Ya no hay tiempo de lamentos, ya no hay más
El acuerdo con el Fondo, último puente para la estabilización. Detalles de la histórica visita de Scott Bessent y los pasajeros del avión negro. Las demandas del secretario del Tesoro y los antecedentes para una línea de crédito con Estados Unidos.

Del piso de la banda a 600 pesos pronosticados por Javier Milei a estos 1000, de la salida del cepo cuando la inflación esté en cero a hacerlo en un 3,7%, de un índice que comenzaría con 1 en abril a la expectativa del 4, de la palidez de la semana pasada a la sobreactuación vía un cosplay del Lobo de Wall Street en la foto difundida por Presidencia. Los festejos al cierre de la jornada financiera fueron estruendosos. El primate elegido para el antagonismo metafórico era nuevo y a la rima le faltaba la chispa que supo construir a lo largo de décadas el peronismo, pero la arenga con aires futboleros y menciones rencorosas a Clarín y La Nación no hubiera quedado fuera de lugar en el kirchnerismo de 2013, luego de alguna victoria legislativa: “Mandril, decime qué se siente”. En el Ministerio de Economía –y con el presidente a la cabeza–, reinó la euforia tras la primera jornada de pleno funcionamiento del acuerdo con el Fondo Monetario Internacional.
El dólar oficial arrancó en el medio de la banda, en torno a los 1.200 pesos, menos de la mitad de la devaluación que –Che, Milei mediante– había augurado Cristina Fernández de Kirchner junto con buena parte de los analistas económicos, que veían los valores de liberalización más cerca de los 1.400 pesos por dólar, que se vislumbraban como barrera en los movimientos de los tipos de cambio paralelos de las últimas semanas. Una intuición fundamentada no sólo en los valores negociados, sino en el alto costo en reservas que pagó para mantenerlos relativamente estables el Banco Central.
El entusiasmo –que tiene sus fundamentos frente a las previsiones sobre un nuevo valor del peso que el Banco Central pudiera defender creíblemente– es mucho menos obvio si se lo observa con una distancia de apenas unas pocas semanas. A final del último año -y hasta el pico de la euforia bursátil de enero- el gobierno aparecía lo suficientemente seguro de su posición como para negar cualquier tipo de atraso cambiario. Frente a la evidencia de los comercios estallados en Florianópolis y Camboriú, oponía la brecha cambiaria acotada y el riesgo país en descenso. Un esquema que daba por descontado el mantenimiento del cepo hasta las elecciones, como complemento y contracara de un peso apreciado que impulsaba la desinflación. El apuro en el recurso al Fondo Monetario Internacional y la adaptación a sus exigencias de política monetaria y cambiaria deben tomarse como una demostración de las limitaciones de la política oficial y el fracaso de aquellas previsiones. Una política que transicionó de la formulación propia del gobierno argentino a otra negociada con los límites que impone el organismo.
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El resultado del acuerdo será una reforzada presión inflacionaria. Una realidad amarga que, de todos modos, ya atormentaba al equipo económico antes de la rúbrica: en marzo, el índice nacional de 3,7% fue el más alto desde agosto pasado. Lejos del dato de menos del 2% mensual –que en febrero de este año el presidente predecía para abril o mayo– probablemente haya incluso alguna aceleración en el horizonte cercano. Un escenario donde el dólar se ubicara cerca del techo de la banda y el gobierno apareciera a la defensiva podría operar sobre las expectativas, acelerar la inflación y relativizar el valor del ajuste del tipo de cambio real. Una carrera que se podría comer rápidamente cualquier ganancia de competitividad de la devaluación, devolver al país al mismo nivel de atraso, con un umbral de inflación más alto y las elecciones más cerca, ya sin la herramienta del FMI adelante. Un valor por debajo de 1300, en cambio, podría habilitar un proceso más gradual, con algún ensayo de eventual flotación que abra paso a la salida total del cepo. Por ello, aun con las enormes limitaciones señaladas, el festejo del oficialismo en la jornada de ayer tiene sentido.
