Vivir en Marte: el sueño y la pesadilla de la odisea conquistadora de Elon Musk

Los planes del megamillonario chocan con las dificultades tecnológicas, sociales y políticas que implicaría organizar la vida en otro planeta. ¿Pensamos lo suficiente en lo que implica colonizarlo?

“Sin importar en qué parte de este planeta te encuentres, seguramente hayas estado pensado en dejarlo”. Así comienza el libro A City on Mars (Una ciudad en Marte), de Kelly y Zach Weinersmith, publicado en 2023, que se pregunta si podemos colonizar el espacio, si deberíamos colonizarlo, y si realmente lo hemos pensado lo suficiente.

El discurso acerca de una posible expedición a Marte está plagado de simplificaciones, mitos y la deliberada omisión de hechos fundamentales. Nos dejamos seducir por la idea de que un día de estos, si todo sale bien, será posible instalarse allí, en una casita con jardín.

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Pero, al igual que las discusiones sobre inteligencia artificial, con irritante frecuencia viran hacia el dominio de la ficción y las exageraciones de quienes procuran vender sus productos, las discusiones acerca de Marte suelen enfocarse demasiado en cohetes y trajes de astronauta, mientras minimizan asuntos tal vez un poco menos apasionantes.

Para empezar: Marte es un lugar horrible, verdaderamente horrible. “La temperatura promedio de la superficie es de unos -60 °C. No hay aire respirable, pero hay tormentas de polvo que cubren el planeta entero y una capa de polvo tóxico en el suelo”, escriben los Weinersmith. Además, hay menor gravedad y mucha radiación.

Incluso tras el peor de nuestros escenarios futuros (y bastante probables), “dejar una Tierra 2 °C más cálida para ir a Marte sería como dejar una habitación desordenada para poder vivir en un vertedero de desechos tóxicos”, agregan.

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En el libro se agrupan los argumentos a favor de la colonización marciana en dos categorías. La primera se apoya en la idea de que la colonización espacial es un imperativo moral, una cuestión de supervivencia como especie. O, en su versión más extrema –escuchada a Elon Musk–, “es fundamental para garantizar la supervivencia a largo plazo de la humanidad y de toda la vida tal como la conocemos”. La segunda es un poco más pedestre y, aunque se intenta pretender otra cosa, podría haber sido formulada por alguien de 7 años: debemos ir al espacio porque el espacio es lo más, y sería fantástico poder levantar el teléfono y exclamar: “Hola vieja, a que no sabés de dónde te estoy llamando”.

Pero nuestro necio entusiasmo — del que cuesta escapar cuando el corazón se nos sale del pecho al ver un cohete aterrizar de forma vertical — suele hacer a un lado, selectivamente, toda preocupación aburrida, minimizándola frente a cuestiones mucho más entretenidas como decidir qué diseño debería tener nuestra bandera marciana.

Nadie niega la dificultad de emprender el largo viaje hacia las estrellas, y es por eso que se lo propone en torno al riesgo existencial, uno tan inmenso que justifica cualquier costo y esfuerzo.

Allí, en el espacio — o, más precisamente, en algún lugar del espacio donde podamos hacer un picnic — es donde podríamos instalar una copia de seguridad de la humanidad. Un “plan B” si algún día uno de estos tipos finalmente usa los códigos nucleares, o si no logramos evitar que el Sol nos cocine, o si a un asteroide se le ocurre un “choque los cinco” que nos aniquile.

Lo que suele obviarse es que quizá sea la mismísima preocupación por encontrar un “planeta B” la que aumente nuestro riesgo existencial. Esto es muy incómodo porque el espacio es, de hecho, lo más, y en nuestras fantasías apocalípticas la idea de tener a dónde escapar es un esperable resultado de nuestras ansiedades. Mucho peor es tener que reconocer que no hay dónde escapar, ni nadie que nos venga a salvar.

El libro de los Weinersmith, un matrimonio de nerds con credenciales, comenzó como una guía para los asentamientos espaciales. Pero a medida que profundizaron en el tema (acumularon 27 estantes de libros y artículos), las preocupaciones más importantes brillaron por su ausencia. No tenían ganas de ser pesimistas pero, a diferencia de gran parte de su bibliografía, tuvieron que rendirse ante la evidencia.

Nadie dijo que abandonar la Tierra, el único planeta que con absoluta certeza podemos habitar y el único en el que sabemos que hay vida, fuera a ser fácil. Para llegar a Marte casi todos los problemas son particularmente difíciles, pero mientras que para algunos alcanza con arrojarles ciencia y tecnología para resolverlos –como lograr reducir al mínimo la cantidad de combustible necesaria por cada tonelada que se transporte al espacio–, otros se presentan más bien como “retorcidos”.

Estos problemas no solo son difíciles sino que al intentar resolverlos pueden empeorar otras cosas: el narcotráfico, el cambio climático, las pandemias, la pobreza o la obesidad, se caracterizan no solo por su extrema complejidad — y costo — sino también por la dificultad de definirlos o de solucionarlos de manera aislada sin afectar otras cuestiones. Son aquellos que involucran preguntas abiertas sobre medicina, reproducción, derecho, ecología, economía, sociología y guerra, entre otros, y no pueden responderse desde ninguna disciplina en particular.

Instalarnos en Marte involucra mucho más que “rocket science”.

