Tomás Quintín Palma cree que un libro te muestra el lado oscuro de la vida, incluso antes de que te lo cuente un padre

El actor y humorista rosarino tiene su biblioteca a mano, porque para él consultar una novela es algo tan cotidiano como bañarse o ver la tele.

Tomás Quintín Palma

Llegamos a la casa de Tomás Quintín Palma justo antes del atardecer. Hace frío y el invierno afecta cada rincón de la ciudad, pero en su departamento del Microcentro mucho no se nota: en el piso 15 el sol está casi a punto de perderse detrás de los edificios. La ciudad acentúa sus contornos, así que antes de que avance la noche, él posa para algunas fotos. Estamos acá porque queremos conversar sobre libros con este humorista y actor rosarino afincado hace tiempo en Buenos Aires. Lo hemos visto hablar de ellos en los canales de streaming de los que participa –Blender, Gelatina, espacios en los que comentar lecturas no es algo tan habitual–, y hemos leído también Irse en la espuma, un libro que publicó en Galerna a finales de 2024 en el que reúne escritos autobiográficos. La tapa, en la que se lo ve conversando animadamente con más personas en una mesa llena de comida y objetos tipo El Madrileño de C Tangana, está enmarcada y colgada en una de las paredes del departamento. Vive solo y tiene pocos muebles, los indispensables. Nos ofrece mate con yerba uruguaya, y mientras se calienta el agua, vamos espiando su biblioteca, que es nutrida y tiene los ejemplares dispersos y dispuestos de forma apaisada. 

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–¿Cómo llegaron todos estos libros acá? ¿Cómo decidiste qué traer y qué dejar en Rosario cuando te viniste a vivir a Buenos Aires?

Hasta los 27 viví en Rosario haciendo todo lo posible para no vivir en Capital. Pero acá estoy, terminé viniendo por trabajo. Para un rosarino es un quilombo alquilar en Capital, porque no tenés garantía ni nada, así que durante mucho tiempo viví en departamentos amoblados que tenían todo resuelto y no tenía que comprar nada. En lo que más gastaba era en libros (y ahora empecé a comprar ropa también). Cada vez que viajaba a Rosario y volvía a Buenos Aires, me traía algunos libros de allá también. Está todo muy desordenado porque yo todo el tiempo agarro libros, pispeo, leo. No es que leo una novela continuada: agarro algo y leo desde cualquier parte. 

–¿Había biblioteca en tu casa cuando eras chico?

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Mi abuela tenía libros de ciencia ficción y best-sellers tipo Stephen King, Wilbur Smith. Nunca me enganché con eso, sí con las adaptaciones al cine. Mis padres eran payasos, así que había también algunos libros de teatro. En mi casa eran católicos, y mi mamá leía una literatura más naif, más hippie, que me parecía medio mala. Mi papá, sin decirme nada, me empezó a pasar en la adolescencia literatura más existencialista, cosas de Nietzsche, de Herman Hesse: Siddharta, El lobo estepario. Eran lecturas que me hacían sentir profundo, me hacían pensar en la muerte. En casa se hablaba de algo por arriba, y por abajo me daban a leer esto, como un código secreto. “No es tan alegre la vida como me la quieren pintar en casa, es re oscura y dolorosa”, pensaba en ese momento. Para que te des una idea, mis viejos se separaron y me lo contaron por mail. Acá tengo Así habló Zarathustra. Me lo traje de Rosario pero nunca más lo volví a leer. Me doy cuenta ahora de que el libro es el primer objeto que te muestra el lado oscuro de la vida. En vez de que tu padre te lo cuente, te lo dice un escritor.

–¿Cómo empezaste a elegir tus propias lecturas?

