Morir como un animal: ¿cómo enfrenta la muerte cada especie?
Algunas muestran signos de duelo, otras modifican su comportamiento ante la pérdida. La tanatología comparada revela que la conciencia del final de la vida no es exclusiva de los humanos.

A nadie le gusta demasiado pensar en la muerte.
Sabemos que algún día nos tocará, pero es un asunto que no resulta especialmente placentero de considerar, sobre todo cuando estamos en un avión que sufre turbulencias o cuando nos animamos a comer ese yogur que venció hace ya un tiempo.
Aunque en la adultez evitamos pensar en ella, a muy temprana edad nos despierta abundantes inquietudes. Puede que no logremos reconocer sus sutilezas, pero sabemos que hay algo esencialmente distinto entre un insecto, o una mascota, y una roca, entre aquello que vive y aquello que no. Y a esta distinción eventualmente le sigue el hallazgo de que lo que vive en algún momento dejará de hacerlo.
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Así surgen preguntas acerca de si vamos a morir, si tal o cual persona va a morir, si existe la reencarnación o qué pasa con el alma, en caso de que exista, cuando alguien fallece. Y una de las primeras cosas que nos enseñan es que quizá no sea buena idea hablar demasiado sobre eso, concretamente enfrente de la abuela.
La muerte nos aterra y nos inspira, incluso si dedicamos una vida a intentar huirle, existencialmente hablando, y a buscar alivio en su negación. Nadie podría decir que es saludable pensar en ella todo el tiempo, salvo cuando estudiamos filosofía.
Este peculiar arte de sobrecomplicar incluso las cosas más sencillas es el que, con mayor coraje y contorsionados argumentos, intenta darle sentido a la vida y a la muerte. Y, como tantas otras cosas — entre las que podemos contar usar corbata, comprar NFTs o leer el horóscopo — , la filosofía es una actividad exclusivamente humana.
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SumateEn profundo contraste, los animales parecieran tener una relación mucho más sencilla con estos temas. Aunque no podemos esperar que entiendan conceptos como la eternidad, el alma o TikTok, podría ser un poco apresurado concluir que no comprenden cómo funciona la muerte. Este es el tema que la filósofa madrileña Susana Monsó se propuso investigar en su libro La zarigüeya de Schrödinger: Cómo viven y entienden la muerte los animales (2021).
En su libro, Monsó se apoya en cuantiosas investigaciones científicas y filosóficas para explorar la relativamente reciente disciplina de la tanatología comparada, que se sitúa entre la etología y la psicología experimental, es decir, entre el análisis del comportamiento animal en entornos naturales y el estudio de los mecanismos cognitivos de los animales.
Si bien su origen puede rastrearse hasta cien años atrás, la tanatología comparada experimentó un renovado interés a partir de una foto publicada en la revista National Geographic. La imagen, que mostraba a un grupo de chimpancés observando con aparente conmoción el cadáver de Dorothy — una chimpancé fallecida a los 40 años en un centro de rescate en Camerún — , dio la vuelta al mundo.
La repercusión fue inmediata y la fascinación del público se centró en una idea repetida hasta el hartazgo: los animales sufren la muerte de un ser querido como lo haría cualquier humano. Es precisamente esta interpretación precipitada la que revela el desafío central de la disciplina, que durante demasiado tiempo se detuvo en si los animales atraviesan un duelo tal como lo hacemos las personas. Esta ansiedad por atribuir emociones y conceptualizaciones humanas a los animales es tentadora pero impide una verdadera comprensión de sus vidas mentales.
En consecuencia, en las últimas décadas se buscó expandir el enfoque más allá de los primates, cuyos comportamientos son más fácilmente interpretables desde una lógica antropocéntrica. Hoy, la disciplina estudia especies tan diversas como elefantes, ballenas, caballos, cuervos e incluso insectos, buscando patrones libres de proyecciones humanas.
Es en este contexto que la filosofía de las mentes animales se nos presenta como una gran herramienta que nos permite cuestionar cómo estudiamos la cognición y el comportamiento animal. A través del diálogo con la ciencia, expone sesgos como el antropocentrismo — especialmente evidente en temas como el duelo, en el que tendemos a valorar solo lo que se asemeja a lo humano — en lugar de explorar lo genuinamente propio de otras especies.
Pero también nos posibilita evitar el riesgo opuesto: la antropectomía o la negación injustificada de capacidades similares a las humanas que los animales podrían tener, un error que cometimos al asumir en el pasado que el uso de herramientas, el engaño o el altruismo eran rasgos exclusivamente humanos. Monsó sostiene que ambos errores son igualmente graves y que no hay motivo para temer más a uno que al otro, ya que ambos distorsionan la realidad.
Casi como una obviedad, también señala que no comprender la muerte sería una desventaja evolutiva y que la pregunta acerca de si los animales tienen un concepto de muerte depende de cómo lo definamos. En particular, la pregunta central es qué significa “entender la muerte” y si este concepto es binario (está vivo, está muerto), si admite un espectro de opciones con variado nivel de complejidad, o si existen distintos conceptos que capturan diferentes aspectos del fenómeno para diversas especies.
