No hay ninguna biblioteca cinéfila como la de Fernando Martín Peña

Malena Rey visitó al escritor, crítico, docente e investigador del cine en su casa para conocer qué libros atesora y cuáles son las historias particulares y secretas que guarda entre sus páginas.

Fotos: Cristina Sille

Cuando entramos a la casa de Fernando Martín Peña, en Villa Madero, lo primero que nos advierte es que además de su increíble colección de películas, tiene dos bibliotecas: “Una biblioteca personal y otra profesional. La más importante es la que está en el primer piso. Y hay otra en el fondo de la casa”. Subimos por la escalera y llegamos a un espacio amplio en el que trepan estanterías por distintas paredes, solo interrumpidas por algunas ventanas y puertas (detrás de una de ellas hay una pequeña sala de cine). Vemos un pasillo largo con una biblioteca del piso al techo y rincones aprovechados con más estantes. Está también su escritorio de trabajo, ante un ventanal que da a un amplio jardín con un cactus gigante, que lanza sus últimas flores al pasto, donde dormitan algunos de sus ocho gatos. 

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A simple vista, en la biblioteca aparecen libros en español, inglés, francés e italiano y se divisan pocas novedades (publicadas en los últimos diez años, digamos). En un rincón, un estante destinado a sus propios libros. Porque si bien a Fernando Martín Peña no lo solemos definir como escritor, sino más bien como crítico, coleccionista de películas, docente, investigador e incluso historiador del cine del pasado, lo cierto es que tiene publicados varios títulos de su autoría. Los últimos son el genial Diario de la filmoteca, donde cuenta los pormenores cotidianos de lidiar con su vastísimo archivo, y los dos volúmenes de Cine argentino: Hechos, gente, películas, una historia audiovisual a contrapelo, narrada a partir de películas y directores representativos del pasado y del presente, en los que ofició como editor.

“Esta biblioteca se compone con mis libros, pero también tengo los ejemplares de la de Homero Alsina Thevenet [un famoso crítico de cine uruguayo que murió en 2005], los de Alberto Tabbia, los de Edgardo Cozarinsky (sus libros de cine, porque el resto los vendió a una universidad), los de Fabio Manes y los de José Martínez Suárez”, aclara para que no nos sorprenda tanto el tamaño de la colección, que es de todas formas felizmente abrumador.

¿Y cómo es la historia detrás de esos fondos? ¿Cómo te fueron llegando y sumando a lo que ya tenías?

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Alsina Thevenet dejó dicho que yo me los quedara. Los de Cozarinsky se los compré a él. Los de José Martínez Suárez me llegaron gracias al sobrino. Él quiso que los tuviera. El hijo de Octavio Getino me dio también su biblioteca, que todavía tengo que ordenar. Acomodo todo para encontrarlos y usarlos, pero cada libro tiene una identificación, sé a quién pertenecieron.

¿Cómo está ordenada tu biblioteca?

Tiene distintos sectores. [Señala distintas zonas] Este estante es de libros sobre cine mudo, estos son libros de entrevistas, todo este estante tiene libros de y sobre Homero Alsina Thevenet, y esto es crítica. Más allá hay libros de cine de países, acá hay muchos estantes de nombres propios (de actores, directores, productoras). Todas estas son revistas. Y tengo también un archivo que me dio el crítico Daniel López ordenado en sobres con materiales de distintas películas de cine sonoro: fotos, críticas, postales. Gracias a esto, para el último libro que preparé sobre cine argentino no tuve que ir buscar nada a ningún lado. Toda esa estantería de ahí arriba tiene libros sobre Hollywood. Y toda la de abajo tiene cosas de teoría y cine latinoamericano. Allá hay afiches: no los junto, pero van apareciendo. Incunables hay a patadas. Está lleno de libros raros. Y acá hay algunos guiones. Heredé la biblioteca de René Mugica, entonces tengo todos sus guiones, incluyendo los de algunas películas que se perdieron. José Martínez Suárez me consiguió guiones de películas raras de su cuñado Daniel Tinayre, que están por acá. Se los debe haber sacado a Mirtha [Legrand]. [Muestra un guion de Tinayre, lo abre, lo revisa] Este es el guion de rodaje de Sombras porteñas marcado y escrito por él. Escribía siempre con lápiz azul o rojo. Esta película está perdida, lo único que hay por ahora es este guion. 

¿Tenés también libros de tu juventud?

Sí, algo hay. Yo leía mucho sobre cine de joven y todo eso está acá. Por ejemplo, con este libraco aprendí a leer la imprenta minúscula. [Muestra un volumen de tapas rojas llamado Cine sonoro americano y los Oscars de Hollywood, claramente no es un libro “infantil”].  Solo sabía leer la imprenta mayúscula a los cuatro años. Entonces me puse a practicar despacito con esto, y no entendía nada [risas].

