La casa del espacio: las estaciones, la carrera entre potencias y la humanidad fuera de la Tierra
La humanidad está en el espacio de manera ininterrumpida desde el 2 de noviembre del 2000, cuando la primera tripulación llegó a la Estación Espacial Internacional.
El 2 de noviembre del 2000 llegó la primera tripulación permanente a la Estación Espacial Internacional (EEI). La denominada Tripulación I estaba integrada por tres astronautas: William M. Shepherd, de la NASA y Yuri P. Gidzenko y Sergei Krikalev, de la entonces Agencia Espacial de Rusia (actualmente Roscosmos).
La historia de las estaciones comienza con la carrera espacial entre la Unión Soviética y Estados Unidos. La URSS logró tener la primera: Salyut 1 fue enviada al espacio en 1971. En el marco del programa secreto de investigación Salyut, el país operó seis satélites de este tipo entre ese año y 1986. EEUU envió el primero en 1973. Se llamaba Skylab y tuvo vida hasta 1979. La revolución se produjo en 1986 cuando los soviéticos pusieron en órbita la estación MIR, diseñada para tener tres tripulantes permanentes, seis espacios de estacionamiento y permanecer cinco años en el espacio. Terminó orbitando quince.
La competencia entre EEUU y la URSS fue más que científica. Se trató de una disputa ideológica que medía cuál de los dos modelos producía las innovaciones más avanzadas. Si alguna vez la Guerra Fría se había jugado en un tablero de ajedrez, otras veces se disputó en el espacio. La Unión Soviética había comenzado liderando: lanzó el primer satélite –el Sputnik–; puso al primer ser vivo en órbita –la perra Laika–; y luego al primer hombre –Yuri Gagarin– y la primera mujer –Valentina Tereshkova–. Estados Unidos devolvió un golpe que parecía de knock-out: puso a la primera persona en la Luna. Sin embargo, la estación MIR fue el contraataque soviético: una casa de la humanidad donde los astronautas podían pasar largos períodos de tiempo y hacer experimentos sobre las condiciones de vida en el espacio.
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Estados Unidos necesitaba recuperar la iniciativa. El presidente Reagan, junto a sus aliados de Europa y Japón, anunció la construcción de la Estación Espacial Libertad (Freedom) que sería importante para esta historia. Tendría un objetivo científico, claro, pero también político: debía ser más grande y avanzada que la estación MIR. Para eso iba a duplicar su capacidad: si en la estación soviética podían permanecer tres tripulantes permanentes, en la Estación Libertad debían permanecer seis. Una vez que estuviera en órbita la estructura central, cada miembro del programa –EEUU, Europa y Japón– le agregaría su módulo específico para experimentos espaciales.
El proyecto no era para nada sencillo. Antes de poner el primer tornillo –dice John Catchpole en su libro La Estación Espacial Internacional– había que desarrollar mucha investigación para el diseño. Lo que significaba no solo tiempo, sino también recursos. Muchos. Pero junto a la carrera espacial, Estados Unidos había emprendido otra: la carrera de la austeridad que el propio Reagan le había impuesto al Gobierno federal. Así, las restricciones presupuestarias obligaron a rediseñar constantemente la estación y cada vez que se hacía, se retrasaba aún más. Año a año, el Congreso debatía sobre los enormes costos del proyecto y la falta de resultados concretos. Desde el espacio sonreían los tripulantes soviéticos de la estación MIR.
Entonces sucedió un evento terrestre con consecuencias espaciales. Cayó el Muro de Berlín, se disolvió la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y empezó otra era.
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SumateDecir que de la carrera aeroespacial se pasó a la de la cooperación espacial es a grandes rasgos cierto, aunque durante los últimos años de la década del 80 los países ya habían cooperado. Entre 1986 y 1988, por ejemplo, astronautas de la NASA visitaron diez veces la estación espacial MIR en vuelos de colaboración y cooperación científica.
Volvamos a la Tripulación 1, la primera en llegar a la estación. Recordemos sus nombres: eran Shepherd, Gidzenko y un tercero llamado Sergei Krikalev. Este último sufriría como nadie las consecuencias espaciales de la disolución de la URSS.

El 18 de mayo de 1991 Krikalev despegó en una nave Soyuz rumbó a la estación MIR. Era una misión de rutina para hacer algunas reparaciones y actualizar los sistemas del satélite. Sergei ya la conocía porque había estado en otra misión en 1988. Lo que no podía saber era que un viaje de rutina se transformaría en la estancia más prolongada en el espacio hasta ese momento. En agosto se produjo el intento de golpe de estado contra Gorbachov que, si bien no tuvo éxito, comenzó el proceso que terminó con la disolución de la Unión. Las autoridades soviéticas, en el marco de esa crisis, le pidieron a la tripulación del MIR que permaneciera en el lugar hasta nuevo aviso. Krikalev, junto a su compañero para ese momento, Aleksandr Volkov, decidió aceptar la orden. Podrían volverse en cualquier momento. Sin embargo, eso hubiera significado dejar la estación abandonada en medio de la incertidumbre.
