Diario de campaña N° 12 | El epicentro del trumpismo: viaje al corazón de Pensilvania (2)
Pocos lugares aman tanto al candidato republicano como el Medio Oeste, la llave de su victoria en el 2016. Este año puede devolverlo a la Casa Blanca o ser el inicio de un nuevo incendio.

[Esta historia tiene una primera parte, que se puede leer acá]
Así que es martes a la tarde, falta exactamente una semana para la elección, y el centro de Allentown, una ciudad modesta de raíces industriales ubicada en el noreste de Pensilvania, está completamente invadido por simpatizantes de Trump. Un pequeño grupo de demócratas latinos corea consignas sobre Puerto Rico desde una de las esquinas aledañas al estadio donde se va a llevar a cabo el evento, atrayendo el interés y la rabia de algunos asistentes. Por lo demás, la zona está teñida de rojo.
Es difícil de describir el tipo de energía que flota en las horas previas a un evento de Trump, en las largas colas de gente que espera por verlo. Es como un cosquilleo que solo puede mantenerse a raya interactuando con las personas que tenés al lado. La inminencia de su llegada produce ansiedad y nerviosismo, pero también genuina alegría. Todo el mundo está sonriendo y gesticulando, nadie espera quieto. Todo el mundo quiere y necesita interactuar. Ustedes me van a tener que perdonar, y yo seguramente me voy a arrepentir de decirlo así, pero no se me ocurre una definición más acertada que esta: es como si la gente hubiera tomado éxtasis.
Yo no tenía planeado estar acá. Me enteré del evento solo cuando llegué a la ciudad, pero así se siente estar en un terreno competitivo a tan poco de las elecciones: si pasás un par de días sin moverte en alguna parte del estado seguro vas a conocer a uno de los dos candidatos, que combinados ya llevan más de 150 eventos a cuestas desde julio (y más del 90% de ellos se concentran en siete estados). A mi me tocó Trump, al que ya había visto tres veces antes en lo que iba del año, y en distintas facetas: en una presentación en Maryland, en el medio de las primarias; en Milwaukee, durante la Convención, en su primer acto después del intento de asesinato; y el domingo pasado en Nueva York. Ya estaba ligeramente saturado.
Pero nada se compara con verlo en un evento como este, en una zona industrial del Medio Oeste. Uno tiene la sensación de estar viendo la versión más pura y auténtica del fenómeno: la original. La mayor parte de los asistentes son blancos y algunos vienen directamente del trabajo, con la ropa y las manos sucias. La mayoría llegó en auto y desde lejos, incluyendo zonas rurales: la fila del estacionamiento está llena de pick-ups. Y para muchos –diría otra vez la mayoría–, y a diferencia del público de Nueva York, no es la primera vez que ven a Trump en persona.
El contenido del discurso es el mismo de siempre, aunque el candidato pone esta vez especial atención en la cuestión de la energía y los empleos perdidos, además de desatar la versión más virulenta en su ataque a la migración. Es el tipo de performance lo que varía. Trump, en comparación con sus presentaciones más grandes y televisadas, está más suelto e improvisa, su voz recupera las inflexiones de campañas previas: parece más contento. Y el público le devuelve esa alegría con ráfagas desenfrenadas de aplausos y risas (algunas francamente fuera de contexto) y constantemente interrumpe su discurso para gritarle: ¡Te amamos! Y Trump responde, educado: ¡Yo también!
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En la fila para entrar, un muchacho del America PAC, la plataforma de Elon Musk encargada de la movilización de votantes (ver esta nota para más contexto), reparte una planilla de registro, y nos recuerda que estamos en Pensilvania, el estado que va a definir la elección. Tiene razón: es el más grande de los competitivos, el que más electores distribuye y quizás el más parejo. Biden ganó acá solo por 1,2% en 2020. El estado también es un buen espejo del país: tiene grandes ciudades demócratas como Filadelfia, zonas rurales republicanas y suburbios mixtos. Hay una alta proporción de población blanca y la mayoría de los habitantes (más de dos tercios) no cuenta con estudios universitarios. Además, es de los que más tardan en contar los votos, y por ende donde más quilombo se puede armar. Es el posible epicentro de una crisis.
Yo obedezco el protocolo y me pongo a conversar con Kim y Tom, una pareja que se acerca a los sesenta años y está viendo a Trump por segunda vez. Llevan varios años juntos, y entre otras pasiones (como viajar por el interior del país haciendo senderismo) comparten la de la política. Ven las noticias juntos, leen los mismos libros y los comentan, van a eventos como estos. Kim no siempre fue así. En 2008 votó por Obama porque le gustaba su personalidad y su carisma. Fue solo a partir del final de su primer mandato, que coincidió con la irrupción del Tea Party –la corriente libertaria y ultraconservadora que es el antecedente más claro a Trump dentro del Partido Republicano–, cuando comenzó “a prestar atención”. Tom, en cambio, al que Kim reconoce como una persona mucho más informada, siempre votó a la derecha.
Al igual que Frank, nuestro protagonista de ayer, Tom también está sindicalizado. Forma parte de la Hermandad Internacional de Trabajadores de la Electricidad (IBEW), que en su caso integra al dedicarse a colocar y arreglar servicios de cable. Él también cree que la mayoría de su gremio vota por su candidato: me dijo que gran parte de los trabajadores como él van por Trump, mientras que solo los que están en posiciones altas (los managers) votan por Kamala. Me contó que su papá era maquinista, y también votaba a la derecha, pero que sus tíos, también obreros, solían votar al Partido Demócrata y ahora eran trumpistas.
