Comparar a Milei con el fascismo: por qué es moralmente necesario y analíticamente útil

Llamar a las cosas por su nombre, o al menos invocar ciertas características históricas que reaparecen, evita la normalización y aleja los riesgos de repetición de la tragedia.

Milei junto al presidente de Estados Unidos, Donald Trump.

Agustín Laje, el propagandista del presidente Javier Milei, postea en sus redes sociales que los “zurdos” son “destrucción y caos” y que “no son conciudadanos: son enemigos”. José Luis Espert, candidato libertario en la provincia de Buenos Aires, vocifera en una conferencia que Florencia Kirchner es una “hija de una gran puta” y reclama asesinatos extrajudiciales de presuntos delincuentes para exponerlos “con agujeros” en plazas públicas. Los calificativos del presidente a los opositores como cucarachas, ratas, mandriles (es decir, susceptibles de ser violados) son cosa de todos los días. El intendente de General Pueyrredón y aliado de Milei, Guillermo Montenegro, manda patrullas policiales a golpear personas en situación de calle que ocupan predios y se burla de ellos. “Room service” titula un video en las redes que muestra el acoso y la humillación. Las campañas oficiales, motorizadas por hordas de trolls pagos, contra periodistas, especialmente mujeres como Julia Mengolini o María O’Donnell, o contra el diputado Esteban Paulón, a quien la maquinaria del Gobierno llama pedófilo por ser homosexual, son de una bajeza y un nivel de agresión inusitados. Voceros notorios de La Libertad Avanza llaman por Twitter a cerrar el Congreso. Los ejemplos son infinitos. ¿Son el Gobierno y el movimiento que encarna Javier Milei fascistas?

Una primera reacción en el mundo de opinión y académico suele ser de comprensible cautela. Al fin y al cabo, Argentina es por ahora una democracia. No se han cerrado medios de comunicación, encarcelado opositores en forma prolongada sin orden judicial y el Gobierno, aunque juega siempre sobre fleje, no se ha desbordado aún con represión a gran escala y masiva. No hay nada que se le parezca a un partido-Estado como el fascismo en su apogeo. Los conceptos políticos y de ciencias sociales tienen cargas pesadas, en particular el de fascismo. El riesgo de banalización de un concepto que, en el siglo 20, por ejemplo en la Italia desde los años 20, y en la Alemania y España de los años 30 y tempranos 40, costó millones de vidas, es grande. 

Sin embargo, en esta nota voy a sostener que la comparación del Gobierno y el movimiento de Javier Milei con el fenómeno fascista es pertinente, y más aún, necesaria tanto desde un punto de vista normativo como analítico. Los conceptos de ciencias sociales obviamente no pertenecen, ni se originan, exclusivamente en el mundo académico. El calificativo de “fascista” (o neo-fascista) sobrevuela no solamente el fenómeno Milei sino a varios de los gobiernos dentro de la ola de ultraderecha mundial de los últimos años. Ejemplos paradigmáticos son también el trumpismo o el bolsonarismo.

Si bien el riesgo de banalización debe ser una alerta, la invocación repetida del “fascismo” o “neo-fascismo” para describir situaciones actuales está allí, y en este caso no parece ser sólo resultado del capricho o análisis superficial. Además, los conceptos son cajas de herramientas para la comprensión y están para usarse si se sospecha son pertinentes. Solo hay que intentar hacerlo bien y con la mayor precisión posible, y para eso la Ciencia Política y la Política Comparada pueden ser una ayuda. 

El Gobierno y el movimiento político de Milei tienen claros rasgos que lo emparentan con el fascismo del siglo XX: su contenido popular, “plebeyo” y movilizador en la arena electoral, que lo diferencian de lo que el politólogo Juan Linz llamaba “autoritarismos despolitizadores”; la concepción de un “otro” como inferior a humano, insecto, no merecedor de habitar en igualdad de condiciones la comunidad política; el linchamiento del que piensa distinto (por ahora mayormente discursivo y digital pero que tiene obvias consecuencias degradantes en la vida del linchado) y el uso del Estado para ejecutar ese abuso; episodios sino masivos, crecientes de represión abierta al borde de la ley.

