Vida y muerte de María Soledad Rosas
En el baño del lugar donde cumple su prisión domiciliaria, a la espera de un juicio por “ecoterrorismo”, una argentina que vive en Italia fue encontrada muerta.
El 11 de julio de 1998, María Soledad Rosas fue encontrada muerta en el baño del lugar donde cumplía su arresto domiciliario.
Soledad llevaba poco más de un año en Europa. Había nacido en Buenos Aires, en el seno de una familia de clase media acomodada. Se crió en Barrio Norte, empezó algunas carreras, las abandonó y empezó otras hasta recibirse en Hotelería. Probó con algunos trabajos y encontró en pasear perros algo parecido a una vocación. El contacto con los animales, la libertad de andar por ahí, conocer gente nueva. Pero había algo que le faltaba y quería ir a buscarlo a algún lado.
El 22 de junio de 1997 salió un vuelo con destino a Milán. Soledad llevaba una mochila con un poco de ropa y unos dos mil dólares en cheques de viajero. Iba a recorrer unos meses, tenía pasaje abierto hasta diciembre, junto a una amiga de su familia, Silvina Gramático.
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Antes de que Soledad llegara a Europa –de nuevo: antes de que Soledad pusiera un pie en Europa– una serie de atentados se produjeron en el Valle de Susa, en el Piamonte italiano, cerca de la ciudad de Turín. Allí estaba prevista la construcción de un Tren de Alta Velocidad (TAV) que uniría Lyon con Turín a través del paso Fréjus, un proyecto que contaba con el rechazo de parte de la población autóctona por su impacto ambiental.
En agosto de 1996 fue una bomba molotov contra dos máquinas de Consonda, la empresa encargada de los estudios del terreno. En marzo de 1997, otra estalló contra la iglesia de San Vincenzo, en el Valle de Susa. Fue el primer atentado –ya iban unos siete hasta entonces– que apareció firmado por una organización. Se llamaba, decían los volantes que aparecieron en el lugar, “Lobos Grises, ejército de las tinieblas y venganza de los pobres”.
Una semana más tarde, ahora sin firma, alguien hizo volar con dinamita parte de la cabina desde donde se controlaba la iluminación y la ventilación de un túnel de la autopista. Parecía algo más profesional que los anteriores: los responsables le apuntaron específicamente a la cabina que contenía las conexiones de tensión media, desactivaron previamente el mecanismo que activaba un generador de reserva y eligieron la única cabina de control de la autopista que no tenía alarma.
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SumateDe todo esto, Soledad no tenía idea. A mediados de junio llegaron al primer destino, Alpe Devero, un pueblo de los Alpes piamonteses donde tenían trabajo asegurado en una hostería de unos amigos de Silvia. Los fines de semana recorrerían Italia. El trabajo no había resultado tan interesante para Soledad. Ni Florencia, ni Roma, los primeros destinos de fin de semana, la llegaban a conmover. Hasta que, en Nápoles, Soledad y Silvina conocieron un grupo de punks con los que pasaron varios días viviendo en la calle. Soledad entendió que ahí estaba el viaje que había ido a buscar. Volvieron a los pocos días a la posada de Alpe Devero para dejar ese trabajo y seguir.
Eligieron al azar (¿al azar?) un lugar para seguir el recorrido. El corazón de toda biografía es eso. Pudo Napoleón sufrir un accidente doméstico de chiquito y entonces todo hubiera cambiado. Martín Caparrós escribió años después, en 2001, la biografía de Soledad. El título no se puede mejorar: Amor y anarquía, la vida urgente de María Soledad Rosas. Dice allí: “Aquel lunes Silvia y Soledad podrían haber ido a Venecia, a Milán, a Vicenza, a Verona, pero se fueron a Turín”. Buscaban un lugar donde dormir y recordaron –podrían no haberlo recordado– la dirección que les había dado una chica en Nápoles. Era la Federación Anarquista. Llegaron de noche, eran más de la ocho, y en la puerta del lugar había un señor mayor de barba. Al señor –de quien no sabemos el nombre pero que sin saberlo decidía el destino de Soledad– les dijo que podían conseguir un lugar en una casa ocupada. El Asilo.