–Los demócratas quieren regalarlo todo. Esa es su política. Pero nada es gratis. Nosotros lo sabemos: tienes que trabajar por esa cosa para que sea tuya –me explica Tom.
–Sí, la gente no se da cuenta, pero alguien tiene que pagar por la atención de salud gratuita, por la comida que regalan. Alguien está pagando por eso. Y somos nosotros los que estamos pagando la factura de todos esos migrantes que están viviendo en Nueva York –agrega Kim.
–Oh, sí, viven en el hotel Roosevelt [un refugio de migrantes en Manhattan].
–Donde sea que estén viviendo, ya sabes, alguien está pagando por eso.
–Igual que la universidad –dice Tom. La pareja actúa a coro–. Ya sabes, esas matrículas universitarias que quieren dar. ¡No es gratis! Pero ellos no lo saben porque los tratan como niños.
–Hay mucha desinformación. Esta gente…son idiotas útiles. Eso es lo que creo.
El tema de las universidades vuelve a aparecer un poco más adelante, cuando hablamos sobre las hijas de Kim. Tiene dos: la más chica vota por Trump, me dijo, pero la más grande no. Kim me confiesa que no tienen una buena relación, que chocan mucho y que su hija no es fácil de llevar . “Ella es una demócrata”, dice. “Y yo la amo y todo, ya sabes, pero lo único que hace es repetir todo lo que dice NPR [la estación de radio pública, de carácter progresista]”. Tom, que no es su padre biológico, acota algo sobre ella que yo no alcanzo a entender, pero asumo que no es algo bueno. “Y eso que se supone que ella es la ‘inteligente’ de la familia”, dice Kim sobre su hija, remarcando las comillas. “Tiene como dos másters en Educación y vive en Boston”.
La otra hija de Kim, la más chica, trabaja como asistente social y, si bien fue a la universidad, no se recibió. Tiene 31 años y dos niños pequeños, el padre parece haberse escapado. Kim me la quiere presentar y yo acepto.
Voy a cenar a su casa la noche siguiente. Por el momento los cinco –Kim, Tom, la hija a la que vamos a llamar Emily y sus dos hijos– están viviendo bajo el mismo techo, en una casa decente de una planta en los suburbios de Easton, otra de las ciudades que integra el Valle de Lehigh, del cual hablamos ayer. Es el peor clima posible para una cita arreglada: los dos niños, que tienen uno y dos años respectivamente, se encuentran en un berrinche prolongado, y se suben a la mesa mientras estamos comiendo. Digerimos la incomodidad hablando de otras cosas. Tom me cuenta que quiso leer sobre Argentina para prepararse, pero no llegó porque tuvo un día largo en el trabajo. Asume que nosotros tenemos las fábricas que se fueron de acá, tal como pasó con México. Le explico que no.
La casa acusa la llegada de los dos niños: la sala del comedor está cancelada y ahora es un depósito de juguetes, que también nadan en el piso del living. Kim y Tom cultivan una biblioteca modesta pero sustanciosa: distingo libros de Tucker Carlson (Barco de tontos: Cómo una clase dirigente egoísta está llevando a Estados Unidos al borde de la revolución) y Glenn Beck (Discutiendo con idiotas: Cómo acabar con las mentes pequeñas y el Estado grande). En algunos lugares de la casa hay calcomanías de Trump y la bandera de Gadsden, la insignia libertaria que ya está entre nosotros. En una cajonera pegada a la mesa donde estamos comiendo, en la cocina, hay una que dice: “Dueños de armas por Trump” (Gunowners for Trump), en fondo negro y con letras blancas.
Es un tema que por lo general trato de evitar, pero después de hablar de encuestas, de medios de comunicación (a Tom le encanta leer el Epoch Times y se lamenta de no poder ver más Fox News a la noche, por culpa de los niños) y de China, el tema llega: Tom cree que si gana Kamala les van a sacar las armas, algo que ella ha dicho varias veces que no va a suceder.
–¿De verdad creés que les van a robar las armas? –le pregunto a Tom, con el que ya percibo una ligera complicidad.
Responde que sí, y habla de comunismo y socialismo: del fin de Estados Unidos como lo conocemos. “Hay mucho en juego en esta elección”, dice.
La agenda está plenamente desplegada, nos metemos de lleno. Kim simplemente no puede entender que la elección esté pareja. Cree que medios y encuestadoras están ocultando la verdad: que Trump está arrasando. Hasta este momento no se me había ocurrido algo que debería ser obvio, y es que uno de los efectos de la polarización es que, al no interactuar con gente del otro partido, es mucho más difícil componer un cuadro sobre lo que está pasando. Por eso el espejo de la hija es tan radical, también. Como sea, Kim, que vive en el estado más parejo de toda la elección, apenas conoce gente que vote por Harris.
Le pregunto entonces qué pasaría si Trump volviera a ser declarado el perdedor de las elecciones, como en 2020. Si podría haber un nuevo 6 de enero.
–Nah –responde Kim, y vuelve a su plato, como si la pregunta fuese tonta o irrelevante–. No creo que volvamos a ver algo así.
–¿En serio? –dice Emily, que hasta ese momento había estado casi ausente de la conversación, ocupándose de los hijos y casi sin fijarse en el candidato que la madre le había conseguido–. ¿Te parece que no va pasar algo así? Como si la gente de Trump fuese a aceptar otra derrota.
–Bueno, podría haber una guerra civil. Eso sí lo creo.
La imagen de la calcomanía de las armas me queda flotando en la cabeza por un momento, como una pestaña abierta. Luego comemos el postre.
Creo que esta nota marida muy bien con el episodio 6 del podcast, llamado “Algo huele mal en Estados Unidos”.