¿Y ese libro por qué estaba en tu casa?

Era de mi viejo. A él le gustaba el cine y tenía bibliotecas grandes, de cultura general, típicas de la clase media de los sesenta. Era bastante cinéfilo de la época en que el cine era una cosa popular. Entonces era muy fan de algunos actores y actrices, por ejemplo de James Stewart. De hecho lo llegó a conocer, estuvo en su casa. La primera vez en su vida que viajó a Hollywood se compró el mapa de las estrellas para ir a ver la mansión de James Stewart. Y cuando estaba en la puerta, el tipo justo salió a pasear a los perros. Entonces mi viejo se le acercó, le habló un poco en inglés y le dijo que era un fanático que venía de Argentina. Stewart fue muy amable, le dio la mano y todo. Mucho después, en un libro sobre él que anda por ahí, a Stewart le preguntan cómo se lleva con la fama y él cuenta que un día se le apareció un señor que venía de muy lejos, de Argentina, que le dijo que sus películas habían sido importantes para él. “Yo me quiero ir con esa sensación”, remataba Stewart . ¡Y estaba hablando de mi viejo! [risas].

¡Qué historia increíble! ¿Y llegó a enterarse tu viejo?

Sí, yo le conté.

El padre de Peña es mencionado varias veces a lo largo de la conversación. Pero no solo por temas de cine. Parece que también, como él, acopiaba todo tipo de materiales. Cuando Fernando tuvo que desarmar su departamento, se trajo toda su colección de soldaditos, que es realmente impactante. Son cientos, o miles, y montan escenas. Ahora habitan varias vitrinas ordenadas en la escalera, y en la pared que está frente a la biblioteca de cine principal. 

“Mi papá era contador, pero se especializó en vexilología, que es una rama de la historia que estudia los uniformes y los colores de las banderas y los escudos. Cada bandera tiene una lógica, un simbolismo. Es algo muy específico: leía la historia en letra chica. Y todos estos soldaditos son una demencia. A algunos los mandaba a hacer especialmente. Hay de todo. Sus preferidos eran los que cuentan la historia de los uniformes españoles desde el Cid Campeador hasta el rey Juan Carlos. Mi viejo era hijo de un español republicano que había vivido la guerra desde acá. Un anarquista republicano. Y a él se le dio por esto”, cuenta mientras nos señala distintos hombrecitos curiosos, con poses dramáticas o bélicas del otro lado del vidrio.

Lo que no existe en internet

“Si no está ordenada, la biblioteca no sirve para nada”, sentencia Fernando. Y lo dice como investigador, porque sabe que en esos estantes un poco abarrotados hay hallazgos que lo llevarán a pensar cosas que todavía no se le habían ocurrido, a poner en relación obras que a simple vista parecieran no estar relacionadas. A su vez, en algunas zonas se arman pequeñas composiciones no del todo controladas que también tienen sus propias historias: “Este es un tester que usaba mi abuelito para medir la electricidad. Esta es una cámara que era de Alfredo Murúa, el tipo que introdujo el cine sonoro en Argentina”, dice sobre los objetos que quedaron entre libros. Llama la atención, arriba de una de las estanterías, una pila de cuadernos escolares forrados de azul con papel araña. 

¿Y estos qué son, tus cuadernos de la primaria?

No, eso es un delirio. Son los cuadernos de un coleccionista de cine mudo que era comisario, se llamaba Félix Giuliodori. Le compré la colección en su momento y la familia me dio esto, que son sus fichas con todas las películas mudas que jamás se hayan hecho [abre uno de los cuadernos y pasa las páginas. Hay cuadros sinópticos prolijísimos, escritos en cursiva, hasta el último renglón de la última página]. Los consulto a veces porque ahí encuentro el título en castellano con el que se estrenaron muchas películas mudas. Hay de hecho una entrada sobre él en Diario de la filmoteca [si tienen el libro, cuenta esta historia con más detalle en la página 28].

La mayor parte del material que tengo acá no está en internet. Ese es el valor principal de mi biblioteca. Lo que está en internet sirve para chequear algunos datos (por ejemplo en IMDB, que volvió obsoletos algunos libros de referencia) pero hay muchísimo material relativo al cine del pasado, que es de lo que yo me ocupo, que no aparece en ninguna otra parte. Todo es bastante único. 

Y en ese sentido, ¿tu biblioteca de cine está abierta a la consulta pública?

Me gustaría que fuera así, pero no tengo tiempo para recibir gente. No tengo empleados ni nadie que se pueda dedicar a atender a las personas que vengan a consultar. Esa es una instancia institucional que me falta… Pero está todo lo suficientemente ordenado como para buscar alguna cosa puntual. Por ejemplo los chicos de la revista La vida útil a veces me piden algo específico, entonces se los copio y se los mando. 