Él iba para ese lado y las podía dejar de pasada.
El Asilo estaba en la vía Alessandria, número 12, en un barrio periférico de Turín. Se llamaba así porque en el lugar había funcionado alguna vez una vieja escuela maternal. En 1994, un grupo de anarquistas que venían de la ocupación del edificio El Paso logró tomar El Asilo y allí se mantuvieron. El movimiento okupa creció en Turín frente a la desindustrialización de los ´90. Organizaban manifestaciones, recitales, apoyo a los detenidos y defensa contra los desalojos. Consiguieron una radio, Radio Blackout, y empezaron a editar un periódico, el Tuttosquat. Eran squatters, tal el nombre heredado de la tradición que comenzó en Holanda, en Inglaterra y continuó luego en Alemania. Buscaban un lugar para vivir autónomos, fuera del control de las familias y otras instituciones. Los había más comunistas, más anarquistas, pero todos intentaban vivir por fuera de las reglas de la sociedad burguesa. Las casas ocupadas no tenían más reglas establecidas que la autogestión.
Paradas fuera del lugar, Soledad y Silvina no sabían demasiado del movimiento que estaban a punto de conocer. La puerta estaba abierta y simplemente entraron. Esa noche cenaron ahí y les buscaron una habitación. Al día siguiente, eran parte de la casa. Para Silvina fueron un par de días. Para Soledad, su anteúltimo hogar. “Estoy aprendiendo cosas nuevas todo el tiempo. Yo sentía de una forma y en Buenos Aires no encontraba el canal, no entendía bien lo que era y ahora estoy viviendo eso que allá sentía”, le escribió en una carta, unos días después, a su amigo Ezequiel (el hijo de su compañera de viaje, Silvina). Soledad tenía 23 años.
Se adaptó rápido a la vida de El Asilo. “Ella buscaba una razón, una causa y la topó de pronto, donde quizás no la esperaba. Pero estaba preparada –por sus años de búsqueda– para reconocerla y no dudó”, escribe Caparrós. No tuvo que hacer ningún pedido formal para quedarse. Simplemente se quedó, se adaptó a la casa, comenzó a participar de las actividades. Se volvió militante de una de las tantas formas del anarquismo. Y una muy activa. “No era de esos que hay que ir a golpearles la puerta de la habitación. Era muy activa. Era una militante”, la describe una compañera.
En una de esas actividades viajó a Milán, junto a un grupo de compañeros que iban a trabajar en la recuperación del Laboratorio Anarchico de la via De Amicis. Se volvieron antes cuando se enteraron de la muerte de Dennis, un integrante de El Asilo. Iba a ser un episodio central en la vida, y en la muerte, de Soledad. Volvió en el auto con Silvano Pelissero y Edoardo Massari.
A principios de octubre, Soledad decidió dejar El Asilo. No para abandonar la militancia sino para redoblarla. Había que sostener una ocupación que había quedado abandonada. Era un antiguo manicomio municipal abandonado en Collegno, un suburbio de Turín al que no llegaba ni el transporte público. El lugar quedaba en el centro de un parque medio salvaje. El desafío no era para cualquiera y por eso lo tomó Soledad, porque no era cualquiera. “Si no vamos el movimiento pierde una casa, un lugar. No podemos permitirnos eso. Es una oportunidad que tenemos de ser útiles, de hacer algo más”, le dijo a su amiga Francesca y la convenció.
Por la misma época, volvieron los atentados firmados por los anónimos Lobos Grises en el Valle de Susa. El 10 de noviembre fue el último, una garrafa de gas de 25 kilos que no explotó junto a la línea de tren Turín-Modane.