Fue gracias a amigos, amigas, novias que me recomendaban cosas o directamente me las daban a leer. Entré a trabajar en Rock & Pop Rosario después del secundario y ahí empecé a leer a algunos escritores malditos también. Como te decía, no vengo de una familia en la que hubiera reviente, así que eso lo empecé a percibir en los libros de, no sé, Enrique Symns. Me gustaba el rock, los poetas beatniks. Estaba atento a la dramaturgia y la escritura en todos lados, no solo en los libros, también en lo teatral, en lo musical. Fito me volvía loco por las letras, no solo por la música. Y después llegué a autores como Paul Preciado y Virginie Despentes gracias a mis novias. Me volví fan de Vernon Subutex. Leí los primeros dos tomos. Es espectacular, este tipo de literatura me encanta. También flasheé mucho de joven con Houellebecq, con Las partículas elementales y Ampliación del campo de batalla. Lo fui a ver cuando vino acá ¡y me firmó un libro! Veía ahí que había mucho dolor en la adultez, a la cual yo todavía no había llegado. Lo disfrutaba porque me permitía ver cómo podía ser el destino si tomaba ciertos caminos, o cómo era el futuro. El otro día pispeé uno de Houellebecq y me di cuenta de que no me iba a pasar lo mismo si lo leyera ahora porque ya estoy más grande.  

–Veo que leés tanto ficción como no ficción. ¿Cómo elegís esas lecturas? Tenés cosas de María Moreno, Éric Sadin, Zizek.

Para otros debe haber algo racional, pero no sé, en mi caso es medio intuitivo. Trato de comprar cuatro libros por mes que me llamen la atención. Acá está por ejemplo Escritura no creativa de Kenneth Goldsmith. Cuando lo leí pensé: “Por fin alguien le dio un marco teórico a todo lo que pensaba”. Me sirvió un montón, lo usé muchísimo. No es que tenga una cantidad de ideas infinita, así que trafico con las de otros. 

–Tenés también muchos libros escritos por rosarinos… Fito Páez, María Luque. ¿Arman una especie de cofradía?

Siento que los rosarinos abrieron un camino: de Olmedo a Sietecase. Gracias a ellos también nosotros tenemos lugar, nos ven como creativos, nos dan trabajo. Así que leo muchos rosarinos, sí. 

–¿Y este de Silvina Luna?

¡Otra rosarina, ves! Silvina era lo más. ¡Y no sabés qué bueno que está su libro! Está muy bien escrito. Ella escribía desde que era chica, llevaba sus diarios. El año que viene va a salir un documental todo narrado por ella en primera persona. Tenía como treinta años de diarios escritos a mano y se grabó leyendo. Este libro lo escribió después de todo lo de Lotocki, y es honesto y sensible. Era muy copada, hacía terapia, reflexionaba mucho. Soy muy amigo del hermano y la banco a morir. Silvina era muy viva, una rosarina que arrancó viviendo en una pensión, se hizo de abajo y después se compró como tres casas. Actuó muchísimo. Un par de veces ella tenía que hacer castings y yo le hacía de sparring. Me dedicó el libro, mirá lo que puso: “Tomi, sos una persona muy especial. Te quiero, gracias por acompañar a Eze en este camino de la vida. Somos casi familia. Acá estoy para siempre. Con cariño, Silvina”. 

–Además de este y el de Houellebecq, ¿tenés otros libros dedicados?