¿Entonces sos de prestar o compartir?

Le presto libros solo a la gente que sé que me los va a devolver. Me han sacado tantos libros que no quiero repetir la experiencia… Además tuve tres separaciones, y en las tres me quedaron libros en otras casas. Nunca terminás de separarlos. Una de mis ex me fue devolviendo libros con el correr de los años, recuperé varias cosas. Hay un libro que lamento mucho haber perdido y que sé perfectamente en la casa de qué ex quedó. Fue el resultado de un seminario que di en el CIEVYC en el que cada alumno entrevistó a guionistas. Hay un montón de voces de guionistas argentinos de distintas generaciones, es muy original. A mí me gusta mucho hacer libros. Cuando dirigí el Bafici y el Festival de Mar del Plata siempre acompañaba cada edición con tres libros. Cuando quiero programar algo, me pongo a mirar la biblioteca y siempre alguna idea se me ocurre a partir de las personalidades que están en los libros, sobre todo en la zona de nombres propios. 

¿Sos de subrayar o de marcar mucho? 

Sí, y aparte estas bibliotecas están marcadas por sus viejos dueños. José Martínez Suárez por ejemplo discutía en los márgenes con los autores. 

Si le tuvieras que recomendar un libro a alguien que no lee sobre cine, ¿qué le sugerirías para empezar?

Me gustan mucho las biografías orales o las entrevistas. El libro de Bogdanovich sobre Welles es uno de los mejores libros de la historia universal [se refiere a This is Orson Welles, traducido al español como Ciudadano Welles]. Cuando salió, la traducción española era muy mala. Y decían que era un libro para leer, pedir prestado o robar. Ese libro me marcó mucho. 

Y hay otro que presté y no me devolvieron: un libro sobre Edie Sedwick, la modelo de Andy Warhol. Era una biografía oral montada a partir de las voces de quienes la habían conocido en el que no intervenía para nada el narrador [se llama Edie y fue publicado en español por Circe]. Ese libro, y uno sobre Ed Wood que está planteado de la misma forma, me llevaron a armar así el que hice sobre Raymundo Gleyzer, El cine quema. El problema con Gleyzer era que al estar desaparecido había muchos testimonios contrapuestos. Y me podría haber puesto a escribir algo, ¿pero quién soy yo que ni siquiera viví mucho esa época para decir nada? Se justificaba lo de la biografía oral porque me permitía revisar la memoria que quedó de él en aquellos que lo conocieron, y por lo menos eso es verdad. Pero la inspiración y la estructura la saqué de esos otros dos libros. Siempre que los consigo, los compro y los regalo. 

De la película al libro, y no al revés

Abandonamos la biblioteca profesional, atravesamos el jardín, y llegamos a la otra ala de la casa, la más moderna. Desde que se mudó a Villa Madero en 2003, fue haciendo varias reformas de a poquito y en esta zona se concentra su espacio personal. Lo que más impacta al entrar ahí es otra colección, esta vez de vinilos y discos de pasta ordenados por géneros (jazz, rock, bandas sonoras, música clásica) y algunos objetos contundentes: una fonola, una radio antigua. Fernando nos pide gentilmente que nos saquemos los zapatos y subamos otra escalera. Ahí arriba aparecen más anaqueles con una sección completamente diferente de su biblioteca, y un afiche enmarcado de Don Segundo Sombra, el libro favorito de su papá.

¿Y esta parte cómo está catalogada?

Estos estantes tienen narrativa y ensayo de autores argentinos. Estos dos anaqueles en cambio tienen literatura universal. Y después hay muchos libros de historia, que eran de mi viejo, algo de policial, de fantástico. Más allá tengo historietas: esas son todas mías, porque leía mucho de pibe. Ahora ya no tanto, pero sigo comprando. Acá arriba no hay libros de cine. Sí hay libros en los que se basaron películas. Yo no sé nada de nada, y todo lo que aprendí fue a través de las películas. Entonces cuando veo una, quiero el libro en el que está basada. Hago al revés de lo que hace mucha gente, que prefiere leer primero el libro. El otro día vi la versión horrible de Baz Luhrmann de El gran Gatsby y como nunca lo había leído, me fui a buscarlo. 

Veo que en el suelo quedan cosas por ubicar y me da curiosidad saber cómo vas pensando el orden, porque ahí es donde se revela la ingeniería que hay detrás de toda esta colección.