El escenario optimista, que el país no vaya a necesitar utilizar los fondos, es el mismo de 2018. No hace falta repetir el final de aquella historia. Conviene señalar, sin embargo, algunas diferencias respecto del acuerdo del macrismo. Argentina había sido en 2016 y 2017 el país que más se había endeudado en el mundo, con muchas operaciones a cortísimo plazo. Había decenas de miles de millones de dólares ansiosos por salir del país. El régimen cambiario era totalmente irrestricto no sólo para los individuos sino también para las empresas. El superávit fiscal, en cambio, no es tan relevante para diferenciar este programa del que adoptó el macrismo o, al menos, no tiene la importancia que señalan en los despachos gubernamentales. Como dijo Emmanuel Alvarez Agis en Cenital, mientras los gobiernos progresistas para ganar elecciones regalan pesos, los gobiernos conservadores regalan dólares. El gasto público es apenas uno y, en gobiernos como el actual, ni de cerca el más importante de los canales que alimentan la demanda de dólares cuyo valor se atrasa artificialmente vía endeudamiento u otras maniobras eventualmente insostenibles. Como demostró Chile en el 82, bajo la dictadura de Augusto Pinochet, una brutal crisis del sector externo es compatible con un sector público superavitario.
El del lunes fue un primer round importante que decantó para el oficialismo. No sólo por los valores en que se negoció la divisa estadounidense, sino por el derrumbe de la brecha con los paralelos. A pesar de la narrativa sobre el final del cepo, que sentirán la totalidad de los votantes, los grandes jugadores del mercado –particularmente las empresas– siguen sujetas a restricciones significativas en el mercado oficial. Flotar lejos del extremo de la banda le permitiría al gobierno un ajuste nominal en línea con el valor de la inflación y administrar, con el respaldo del Fondo, una caída del tipo de cambio real del orden del 10%.
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SumateSi el tipo de cambio se ubicara en 1400, con la inflación corriendo cerca de los valores de marzo -o incluso por debajo- el Central se vería obligado a pulsar con el mercado para defender el ajuste de la banda del 1% mensual. Lo haría -como en tiempos macristas- con dólares prestados, pero corrido además por la coyuntura electoral. Transitar el período sin brecha aumentaría también la certidumbre y los incentivos a invertir para las empresas, que verían una horizonte claro de convergencia hacia la salida del cepo. Serán meses largos y el gobierno tuvo apenas un buen comienzo. El Fondo volvió a prestar a la Argentina un monto extraordinario, con enormes interrogantes –reconocidos por el propio staff– respecto de su capacidad de repago. ¿Esta vez será distinto? La historia de Argentina con el organismo es lo suficientemente larga como para dudar.
La jornada de euforia tuvo como corolario la visita del secretario del Tesoro de los Estados Unidos, Scott Bessent. Fue una visita cuanto menos extraña, por la altísima jerarquía del funcionario, el contexto internacional en que se produjo y la falta de un objetivo tangible claro. El viaje tampoco fue parte de ninguna gira regional. El itinerario sólo incluyó a la Argentina, donde la estancia de Bessent se prolongó durante 12 horas e incluyó un encuentro con el ministro de Economía, Luis Caputo, y luego con el presidente, que acumularon pronunciamientos públicos más que elogiosos del estadounidense hacia el gobierno argentino.
La falta de anuncios concretos, comerciales o financieros acaso se compense con la significación en términos de apoyo político. El grado de soporte que el gobierno de Donald Trump está dispuesto a otorgar al argentino quedó claro no sólo en el acuerdo aprobado por el board del Fondo el viernes, sino en el apoyo adicional, también cuantioso, que anunciaron el BID y el Banco Mundial. La presencia de un funcionario de primerísima línea viene a simbolizar y señalizar al mundo la profundidad de ese apoyo. La administración Trump está invertida en el éxito de la administración Milei de un modo que sólo tiene un paralelo global en El Salvador que conduce Nayib Bukele, quien ayer fue recibido por el presidente estadounidense. El éxito o el fracaso de Milei será también un –pequeño– triunfo o fracaso político a nivel interno para la Casa Blanca.