¡Sí! Los Cuentos completos de Fogwill. Es mi libro elegido, como un peluche, un tesoro. Este lo compré en Rosario. Y en 2010, dos meses antes de morir, Fogwill fue a dar una charla en el Bernardino Rivadavia, que ahora se llama Centro Cultural Fontanarrosa. Yo estaba en modo fan, tenía 24 años y me volví loco. Le di el libro para que me lo firmara y ahí intercambiamos algunas palabras. En ese momento viajaban muchos escritores a dar charlas, así lo conocí a Laiseca también. Pero este de Fogwill generó un efecto increíble en mí, me explotó la cabeza. Me calentaba, me daba ganas de vivir, de tener amigos, de hacer quilombo. Me excitaba su literatura. En esa charla contó algo que me quedó para siempre. Era una historia metafórica de esas que ejemplifican cómo son las personas que triunfan. Decía Fogwill que nos imaginemos una carrera entre tres veleros: el timonel del primer velero es súper obsesivo, alguien que planifica todo, sabe para dónde va a ir el viento (yo pensaba en Marcelo Bielsa); el timonel del segundo velero llega sobre la hora, pasado de largo, medio borracho y trasnochado, y no sabe para dónde va el viento, pero arranca como puede (ahí yo pensaba en el Diego o en el Burrito Ortega); y hay un tercero en esta competición que no es ni lo uno ni lo otro, no está en los extremos sino en el medio: no es ni tan obsesivo ni llegó sobre la hora. Esa carrera la ganan los de los extremos, decía Fogwill. Nunca la va a ganar el del medio… Y esa idea me atormentó toda la juventud, porque pensaba que estaba en el medio. Siempre admiré y me relacioné con personas que estaban en los extremos, ya sea Nico Guthmann o Andy Chango, por ejemplo. Me encanta la historia de vida de Fogwill, su carrera como publicista, el lema de “El sabor del encuentro”, los chistes que hacía para los chicles Bazooka, que fuera sociólogo a los 23 años. Ahora con los hijos nos seguimos en Instagram.   

Leer para probarse en otro estado

Tomás empezó varias carreras y no terminó ninguna (nunca rindió el último examen que le faltaba para recibirse de periodista), pero es claro que trabaja con la palabra y sus alcances, que eso es lo que lo convoca. Es comunicador social, humorista, actor. Si quieren verlo en su faceta de comentarista y entrevistador ocurrente, pueden escucharlo en 220 Podcast con Nico Guthmann, en Spotify o YouTube. Si prefieren su faceta como actor absurdo, pueden darle play a Una buena excusa, un nuevo formato breve de “cine improvisado” que comparte con Martín Garabal. Entre sus últimos proyectos está también el regreso de la obra La violencia de la ternura en la que sube al escenario con su padre Marcelo Quintín Palma, payaso de profesión, para hablar de cómo la risa sobredeterminó sus vidas y su vínculo. Una obra para reírse, pero también para ponerse serios y reparar en cómo la fantasía puede llegar a hacer daño. “Mi papá viene especialmente de Rosario para hacer esta obra en el Metropolitan de la calle Corrientes. Estar con él en el escenario me emociona narrativamente, como si fuera una historia que leo de un padre y un hijo. En este proceso de escritura y ajustes para la obra me puse a leer la Carta al padre de Kafka, por ejemplo. ¡Qué potente!”, cuenta sobre el proceso de trabajo. 

–¿Cómo es la relación de un humorista con los libros? ¿Buscás cosas que te hagan reír? ¿Hay ideas en los libros que después se convierten en escenas?

A mí muchas cosas me hacen reír. Por ejemplo Bajo este sol tremendo, de Carlos Busqued, me hacía reír, y veía que a mis amigos no. Me hacen reír las ideas, la precisión, el camino que tomaron  los autores, el lugar al que fueron. Me parece un disparate que la gente escriba, desarrolle personajes, les ponga nombres fantasiosos. A veces me río de cosas dolorosas o trágicas. Me ha pasado de pelearme con una pareja y que me dé risa el absurdo del malentendido entre dos personas. Me puedo abstraer de la situación puntual y divertirme. Algunos libros me traen ideas que puedo deformar y usar en algún lugar donde me exprese. Me dejan en un estado creativo. Leer me permite estar disponible, probarme en otro estado, volverme narrador. Me hace ser permeable.

–¿Y cómo elegís qué libros llevar a los programas en los que participás?