Me vuelvo loco con eso. Pienso muchísimo cómo voy a disponer las cosas. Lo mismo me pasa con las películas. El orden es el mapa de la cabeza de cada uno. Es lo que revela cómo pensás, y lo que indica cómo vas a encontrar lo que estás buscando. Ordenar lleva mucho tiempo. Y no podés guardar nada sin ordenar, porque después no encontrás un carajo. Además, cuando te ponés a ordenar te colgás a ver cosas. Parte del disfrute del proceso de ordenar es detenerme a mirar cada libro que guardo, leer las dedicatorias que aparecen. El otro día encontré un libro antiguo sobre magia y ocultismo que no tengo ni la menor idea de cómo terminó entre las cajas de mi viejo. 

¿Cómo te llevás con la literatura argentina? ¿Tenés leídos los clásicos?

A Borges sí, pero soy muy corto en literatura en general. Llego siempre indirectamente. Por ejemplo, si Elvio [Gandolfo] me menciona algo, voy corriendo y lo compro. A través de él llegué a Georges Perec, que de otra forma no lo hubiera leído jamás. A Elvio lo conocí en el 90, y siempre me abrió la cabeza. Leí a Cortázar, a Onetti. Pero por ejemplo el Facundo nunca lo leí. Lo tengo ahí esperando. ¿No te da la sensación de que la literatura argentina es un territorio que está lleno de espacios a descubrir? Con el cine argentino pasa un poco lo mismo, sobre todo entre la gente joven. Uno se sorprende de cosas que ni sabía que existían. 

En el caso de la literatura, depende un poco del canon de cada época, de los modos de leer de cada generación. Pero sí, suelen aparecer sorpresas del pasado, y hay rescates que están pendientes, u obras que en su momento no fueron tan leídas y que ahora podemos pensar en otra clave. ¿Y estos libros de David Viñas que hay acá? 

Me fascina David Viñas. Leí todo, incluyendo la revista Contorno. Llegué a él por Dar la cara [se refiere a la película de 1962 dirigida por José Martínez Suárez]. Me parece un genio absoluto y total. Y tuve el gusto de darle la mano una vez, y de estrenar un documental que se hizo sobre su trayectoria. Pero me hubiera gustado conocerlo más.

¿Te interesa más su narrativa o sus libros de ensayo?

Las dos cosas. Su capacidad de pensar el peronismo es muy buena y muy generosa. Tenía una apertura mental que muy pocos tuvieron luego, incluso Sarlo. Dar la cara es una novela esencial. No podés entender la generación de los ilusionados y desilusionados con Frondizi sin esa novela, que aparte es de una inventiva formal fabulosa. Es muy extraño lo que pasó con esto, porque el guion es anterior a la novela. Primero viene la película y después el libro. La novela es una suerte de guion expandido. 

¿Y ahora que estás leyendo?

Ahora mucho Saer, porque estoy haciendo una investigación sobre la escuela de cine de Santa Fe. Estoy rastreando el material que se produjo en la escuela de Fernando Birri, que pertenecía a la Universidad del Litoral. Cuando llegó la dictadura, todo lo que se filmó en la escuela se dispersó y estoy tratando de recuperar esa filmografía. Ya encontramos un montón de cosas. Hay mucho basado en Saer, porque era profesor ahí. Y en las charlas con la gente que fue a la escuela él sobrevuela todo el tiempo. Así que empecé por los cuentos.

Un libro nuevo para su biblioteca

Volvemos a bajar las escaleras, estamos por despedirnos. Ya conversamos, revisamos sus estantes, sacamos las fotografías de rigor. Antes de irme, le dejo un regalo. Un libro que elegí especialmente para él en la librería Musaraña, que funciona en una casa antigua del barrio de Florida, Vicente López (donado gentilmente para esta causa). Vamos a hacer lo mismo con todos los entrevistados: agregar un volumen nuevo a sus colecciones, una invitación a la lectura y un recordatorio de que pasamos por ahí.  

Después de revisar un poco en la librería, y suponiendo que Fernando tendría de todo, me incliné por una novedad de fines de 2024: Rastros, de Edgardo Cozarinsky, publicado por la editorial Pre-textos. Un texto híbrido y póstumo, entre la memoria y el ensayo, en el que el cineasta y escritor se propone rescatar algunos hechos del olvido. Algo parecido a lo que hace Fernando sin cansancio. Por suerte no lo tenía. 

Gracias, Fernando, por recibirnos.

Nació en Buenos Aires. Es licenciada en Letras por la UBA y trabaja como editora y periodista cultural. Forma parte del equipo de la editorial Caja Negra. Desde 2020 a 2024 escribió el newsletter El Hilo Conductor en Cenital. Fue editora en la revista Los Inrockuptibles, tuvo un ciclo de entrevistas con escritores en el Malba y fue columnista en Futurock. Participa también del podcast Algo Prestado.