El apoyo político estuvo escenificado no sólo en la presencia de Bessent, sino en la de uno de sus acompañantes, Matt Schlapp, CEO de CPAC, el Comité de Acción Política Conservadora que todos los años organiza el evento más importante de la derecha estadounidense. A Bessent y Schlapp se sumó el milmillonario Robert Citrone, cofundador y CEO del fondo Discovery, uno de los principales tenedores institucionales de bonos argentinos y especialmente interesado en la disputada Hidrovía. Viejo conocido de Luis Caputo, Citrone fue un lobbista intenso del gobierno ante las autoridades del Fondo. Todos ellos se reunieron con el presidente Milei, Santiago Caputo y la titular de CPAC Argentina, Soledad Cedro, en una reunión que combinó proyectos políticos y oportunidades de inversiones fundamentalmente en infraestructura crítica. Argentina es sede de uno de los capítulos regionales que el comité conservador mantiene fuera de los Estados Unidos. Cedro trabaja, también, en Tactic, una empresa de lobby norteamericano propiedad del omnipresente Leonardo Scatturice y Barry Bennett.
Bennett –un caballero de hombros ausentes que se reunió con Caputo hace unas semanas en Buenos Aires– es un estratega político de largo recorrido en Washington, con más de 40 años de experiencia en campañas presidenciales tanto en Estados Unidos como en el extranjero. Fue el arquitecto de la estrategia de delegados que aseguró la nominación de Trump en 2016 y previamente dirigió la campaña de Ben Carson, un candidato sin reconocimiento que, gracias a su desempeño en la primaria republicana, terminó como finalista y luego integró el gabinete como secretario de Vivienda. Antes, había dirigido las campañas al Senado de Rob Portman y de la congresista Jean Schmidt. Fundador de la consultora Avenue Strategies, Bennett trabajó en el diseño de campañas electorales en países como el Congo, Kazajistán, Francia y Colombia. Republicano, fundador de Alliance for America con Dick Cheney, trabajó con dirigentes de ambos partidos a lo largo de su carrera en Washington. Su vínculo con el poder no se limita a su propia trayectoria: su esposa fue la asistente privada de George W. Bush durante sus ocho años en la Casa Blanca, la única persona encargada de manejar su agenda pública y privada.
Tras ese encuentro, Milei recibió a Bessent junto con Luis Caputo y la primera línea del equipo económico. En este tampoco estuvo el Canciller, Gerardo Werthein. En la reunión, el estadounidense levantó la oposición norteamericana al swap con China, que repitió públicamente. Hizo foco en los supuestos compromisos encadenados ligados a la línea negociada con el Banco Popular Chino. Una obviedad: el yuan no es una moneda internacional como lo es el dólar y su principal uso es para el comercio con el país asiático –sumamente atractivo, puesto que se trata del segundo socio comercial del país. Los bancos públicos chinos son también los financistas de las obras de infraestructura acordadas de manera bilateral, como las represas de Santa Cruz o el parque solar Cauchari, en Jujuy, el más grande de Sudamérica. Ante el reclamo, la respuesta desde el gobierno fue muy concreta y material: expresamente, demandaron un swap del departamento de Tesoro. Esta herramienta, de uso excepcional, tiene antecedentes con Uruguay –durante la crisis bancaria del 2002– y México –durante la crisis del Tequila, en 1994 y 1995– cuando los Estados Unidos aportaron más de 30 mil millones en líneas de asistencia temporal a su vecino, de los cuáles 4500 millones fueron utilizados. El crédito fue devuelto y México pudo salir de su crisis.
El sueño compartido por sucesivas administraciones de que la presencia de China en el continente termine por motivar a los Estados Unidos a otorgar herramientas de asistencia financiera y de infraestructura de manera directa es, hasta el momento y en el mejor de los casos, una promesa incumplida, cuando no una negativa frontal. No es difícil entender por qué administraciones rabiosamente proestadounidenses y, en campaña, antichinas, como las de Milei y Jair Bolsonaro, tuvieron sus propios momentos de acercamiento a Pekín. Son las inversiones y el comercio –y no los alineamientos ideológicos– los que mandan. En público, Bessent no prometió fondos oficiales estadounidenses de ninguna clase y apenas dejó una vaga promesa de conversar un posible acuerdo arancelario con el país, sin mayores precisiones, aunque en privado no descartó la idea.