Por otro lado, hay dos diferencias centrales con el fenómeno fascista del siglo XX. La primera es la ausencia de dictadura y la convivencia del movimiento libertario, en tensión permanente, con el régimen democrático. La segunda gran diferencia es la política y discurso económico de marcado sesgo neoliberal y fundamentalista de mercado. El fascismo del siglo pasado fue generalmente intervencionista y keynesiano. Este esbozo de ejercicio comparativo nos permite entender mejor el movimiento que encarna Javier Milei.

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No obstante, hay una segunda razón, a mi juicio mucho más relevante políticamente, por la que la comparación es necesaria y tiene sentido. Es tan fuerte el riesgo de banalización del concepto de fascismo como su normalización. A diferencia de otras formas autoritarismo, el fascismo del siglo 20 en Italia o Alemania, se nutrió del régimen democrático como ambiente más propicio, como el oxígeno ideal, para generar “el huevo de la serpiente” y pasar de fenómeno aislado al consenso social activo.

Esta característica, que en un libro clásico sobre las caídas de la democracia Linz y Alfred Stepan llamaron “abdicación de los moderados”, es una de las enseñanzas canónicas de la Historia y la Ciencia Política para explicar la consolidación de los autoritarismos fascistas. Empezar a señalar las similitudes de los movimientos de ultraderecha contemporáneos con el fascismo se torna así no solo un ejercicio analítico, sino una posición moral: el primer requisito para evitar la naturalización del fascismo es llamar la atención sobre su metódica expansión aún dentro de la democracia. 

Qué tiene en común La Libertad Avanza con el fascismo

El fascismo del siglo XX fue analizado en la Ciencia y Sociología Política como reflejo autoritario de la burguesía capitalista amenazada por el conflicto de clase, como impulsor de una modernización industrial “desde arriba” que combina elementos tradicionales y modernos, o como símbolo de un nacionalismo imperialista periférico, entre otros varios enfoques.

Sin embargo, me interesa destacar acá algunos elementos comunes a la mayoría de las definiciones, que se pueden vislumbrar en el movimiento libertario argentino. Me refiero al carácter movilizador y politizador del fascismo (que lo diferencia del autoritarismo más tradicional), que es policlasista pero que contiene un apreciable componente de sectores populares; a su ideología anti-liberal en lo político, que rechaza el disenso y las mediaciones institucionales de la democracia (en particular la política parlamentaria); a la deslegitimación un “otro” enemigo que no merece ser parte de la comunidad política, y es degradado, en este caso como zurdo, comunista, “kuka”, rata, o mandril; al acoso paraestatal a esos mismos opositores; y finalmente a la retórica abierta de violencia institucional que se ve en políticos como Milei, Montenegro, Patricia Bullrich o Espert.

Podemos agregar la cruzada de LLA contra la modernización cultural (emancipación de las mujeres, aborto, concepción del medio ambiente) por supuesto común a otros movimientos de ultraderecha en el mundo contemporáneo y que hallan un eco en el anti-modernismo tradicionalista del fascismo original. El mantenimiento de la jerarquía del orden económico capitalista y el ataque sistemático a las organizaciones y representaciones del sector popular organizado, concebidos como actores políticos ilegítimos -sindicatos y partidos comunistas o socialistas en la Europa del siglo XX, peronistas o petistas en la Argentina y Brasil del siglo XXI- son elementos adicionales que asemejan el autoritarismo libertario con el fascismo de la primera parte del siglo pasado.     