A Edoardo Massari le decían Baleno, por una vieja propaganda de detergentes y por su afición a la limpieza. Baleno vivió entre Turín e Ivrea, en casas ocupadas, ayudando con sus conocimientos de mecánica. A fines de los ´80 puso una bicicletería en Ivrea. En 1993, mientras soldaba el cuadro de una, su taller explotó. La policía lo acusó de estar fabricando una bomba y recibió su primera condena. Pasó tres años en prisión. En diciembre de 1996 recuperó la libertad y fue a parar a El Asilo, donde compartió habitación con otro militante anarquista, Silvano Pelissero.
Aunque ya estaba viviendo plenamente en Collegno, Soledad pasó fin de año con el resto de su grupo anterior en un viaje que hicieron al calor español. Allí, Soledad y Baleno se enamoraron y empezaron una relación que iba a durar diez semanas. Setenta días. “Los dos meses siguientes –escribe Caparrós– cambiarían su vida para siempre: la convertirían en eso que ahora es y no es”. Baleno ya estaba viviendo en Collegno cuando volvieron de vacaciones. Pero desde entonces la casa tomó otro espíritu. Más serio, más militante, más duro. Los dos eran veganos, lo que implicaba una tarea diaria compleja para conseguir alimentos (no podían comprar, tenían que recuperarlos). Hacían huelgas de silencio. Soledad se cortó el pelo al ras. El resto del día arreglaban la casa. Fueron, dice la crónica, los dos meses más felices de la vida de Soledad.

La casa no tenía la misma actividad que El Asilo. Quedaba lejos y estaba incomunicada. Incluso para Soledad, Baleno y Silvano (que también se mudó a Collegno) era un lugar transitorio, hasta que otros vinieran a cuidarla. Pese al aislamiento, los servicios especiales de la policía italiana, la Digos, vigilaban de cerca.
A mediados de enero de 1998, un grupo de desconocidos entró en la intendencia de Caprie, un pueblo del Valle de Susa, a 30 km. de Turín. Se robaron un fax Olivetti, una impresora Epson, tres sellos municipales y una máquina desbrozadora. A la salida, la planta baja del municipio se incendió. O la incendiaron.
Silvano, que también había pasado un tiempo en prisión, empezó a sospechar que los seguían. En 1996 había tenido lugar una gran redada “contra grupos anarquistas” encabezada por el juez Antonio Marini y sabía que desde entonces todos estaban bajo sospecha. Un día de febrero andaba por Turín con Soledad en el auto cuando un patrullero los detuvo. Los llevaron a la comisaría y los tuvieron un rato. Soledad no tenía miedo –vivía en un manicomio abandonado, ¿qué miedo?– pero sí alguna preocupación. Su permiso de viaje era hasta diciembre y la podían deportar en cualquier momento. Pero el objetivo de la detención había sido otro. Poner un micrófono en el auto de Silvano. Lo consiguieron.
Desde entonces la biografía de Soledad es más fácil de reconstruir porque hay grabaciones cotidianas de sus conversaciones en el auto. Son las que utilizó –con un particular sentido de la edición– la justicia italiana para acusarla. Ya estamos por llegar ahí. Pero sabemos entonces que los tres comenzaban a discutir cómo hacer algo más. Que hablaron de bombas de pintura, de quemar un cajero automático (un regalo que Baleno le ofrece a Soledad por el día de los enamorados). Que discutían. Que Silvano estaba preocupado porque los estuvieran escuchando y lo dice mientras lo están escuchando. Pero también sabemos, por esas grabaciones, lo que no hay. Ni una mención al TAV, a los Lobos Grises, a un atentado terrorista en el Valle de Susa. A nada que se le pareciera. Y sin embargo.
Fue Silvano el que decidió llevar el auto a un electricista, después de semanas de usarlo igual, hablando sobre ser grabados mientras lo estaban siendo. Era el 5 de marzo de 1998. El único mecánico de Turín que se animó a revisarlo encontró lo que no quería, un dispositivo de grabación, y le pidió que se fuera rápido. Ya era tarde. Soledad y Baleno estaban en la casa de Collegno, a punto de empezar unos ejercicios de yoga, cuando alguien golpeó la puerta.
–Somos compañeros de Boloña.