Es bastante espontáneo. Me interesa llevar libros a Gelatina, por ejemplo. El otro día llevé uno de Busqued, justamente, y leímos partes al aire con Marquitos [Aramburu] y nos cagamos de risa. Le podés encontrar un lado divertido, no es que solo hay que leer cosas y poner caras solemnes. Tampoco es necesario que todos sean pensamientos elaborados sobre las lecturas; uno puede leer y hacer chistes boludos sobre eso.

–¿Qué tipo de lector sos? ¿Cómo podrías definirte?

Como un lector que picotea, que busca. Los libros me facilitan muchas cosas. Me ayudan a saber de todo un poquito, nada con demasiada profundidad. La lectura es como estar en otro lugar: implica otro ritmo, otro tiempo. Me acostumbré a estar ahí. Leer es algo cotidiano como lo es bañarme o ver tele, es un lugar que habito. No estoy haciendo plata cuando leo, no se me abre una pestaña ni me interrumpe un WhatsApp. En ese sentido, no puedo leer en dispositivos electrónicos porque me pongo a boludear. Los libros no me ofrecen nada más que eso. Son muy inspiradores. Me encanta estar en un estado en el que me asombra todo. A veces pierdo la memoria de las cosas que leí y vuelvo a agarrar algo y me impresiona como si lo leyera por primera vez. Eso es bárbaro. 

–¿Sos de subrayar?

A veces sí y a veces no. Me parece medio extraño volver sobre mis propias marcas. ¿Quién subrayó eso? ¿Quién era yo? A veces los subrayados de otros también te condicionan, o te desilusionan. Siempre traté de juntarme con gente más inteligente que yo, o me enamoraba de una ñoña que me daba sus libros o me contaba cosas. 

Tráfico de influencias

–¿Cómo pasaste de la lectura a la escritura?

Mi primer profesor de literatura fue Pablo Ramos, que iba a dar clases a Rosario. Fui a su taller en un momento en el que todavía no había hecho terapia, y empecé a ver con sorpresa que el inconsciente se manifestaba en el papel, y que había cosas que yo no sabía tanto de mí que aparecían al escribirlas. Más que corregir textos, estaba corrigiendo capaz cosas personales. Y ahí me di cuenta de que necesitaba ir a terapia. Me di cuenta del poder del psicoanálisis escribiendo. 

–¿Y cómo trabajaste tus textos? ¿Para Irse en la espuma buscaste referencias en otros libros?

El libro lo trabajé con Pablo Ramos a distancia. Él estaba en El Bolsón y avanzábamos hablando por videollamada, un texto cada quince días durante ocho meses. Me ayudó también un amigo que se llama Cristian Stamponi, él me acomodaba los recuerdos que yo vomitaba sobre la hoja. Y sí, obvio que busqué referencias. Uno de Pedro Mairal que se llama Maniobras de evasión que me sirvió mucho. Quería hacer un libro de relatos cortos y me pareció una buena referencia. También los libros de ensayos breves de Nora Ephron, que duran pocas páginas. Soy muy ansioso, así que me gustan los relatos breves. Soy ansioso desde siempre, desde chiquito, no desde ahora. 

–Veo acá en los estantes que tenés libros de Guillermo Iuso y Fabio Kacero, dos artistas visuales que escriben libros bastante inclasificables, ambos publicados por Mansalva.  

Ellos son bastante caóticos, y eso me re cabe. A mí me sirven para entrar en un estado. Me gusta que un libro sea un lugar para habitar con sus ritmos, sus cosas. A veces leo dos minutos, a veces me quedo más tiempo en la lectura, pero todos los días trato de asomarme ahí por un rato. Me sirve para tomar ideas y después usarlas en mi trabajo. Lo que hace Guillermo Iuso me parece impresionante. A veces me estoy yendo a trabajar a las 7 y media de la mañana, y lo veo parado en una esquina de la avenida Córdoba. Siento como si estuviera dialogando con él de alguna manera. Verlo es una señal… 

–¿Y estos libros de Roberto Jacoby cómo llegaron a tu vida?