Por supuesto no solo el mileísmo ve la política en términos adversariales. También lo hacen, en mayor o menor medida, las fuerzas políticas de raíz populista que, por ejemplo, apelan a la retórica “pueblo versus oligarquía” o similares. Sin embargo, estas categorías no dejan de ser políticas y, en el caso argentino con el peronismo del siglo XXI, nunca mutaron en guerra cultural, linchamiento digital organizado, invocación a la violencia y el asesinato extrajudicial, llamados al cierre del Congreso, o en un discurso que reduce al “otro” a menos que humano.

De hecho, ni el kirchnerismo ni la mayor parte de la ex coalición Juntos por el Cambio mostraron nunca el anti-liberalismo político abierto que habita en LLA, única fuerza a nivel nacional, junto al sector del PRO que se le sumó, que encarna estos elementos neofascistas en la Argentina actual. En ese sentido, la polarización actual en Argentina es, como sostienen los politólogos Paul Pierson y Jacob Hacker para el caso norteamericano, y a diferencia de los años 70, “asimétrica”: el acecho al sistema democrático y el antiliberalismo político provienen solo de la ultraderecha, no de la izquierda o del populismo peronista.

Diferencias entre el fascismo y la ultraderecha contemporánea

Al mismo tiempo, existen evidentes diferencias entre el desarrollo del movimiento libertario argentino y el fascismo del siglo XX. Destaco dos principales. La primera es que el mileísmo, como buena parte de la ultraderecha global (por ejemplo en Brasil, Estados Unidos o Italia) gobierna en el marco de sistemas democráticos. Es verdad que los mecanismos iliberales y ataques al control democrático están a la orden del día. Como se sabe, en Estados Unidos y Brasil la ultradercha pasó líneas rojas en sendos intentos de autogolpe o anulación de resultados de elecciones libres. No obstante, aun en esos casos, la democracia se reequilibró.

Milei intentó nombrar dos jueces sin acuerdo del Senado, en clara violación de la Constitución. Sin embargo, no insistió una vez que el Congreso rechazó el intento. Por ahora no hay signos de ataques serios a la transparencia electoral. Más allá del acoso a la oposición y las prácticas anti-democráticas señalados más arriba Argentina sigue siendo una democracia. Si los movimientos fascistas que irrumpieron en democracia en Italia, Alemania, España del siglo XX terminaron en partidos-estado totalitarios o autoritarios, el neofascismo contemporáneo por ahora convive en tensión permanente con la democracia política.

La segunda gran diferencia es la política económica. Es cierto que, en términos muy generales, la ultraderecha actual en Estados Unidos, Brasil o Argentina, como el fascismo tradicional, puede leerse también en clave de una reacción autoritaria de sectores empresariales que abandonan en política la centroderecha moderada y abrazan la ultraderecha autoritaria para asegurar negocios en situaciones de incertidumbre económica.

Dicho esto, si el fascismo gobernante tradicional fue claramente corporativo, keynesiano e intervencionista -el nazismo alemán fue uno de los primeros gobiernos en experimentar con el estímulo a la demanda keynesiano a gran escala- la ultraderecha de Milei o Bolsonaro en América Latina tienen un marcado sesgo neoliberal. Esta combinación de autoritarismo movilizador con tintes fascistas y fundamentalismo de mercado constituye toda una innovación histórica. Las anteriores experiencias de autoritarismo de mercado en América Latina, en las dictaduras de los 70 y 80, fueron más bien despolitizadoras, no movilizadoras, en la arena política.

La necesidad moral de comparar

William Sheridan Allen, en un libro clásico, La toma del poder del por los nazis, relata la trayectoria del movimiento fundado por Adolf Hitler desde una minoría poco relevante aún en 1930 hasta la toma del poder total en 1935, en una pequeña ciudad de la Alemania profunda. En su ejercicio fascinante de micro-historia, Allen documenta minuciosamente cómo los nazis son inicialmente un fenómeno marginal, a la vez violento (atención: en su origen mucho más en el discurso que en la acción) y farsesco, que no es tomado muy en serio ni por la gente ni por los centros de poder de la pequeña urbe. El pico de la Gran Depresión es el gatillo fundamental para que, ante la incertidumbre económica, la ciudad se vaya volcando poco a poco hacia el nazismo. 