A duras penas funciona la democracia en nuestro planeta como para esperar que lo haga en una sociedad espacial donde los recursos esenciales como el aire están racionados y potencialmente controlados por corporaciones. Y, aunque usted no lo crea, no tenemos idea de si es posible hacer bebés en el espacio, algo importante si queremos llegar al millón de personas en Marte, como dijo Musk, considerando que todo lo que sabemos acerca del efecto de una menor gravedad que la terrestre en el cuerpo humano significa malas noticias: debilitamiento muscular, problemas cardiovasculares, pérdida ósea, deterioro de la visión y alteraciones en el sistema inmune.

También existe el desafío de evitar guerras por los escasísimos recursos, y no sabemos qué pasaría si, por ejemplo, la minería de asteroides arruinara más de una economía, ni quién tendría la potestad de definir las reglas.

Estos temas tan “aburridos” son los que suelen quedar afuera de los libros y documentales sobre la colonización espacial, empecinados con sus animaciones fotorrealistas. “Es como leer sobre cuánta cerveza es seguro tomar en un mundo donde todos los libros relevantes están escritos por cervecerías”, señalan los Weinersmith.

Por ejemplo, rara vez siquiera se menciona el asunto del derecho espacial internacional, cuyos precedentes legales dictarán la naturaleza política y las consecuencias geopolíticas de cualquier futuro en Marte. Entre otras cosas, este marco legal implica que los Estados deben realizar sus actividades de exploración y utilización del espacio ultraterrestre, incluyendo la Luna y otros cuerpos celestes, en interés del mantenimiento de la paz y la seguridad, y del fomento de la cooperación internacional.

Suponer que la imagen de una nave posándose en Marte inexplicablemente resolvería todo lo que en la Tierra no se pudo lograr es entre ingenua y criminal.

En 1976, Colombia convocó a una reunión a la que asistieron Brasil, Ecuador, Uganda, Kenia, Indonesia, Congo y Zaire (actualmente la República Democrática del Congo) en la que declararon que el tramo de órbita geoestacionaria sobre ellos no formaba parte del espacio ultraterrestre, sino que les pertenecía exclusivamente. Aunque hasta el día de hoy la Constitución colombiana afirma sus derechos espaciales, el reclamo es ignorado por la comunidad internacional. Ahora imaginemos que este reclamo hubiera sido hecho por el país con el ejército más poderoso y la tecnología espacial más avanzada. Tal vez una imaginación capaz de concebir que en Marte o la Luna todo sea distinto no se encuentre en la Tierra.

En 2015, Estados Unidos aprobó una ley que codifica específicamente la idea de que los estadounidenses pueden explotar los recursos espaciales sin límite, de acuerdo a su peculiar interpretación del derecho espacial. Qué se le va a hacer.

Si la civilización realmente estuviera al punto del colapso y corriera genuino riesgo existencial, vaya y pase. Pero no es así. Sí, la vida en la Tierra puede ser muy dura, ¡durísima! Y podemos discutir si ahora estamos mejor o peor que antes. Pero cuesta concluir que instalarnos en un planeta sin comida, agua ni aire — y minúsculas chances de permitirnos resolver esos problemas — sea la solución.

Una colonia humana en Marte no resolverá la escasez, ni nos hará más sabios, ni salvará el medio ambiente. Existen enormes barreras tecnológicas y científicas subestimadas para su implementación segura, además de desafíos legales que probablemente generarían conflictos territoriales, potencialmente nucleares, acá y en Marte. E incluso si pudiéramos superar todo eso, aún quedarían buenas razones para limitar nuestras ambiciones.

No es en pos de alejarnos de un glorioso futuro en las estrellas que debemos tomarnos el tiempo de pensarlo bien. No es ni siquiera que haya que descartar la idea: “Los asentamientos espaciales probablemente sean, y deberían ser, proyectos a medir en siglos y no en décadas”, explican los Weinersmith.

En una entrevista hace algunos años, Elon Musk eligió concluir leyendo un fragmento del célebre discurso de Carl Sagan en respuesta a una de las últimas fotos que la sonda Voyager 1 tomó de nuestro planeta a medida que se alejaba:

“Nuestro planeta es una solitaria mancha en la gran y envolvente penumbra cósmica. En nuestra oscuridad — en toda esta vastedad — , no hay ni un indicio de que vaya a llegar ayuda desde algún otro lugar para salvarnos de nosotros mismos. La Tierra es el único mundo conocido hasta ahora que alberga vida. No hay ningún otro lugar, al menos en el futuro próximo, al cual nuestra especie pudiera migrar”.

Justo en ese punto, Musk se interrumpe y comienza a burlarse: “Esto no es cierto. Jajaja, esto es falso: Marte”.

Tal como le respondía Shannon Stirone: Marte es un infierno y su principal característica es que no se parece ni remotamente a la Tierra. “Lo único que realmente tienen en común es que ambos son planetas rocosos con algo de hielo de agua y ambos tienen robots (y Marte ni siquiera tiene tantos)”.

Sagan inspiró a varias generaciones, a través de Cosmos (1980) y el resto de su obra, a reconocer la unicidad de nuestro planeta frente a un inmenso universo, tan asombroso como hostil. En su promoción de la ciencia y la tecnología jamás perdió oportunidad de señalar que si hay una apuesta que debemos hacer es una por nuestra supervivencia en el único planeta que tenemos. Y eso no es joda.

Paradójicamente, resulta muy poco imaginativo que la persona más rica del mundo “venda una historia en la que se preocupa tanto por la supervivencia humana que tiene que enviar cohetes al espacio”, sugiere Stirone.

“La Tierra no es perfecta”, reconocen los Weinersmith, “pero en comparación a otros planetas, está bastante bien”.

Foto: Depositphoto.

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