El deseo nace del derrumbe lo descubrí y me volví loco. Soy fan. Amo Virus. Me hubiera encantado estar vivo en la época de (Federico) Moura y verlo cantar. Siempre trato de preguntar cómo fue esa época. Y este barrio del Microcentro está lleno de marcas, toda esa gente circulaba por acá. El libro de Jacoby es un oráculo. Hay un texto que se llama “La manzana loca” en el que hace un plano del lugar en el que vivo ahora. Me enloquece saber que por estas mismas calles circulaban Peralta Ramos, Federico Klemm, Marta Minujín, Spinetta, que se juntaban en el Florida Garden, en la Galería del Este. 

–¿Elegiste vivir acá porque te tiraba algo de la vieja bohemia porteña?

No, para nada. Fue casualidad. Antes vivía en Palermo. Si no me mudaba, me perdía de profundizar todo este lugar. Gracias a que se me complicó con un departamento en Palermo y terminé acá, empecé a flashear muchísimo con la arquitectura, las capas de pasado que tiene la ciudad. Voy bastante seguido a Dadá, un clásico de esta zona, y Pablo, su dueño, tiene un libro con dibujos de León Ferrari. Son todos dibujos que él hizo en el bar y se los regaló. Me matan esas cosas.

–Si tuvieras que recomendarle un libro a alguien que no lee mucho, ¿qué elegirías? 

Sin dudas diría que los de Jonathan Eames, ¿lo conocés? Él escribió una serie muy buena que se llamaba Aburrido hasta la muerte (Bored to death) con Zach Galifianakis, Jason Schwartzman y Ted Danson. Y tiene varios libros geniales que me los hago traer de España. El que recomiendo es ¡Despierte, señor! Es muy fácil de leer y tiene un humor más alternativo, no mainstream, menos convencional. Ya la literatura es de por sí medio tangencial. Cualquiera de sus libros son bárbaros.

–¿Y tenés alguno por acá?

No sé dónde estarán. [Los busca un rato en los estantes] Creo que se los presté a Andy Chango, que se volvió loco cuando los leyó. ¡Ay, no puedo creer que no tengo ninguno! Tenía los tres… Igualmente, para mí los libros para recomendar dependen en gran medida de la conversación con esa persona. Si está mal con el papá, ya me da la pauta de qué recomendarle: La ley de la ferocidad de Pablo Ramos, que también lo tengo dedicado.

–¡Sos medio fetichista de las dedicatorias!

¿Te das cuenta? Al final entrevistaste a un freak de las dedicatorias. Y a alguien que perdió muchos libros en su vida. A veces en una noche de entusiasmo los regalo… 

–Bueno, para compensar, te traje uno de regalo yo, como hago con todos los entrevistados. Elegí Ciudad alfabeto, un libro ilustrado para cualquier edad escrito por Nicolás Schuff y dibujado por Pablo Boffelli, un rosarino justamente. Está armado como un alfabeto y tiene un humor muy incorrecto y una imaginación desbordante. Me parece que te puede gustar.

¡Gracias! Me suena mucho el apellido Boffelli, quizás fue compañero de mi hermano. El otro día Alexandra Kohan me regaló en cómic Las cosas que perdimos en el fuego de Mariana Enriquez con dibujos de Lucas Nine y está tremendo. Nada que ver lo que te pasa viendo un cómic que leyendo el libro.

Muchas gracias, Tomás, por recibirnos.

Fotos: Cristina Sille.

Otras lecturas:

Nació en Buenos Aires. Es licenciada en Letras por la UBA y trabaja como editora y periodista cultural. Forma parte del equipo de la editorial Caja Negra. Desde 2020 a 2024 escribió el newsletter El Hilo Conductor en Cenital. Fue editora en la revista Los Inrockuptibles, tuvo un ciclo de entrevistas con escritores en el Malba y fue columnista en Futurock. Participa también del podcast Algo Prestado.