunde o mantiene la ignorancia de manera intencional y estructural. El “no saber” ya no es un vacío de conocimiento que moviliza al aprendizaje, sino ignorancia estratégica, producida por poderes –políticos, económicos, tecnológicos, mediáticos– para satisfacer sus intereses, a través de mecanismos como la información sesgada, las noticias falsas, la manipulación mediática o hasta conspiraciones globales.

La palabra agnotología se empieza a usar en 1995, en relación con la publicación de datos científicos desarrollados por la industria tabacalera, que resultaron ser inexactos o engañosos a sabiendas. En los años 50 y 60, estas empresas financiaron estudios pseudocientíficos que sembraban dudas sobre la relación entre cigarrillo y cáncer. La información maliciosa generó que se retrasara la aceptación pública del daño que produce fumar, a pesar de que la evidencia era contundente.

Hoy, décadas después y ya en otro siglo, la ignorancia como producto social y político parece cosa de todos los días. Los ejemplos de ignorancia activa sobran, en nuestras latitudes y en el universo en general. Está presente cuando se pone en duda el cambio climático con narrativas falaces, aunque la comunidad científica sostenga que es antropogénico –originado por el hombre– y se inunden ciudades enteras que nunca antes se inundaron, se derritan glaciares, o la sequía mate todo a su paso. Está presente también cuando se desparraman discursos antivacunas a través de las redes sociales, amplificados por algoritmos y opinadores mediáticos. En Argentina, fuimos testigos de eventos organizados por “dinonegacionistas”, grupos que niegan la existencia de los dinosaurios (¡glup!), pese a las evidencias paleontológicas. Altos funcionarios quieren imponer el discurso de que hace ciento veinte años fuimos una potencia mundial, aunque una y otra vez los historiadores lo desmientan. Hay miembros del Congreso de la Nación que han defendido las ideas terraplanistas, con vehemencia y sin ningún empacho. En estos días, una senadora dijo muy suelta de cuerpo que no cree que los niños argentinos tengan derecho a venir a Buenos Aires a ser curados en el Hospital Garrahan, porque ella no conoce ese derecho “de ningún lado”. Una candidata a diputada para las próximas elecciones dice que Franco Colapinto es la reencarnación de Ayrton Senna y que “Madonna es parte de una élite oscura que nos quiere zombis, que nos quiere dormidos, para no crear vida”. Me detengo acá para no sobreabundar.

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El problema más grave, si es que esto pudiera empeorar, es que esa ignorancia estratégica que permea hacia la sociedad ya no sólo es fabricada y consumida, sino, además, exhibida con orgullo. El no saber se produce, se distribuye y se celebra. La jactancia de la ignorancia se convirtió en un capital político y cultural. La mencionada candidata a diputada que cree en un Colapinto reencarnado y nos advierte sobre Madonna, aclaró en un streaming qué es para ella ser personas “puras”: “Puro es aquel que si el presidente dice blanco, es blanco, y si el presidente dice verde, es verde”. Quizás este sea un ejemplo extremo de esta jactancia de ser ignorante, pero nos encontramos a diario con personas que se sienten orgullosas de no leer diarios, de no creer en científicos ni en supuestos especialistas, de desconfiar de los intelectuales, de preferir manejarse sólo por su intuición. “Cada época está marcada por su propia ignorancia”, dice la filósofa y socióloga eslovena Renata Salecl en su libro Pasión por la ignorancia, publicado por Ediciones Godot. 

Líderes mundiales que se vanaglorian por no apoyar las agendas de cooperación mundial que trabajan para mitigar los efectos del cambio climático, o por dejar de ser parte de la Organización Mundial de la Salud. Padres que se ufanan de que no vacunan a sus hijos. Dirigentes que reducen la complejidad de algunos problemas estructurales a slogans simples, con el argumento de: “Yo le hablo a la gente, como habla la gente”.

Así, el desconocimiento se exhibe hoy como bandera de autenticidad o rebeldía, reinterpretando la ignorancia como virtud. Y esto tiene efectos políticos y culturales, porque legitima liderazgos, ataca a personas, hunde trayectorias, erosiona instituciones públicas y socava el pensamiento crítico colectivo. La ignorancia que antes se vivía como carencia que debía superarse, hoy, en muchos sectores, se volvió identidad y bandera. En nuestro país, desde el Gobierno se menosprecia a científicos, a la educación universitaria, a representantes culturales, a quienes investigan en ciencias sociales, presentándolos como parásitos del Estado. 

La reiteración de errores, exageraciones o medias verdades, sin intención de corregirlas, revela la instalación de un nuevo pacto discursivo: la exactitud dejó de importar, se desprecian los datos. Esta estrategia apunta a convertir a la complejidad y al conocimiento académico en enemigos, incapaces de cercanía con “el pueblo real”. Y parece que, por el momento, lo está logrando.

La jactancia de la ignorancia, como otros procesos socio culturales de la actualidad, está influida también por cuestiones de edad y género. El diario El país de España publicó este 17 de agosto un artículo de Ignacio Zafra, donde expertos en educación advierten que se está formando una “infraclase social de jóvenes varones muy poco formados, con un sombrío futuro laboral y especialmente vulnerables a los discursos ultras, porque creen que estudiar les resta masculinidad”. Por su lado, el New York Times publicó este 28 de julio un artículo de la periodista Mary Harrington titulado: “Pensar se está convirtiendo en un lujo”, donde advierte sobre el peso de otro factor clave en la formación de niños, su concentración y su capacidad de lectura: el factor socioeconómico. 

Dice Harrington: “En una cultura saturada de formas de entretenimiento más accesibles y absorbentes, la lectura de largo aliento puede pronto convertirse en el dominio de subculturas de elite (…). Por un lado, un grupo relativamente pequeño de personas conservará –y desarrollará intencionalmente– la capacidad de concentración y razonamiento de largo aliento. Por otro, una población general más amplia, postalfabetizaba, no leerá de manera significativa, con todas las consecuencias que ello implica para la claridad cognitiva (…). Pocos tendrán la capacidad de atención necesaria para seguir o cuestionar políticas en campos áridos y técnicos; lo que la mayoría quiere ahora no es una investigación minuciosa, sino un nuevo video corto que “humille” a la tribu contraria.”

Pero reitero, no estamos frente a una ignorancia inocente de quien no sabe, sino frente a una ignorancia planificada y cultivada como herramienta de poder. La ignorancia ya no es un vacío a llenar, sino un producto cultural con mercado y estrategia de distribución. Si antes las empresas y los gobiernos trabajaban en silencio para fabricar desconocimiento, hoy buena parte de la sociedad lo defiende como bandera de autenticidad. La diferencia es crucial. Cuando Sócrates decía “solo sé que no sé nada”, esa falta era un punto de partida para el conocimiento. Hoy es la jactancia de no saber, y de no querer saber. Quizá, la forma más peligrosa de ignorancia, porque convierte la confusión en identidad y la mentira en comunidad.

Foto: Depositphotos

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