Soledad abrió la puerta y un grupo de treinta policías entró al mismo tiempo. Todo el resto de la historia es más conocida. El movimiento okupa, los squatters, quedaron en el centro de las miradas. Al día siguiente hubo una gran movilización en Turín. Soledad, Baleno y Silvano fueron trasladados a la prisión de Le Valette. Recién allí se enteraron por qué estaban detenidos. No era por los pequeños robos para la vida cotidiana, el incendio de un cajero o la pretensión de armar una bomba de pintura. El asunto era más grave: asociación subversiva con finalidad de terrorismo y subversión del orden democrático. La acusación estaba sostenida en un artículo incorporado al Código Penal por Mussolini, luego abolido por la Liberación y finalmente repuesto en los años 70 para el combate del Estado italiano contra las Brigadas Rojas. Además, se les imputó la pertenencia a una banda armada, tenencia de armas y explosivos, documentos falsos y el incendio a la Municipalidad de Caprie.
Había empezado una pesadilla.
Los medios de comunicación no tardaron 24 horas en dar por cierta la versión policial. La Stampa tituló “Golpe en Turín, capturados los ecoterroristas” y La Reppublica directamente volvió verdaderos los cargos: “Detenidos tres subversivos”. No hubo ningún medio –salvo los anarquistas– que no replicaran la información de que las tres personas detenidas pertenecían a la organización Lobos Grises, responsable de los atentados en el Valle de Susa.

La historia nos llevaría de acá a contar el final, que es trágico y plagado de muertes. Primero se suicidó Baleno, el 27 de marzo, en la prisión donde estaba detenido. Fue un golpe definitivo para Soledad. Ella consiguió esperar el juicio en una comunidad para enfermos de HIV llamada Sottoiponti (“Bajo los puentes”), en Bene Vaggena, un suburbio rural a media hora de Turín. Allí podían visitarla sus amigos de El Asilo y sus familiares. Una noche, la del 11 de julio de 1998, después de recibir a un grupo de amigos y quedarse charlando con ellos hasta tarde, Soledad terminó con su vida en el baño, de la misma manera que lo había hecho Baleno.
La farsa del juicio se llevó adelante unos meses después. Solo contra Silvano, naturalmente. De todas las acusaciones iniciales, solo sobrevivieron dos: hurto e incendio a la Municipalidad de Caprie. La historia de los Lobos Grises no se probó nunca. Ni siquiera su existencia como grupo. Pero ese no es el final, no el que nos interesa aquí al menos.
El corazón de la historia está antes. Cuando Soledad tiene que decidir. Ella es parte fundamental de la acusación. Pero tiene una oportunidad de escapar. No tiene antecedentes. Lleva menos de un año en Europa. Ni siquiera estaba en el continente, recuerden, cuando se producen la mayoría de los eventos que le adjudican a la presunta organización terrorista. Sus posibilidades de colaborar y salir en libertad parecen ciertas. Su familia, desde Argentina, lo sabe y manda un abogado para esa tarea. Algunos de sus compañeros sospechan, al principio, que Soledad “se va a quebrar”.
Pero Soledad cree. Cree en el tipo de vida que eligió, en su militancia, en la forma de ejercerla. Porque quién dice que para creer en algo hay que llevar mucho tiempo creyéndolo (si acaso es al revés). Soledad había encontrado una vida y una causa que había estado buscando desde que salió de Argentina. Donde –pequeña digresión– no la había encontrado. Eran los años 90, dice Caparrós en el libro, “en la Argentina –entre tantos caminos que no hay– no hay caminos para la diferencia, para la rebeldía. No hay, no había, al menos, en 1997, opciones orgánicas para la diferencia, políticas de la diferencia, ideologías que la sostuvieran con cierta convicción. Y, apartada la posibilidad de diferencia, lo igual es igual al desastre: con suerte, la menguada supervivencia individual –que tampoco resulta, muchas veces”.
En esa decisión –no en la de morir, sino en la de vivir sin traicionar a sus compañeros– Soledad descubrió quién era. Cualquier destino, escribió otro argentino, consta en realidad de ese solo momento: el que una persona sabe para siempre quién es.