En una ciudad agraria de la Alemania post Primera Guerra Mundial, el nacionalismo conservador y el militarismo eran moneda corriente. Sin embargo, ello no tenía por qué resultar necesariamente en el triunfo del siempre perseverante, pero originalmente muy periférico aun en ese ambiente, activismo nazi. Allen describe con maestría la gradual pero persistente naturalización del fascismo por parte de personas y organizaciones de la sociedad civil, “las fuerzas vivas” de la ciudad, que solo meses antes ignoraban o rechazaban el fenómeno, y fungían de actores democráticos o “no ideológicos”. El librero del pueblo, la asociación agraria, la asociación de profesionales, la asociación de cazadores, la de pequeños empresarios, los periódicos de la ciudad, todos grupos que nunca fueron nazis pero que primero toleran y después apoyan el control total del poder local por los esbirros de Hitler, y relativizan o ignoran el discurso de odio primero, y la violencia física hacia el diferente después.

Las ciencias sociales demostraron con creces que el triunfo final de los movimientos fascistas del siglo XX no se debió a la súbita irrupción pública de paracaidistas con camisas pardas. Requirió que, en contextos democráticos de una progresiva “abstención de los moderados”, aquellos sectores ligados a los centros de poder económico y social gradualmente relativizaran o ignoraran los discursos de odio y los linchamientos que ocurrían ante sus ojos.

En la Alemania e Italia de la primera parte del siglo XX, los empresarios dominantes, en particular, nunca tuvieron al fascismo y su corte plebeya como primera opción de poder en la etapa democrática. No obstante, fueron fundamentales para entronizar movimientos autoritarios con base electoral que fortalecían al empresariado en la lucha contra “el comunismo” y los sectores populares mayoritarios organizados en partidos democráticos.

Naturalmente, esta nota no plantea que la Argentina actual (o el avance de la ultraderecha en otras partes del mundo) guarde similitudes directas con la Alemania de los años 20 y 30. Pero la historia demuestra que la naturalización del fascismo y su discurso violento por amplios sectores de la “opinión democrática moderada” siempre fue pre-requisito para su eventual triunfo. Y que la violencia política y paraestatal siempre empieza por las palabras y los discursos. 

Reflexiones finales

En vez de sostener sin más que el de Milei es un movimiento fascista, o lo contrario, que nada tiene que ver con un concepto “viejo”, esta nota propuso un esbozo de comparación recurriendo a elementos de la Ciencia Política y la Política Comparada. Está claro que no existen hoy atisbos de partidos-estado, los niveles de movilización de las fuerzas de choque son por ahora bastante menores que en el fascismo tradicional, y la convivencia de la nueva ultraderecha en tensión con la democracia parece haber llegado para quedarse. De hecho, los fascismos del siglo XX convivieron muy poco con la primera ola democrática y rápidamente consolidaron regímenes autoritarios. A su vez, mientras que el fascismo original fue keynesiano, la ultraderecha actual, al menos en esta parte del mundo, es neoliberal

A la vez, una comparación del mileísmo con el fascismo está lejos de ser caprichosa. Existen elementos comunes que son tangibles: el autoritarismo electoralmente movilizador y politizador, la degradación del adversario a un otro inhumano que no merece ser parte de la comunidad política, los linchamientos mediáticos-digitales en manada, la exaltación de las ejecuciones extrajudiciales y del maltrato al vulnerable, el rechazo y devaluación de las mediaciones democráticas en especial la política parlamentaria. Estos elementos, presentes y que comienzan a tener alto impacto en la sociedad, no pueden ser ignorados. Para decirlo simple: llamar a las cosas por su nombre, o al menos invocar ciertas características del fascismo histórico que reaparecen, evita la normalización y aleja los riesgos de repetición de la tragedia

Departamento de Ciencia Política UTDT / Director de Trabajo e Ingresos de Fundar.