En octubre llegaron tres nuevos visitantes, aunque ninguno de ellos con el entrenamiento suficiente como para relevar a Krikalev. La situación en la Unión Soviética empeoraba. Ese mismo mes Kazajistán declaró su soberanía. Allí estaba ubicado el cosmódromo de Baikonur, desde donde habían partido todos los históricos vuelos de la carrera espacial soviética. Y desde donde debía partir, si lo hubiera, el reemplazo de Krikalev. En Navidad, finalmente, la renuncia de Gorbachov terminó con la Unión Soviética. Sergei Krikalev lo vio desde una estación espacial a 400 km de distancia de la Tierra. En marzo de 1992, luego de 312 días en el espacio, Krikalev regresó al planeta.
La historia es preciosa y la pueden encontrar en el documental Out of the present. Hay mucho registro del momento porque Krikalev tenía la costumbre de conversar con radioaficionados de cualquier lugar del mundo desde la estación.

La carrera espacial había terminado, pero Estados Unidos continuó con su programa. El presidente Bill Clinton fue el primero en insistir para que Rusia fuera formalmente invitada al proyecto de construir otra estación más. Tenía muchas ventajas, además del impacto político. Se aprovecharía la experiencia rusa en la construcción y administración de estos satélites. Estados Unidos buscaba evitar que esos expertos rusos vendieran sus conocimientos a estados potencialmente enemigos de su país. Incorporando el conocimiento ruso, la NASA iba a poder sacar adelante un proyecto que, se estimaba hasta el momento, llevaba invertidos (gastados, diría la época) cerca de 11.000 millones de dólares. En 1993, Rusia se incorporó formalmente y cambió el nombre: la Estación Espacial Libertad comenzó a llamarse Estación Espacial Internacional.
Al igual que en el modelo MIR, la Estación Espacial Internacional se ensamblaría en el espacio con partes que debían viajar por separado en misiones autónomas. El primer acople se produjo en noviembre de 1998. Primero partió al espacio el módulo ruso Zarya (“Amanecer”) y atrás suyo Unity, un módulo de carga norteamericano que lo persiguió por el espacio hasta lograrlo nada menos que a 26.000 km/h, nada menos que a 400 km de la Tierra. Así se integró el inicio de la estación, no sin un enorme trabajo previo que empezó por un problema simple: las escotillas rusas eran redondas y las norteamericanas cuadradas, por lo que debió diseñarse un sistema intermedio que conectara a las dos. Una obra de ingeniería espacial tan importante como la metáfora que representaba para el mundo.
Tomó entre treinta y cuarenta misiones más completar la construcción de lo que hoy conocemos como Estación Espacial Internacional. En su versión definitiva mide 73 metros de largo y 108 de ancho y pesa lo mismo que 300 autos, como decimos en los documentales de NatGeo –por cierto, el documental sobre la ingeniería de la estación es increíble–. Es el objeto artificial más grande que hay en el espacio.
Dos años después, el 2 de noviembre del 2000, llegaron Sheperd, Gidzenko y Krikalev. Desde entonces, la estación estuvo siempre tripulada y, por lo tanto, hay al menos un ser humano en el espacio constantemente desde ese día. La estación sirve de lugar de residencia de la tripulación, puesto de mando para operaciones orbitales y puerto de embarque para vehículos. Alberga seis laboratorios científicos de microgravedad, que permite a los países integrantes del programa testear el funcionamiento de viejas y nuevas tecnologías en esas condiciones. Además de la NASA y la rusa Roscosmos, participan del programa la CSA (canadiense), JAXA (japonesa) y la ESA (europea). Pueden pasear por ella aquí.
Además del proyecto más caro –se calculan 150.000 millones de dólares desde el inicio–, más permanente y más complejo realizado por el ser humano hasta el momento, la estación es el puntapié inicial de colonización humana del espacio. Algunos experimentos han servido para cosas de nuestro planeta, pero la ambición más grande, el desafío más importante para nuestro futuro, es que permita comprender si la humanidad puede viajar exitosamente lejos de la Tierra. Necesita probar que puede resolver los desafíos esenciales: que puede dotar de oxígeno, de agua, de comida y de energía sin el abastecimiento constante desde el planeta.
Si los astronautas en la estación pueden ser autosuficientes entonces el ser humano podrá viajar por el universo. No sólo para descubrir lo que falta, sino para proyectar otro tipo de vida humana posible. La expansión de la humanidad hacia el exterior como proyección literaria o especulación científica, dice Benjamin Bratton en La terraformación, es una forma de reconcebir el alcance de las posibilidades sociotécnicas en un vacío literal y metafórico.
Hacia allá, ¿vamos?