También reconoce que alguien podría sorprenderse al ver este tema como objeto de estudio filosófico, pero aclara que la filosofía no se define por su tema — de ahí que pueda abarcar cualquier cosa — , sino por su método. Es, ante todo, una forma de observar y reflexionar sobre el mundo, más que el análisis de fenómenos concretos. Y por eso, se sabe, quienes estudian filosofía son comensales ideales en un asado, o no.
Monsó argumenta que existen muchas maneras en que los animales pueden reaccionar emocionalmente a la muerte y aprender sobre ella, y que el concepto de muerte está mucho más extendido en el reino animal de lo que suele concederse.
Mientras que las hormigas cuando encuentran un cadáver lo sacan del hormiguero a partir de una respuesta estereotipada o automática a la presencia de ciertas sustancias químicas, los chimpancés reaccionan de maneras muy diversas ante la muerte: algunos inspeccionan el cadáver con curiosidad, otros se sientan alrededor y observan en silencio, y otros gritan en señal de alarma o para demostrar dominancia. Pero también, como se observó en el caso de la muerte de un chimpancé adolescente, luego de algunas horas, cuando llegó el momento de comer, solo una madre y su hija, cercanas a él, se quedaron a su lado.
Esta última reacción es cognitiva y ya no un mero comportamiento estereotípico. Incluso si los animales no humanos no poseen lenguajes complejos, y a pesar de demostrar comportamientos automáticos, esto no significa que en todos los casos carezcan de conceptos, ni que estos solo estén presentes en los primates.
En su versión mínima, el concepto de muerte puede definirse por la comprensión de que el individuo ya no funciona en sentido mental y corporal, y que este estado es irreversible. Pero aunque esta versión sea mucho más común de lo que creemos, eso no impide que adopte formas de diversa complejidad según la especie o el individuo.
De hecho, diversas especies no humanas han mostrado comportamientos que podemos interpretar como un duelo genuino, como los chimpancés, gorilas, elefantes, jirafas, taitetús, orcas y, posiblemente, los gatos.
Esto, por supuesto, es asunto de debate, y no tiene nada de malo. Lo importante, insiste Monsó, es no perder de vista que se nos presenta más como evidencia de la capacidad de los animales para sentir amor, cuidado, afecto o amistad y no tanto de su posesión de un concepto.
La muerte también es un suceso que nos confunde, y la manera en que reaccionamos no tiene por qué siempre ser predecible.
En cuanto a la zarigüeya que da título al libro, aunque muchos animales “se hacen los muertos” y se quedan inmóviles cuando se sienten amenazados, otros llevan este comportamiento mucho más lejos. La zarigüeya, por ejemplo, utiliza la estrategia de la tanatosis o inmovilidad tónica, que consiste en enrollarse, manteniendo los ojos y la boca abiertos, con la lengua colgando.
Como los depredadores suelen preferir presas vivas, al ver a la zarigüeya inmóvil y sin respuesta, pueden desistir de atacar. Esto se debe a que el animal no solo simula estar muerto, sino que además libera por su ano un líquido de olor nauseabundo, similar al de un cadáver en descomposición, que a cualquiera le cierra el apetito.
Pero aunque pudiera merecer un Oscar, la zarigüeya muy probablemente no entienda, en sentido estricto, la calidad de su actuación, sino que lo hace según una respuesta predeterminada, como las hormigas que sacan los cadáveres del hormiguero.
Esta habilidad es su ventaja evolutiva: podemos inferir que aquellas que podían fingir mejor su muerte tuvieron más chances de sobrevivir a sus depredadores y, en consecuencia, le pasaron este rasgo a sus descendientes.
Este último ejemplo es la pieza central en la que se apoya Monsó para sugerir que el concepto de muerte está muy extendido en la naturaleza: su eficacia depende en gran parte de que sus depredadores tengan alguna noción de la muerte.
Como destaca Dan Falk en su reseña del libro, la obra de Monsó sigue una estructura argumentativa que recuerda al “largo argumento” que Darwin extiende en El origen de las especies (1859). Aunque la autora no lo menciona explícitamente, su metodología es similar: a lo largo de los capítulos desarrolla su razonamiento de manera sistemática, demostrando primero que los animales poseen cierta concepción de la muerte, para luego refinar esta idea y explorar cómo varía entre diferentes especies.
Sin arruinar demasiado el final, Monsó señala que aunque nuestro concepto de la muerte tenga rasgos exclusivamente humanos, como la comprensión de que todos vamos a morir y que este evento es impredecible, de ningún modo el concepto de muerte nos distingue del resto de los animales: “No somos la única especie que entiende la muerte, ni somos la única que atraviesa duelos, ni la única que mata a propósito o por diversión”.
La mejor forma de conocer nuestro planeta es con una curiosidad genuina y una apertura sincera, dispuestos a descubrir quiénes lo habitan sin exigir que la realidad se ajuste a lo que ya sabemos. Es esta negligente ansiedad la que nos impide dar cuenta de todo lo que no sabemos y de aprender, también, de las maravillas de la evolución.
Tal vez a nadie le guste demasiado pensar en la muerte, salvo a quienes hacen filosofía.