Usar IA se siente como hacer trampa
Darle instrucciones a la máquina en vez de esforzarnos por superar la dificultad puede ser divertido por un rato, pero pierde el sentido de lo que hacemos. Como un truco en un videojuego.
Hay toda una generación, aunque no sabría decir exactamente cuál, que entre sus recuerdos de la infancia guarda uno o varios trucos para sacar ventaja en algún videojuego. Estos trucos o trampas muchas veces nos ayudaban a alcanzar un objetivo sin el esfuerzo necesario para lograrlo normalmente.
Por ejemplo, en el Age of Empires II existían trucos para obtener más recursos, para tener más potencia bélica, para ser invencible, para construir más rápido, entre muchas otras cosas. O en The Sims, que muchos recordamos con cariño, existía un famoso truco que nos daba más dinero y nos permitía construir una y otra vez la casa de nuestros sueños. Era un atajo, un juego solitario donde, en el fondo, solo nos engañábamos a nosotros mismos.
Hacer trampa era un modo de jugar en nuestros propios términos. Éramos nosotros, el truco y el videojuego. No tenía un componente ético porque ni siquiera involucraba a alguien más ni a ningún tipo de competencia.
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Allá por los años 80, cuando los videojuegos carecían de memoria persistente, los trucos surgieron para facilitar el trabajo de los testers, que tenían que jugarlos varias veces de principio a fin en pos de encontrar errores. Estos códigos “secretos” concedían ventajas sin esfuerzo que les permitían enfocarse en lo que debían evaluar.
El esfuerzo de la trampa
Dar con un truco requería cierto esfuerzo: conversaciones con amigos, búsquedas en revistas difíciles de conseguir o, eventualmente, en alguna parte de internet. Era un conocimiento casi arcano que destrababa una experiencia distinta. Aunque surgieran como herramientas de desarrollo, al popularizarse se volvieron una invitación a redescubrir lo conocido, como la posibilidad de ver una película en su versión sin editar, o leer los borradores de una novela cuya autora quizá no quería que descubriéramos.
Hacer trampa rápidamente puede perder el encanto. A la euforia inicial le sigue la conciencia de que sin desafío las cosas suelen ser menos entretenidas. Una vez aplanada la dificultad, sale a relucir lo repetitivo y se pierde la razón misma de jugar y divertirse.
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SumateAlgunas personas justifican hacer trampa bajo el argumento de que si todos hacen, entonces no hacerlo es una desventaja. Pero cuando hay más de uno ya es un escenario moral: haciendo trampa se disuelve el contrato social que implica jugar bajo igualdad de condiciones. Así es como lo reprochable termina siendo normal. Tal como se argumentó que si todo el mundo mintiera entonces los conceptos mismos de verdad y honestidad carecerían de sentido, si todo el mundo hiciera trampa podríamos preguntarnos qué sucedería con el esfuerzo de lo genuino.
Aunque vivir es jugar, una buena parte de nuestras vidas es insoportablemente aburrida. Por suerte, muchas de las tareas que preferimos evitar se pueden mecanizar: solo debemos reducirlas a una serie de instrucciones que luego una máquina puede seguir obedientemente.
La IA como atajo
Usar ChatGPT muchas veces se siente como hacer trampa. Estas herramientas, que se multiplican como los conejos, se nos proponen diseñadas como “trucos” contra el tedio de cualquier actividad humana. El límite de aquello que podemos dejarles hacer, nos dicen, solo es nuestra imaginación. Mucho antes que a una “inteligencia artificial general” nos acercamos a una máquina de hacer trampa universal.
Pero no da lo mismo hacer trampa en cualquier cosa. Aunque no logramos dar con un criterio definitivo, parecería haber una diferencia esencial entre pedirle a ChatGPT que nos redacte el epígrafe de un texto o que escriba una carta pidiendo disculpas. A veces el sentido mismo de lo que hacemos se encuentra en cómo pasó a existir y no en su resultado.
Solo en virtud de lo que le toma a un humano tipear palabras en una computadora o una máquina de escribir, una columna de opinión, una carta o un breve ensayo requiere, al menos, de una buena sentada y probablemente una buena taza de café. No hay demasiado atajo para lograr que esas palabras terminen en la pantalla o el papel, con la excepción del dictado por voz.
Cuando a partir de una sucinta instrucción podemos obtener, aunque sólo sea en términos superficiales, la misma cantidad en bruto de palabras, puede ser tentador concluir que en un caso y el otro pasó más o menos lo mismo. Quienes se jactan de entender cómo funcionan estas máquinas se apresuran en explicar que la calidad del resultado depende directamente de la calidad de nuestras instrucciones. El esfuerzo de escribir mil palabras se reduce así al de escribir un par de oraciones adecuadas, ajustadas milimétricamente para que un modelo de lenguaje ponga las palabras que corresponden en orden y estas puedan hacerse pasar como propias.
Incluso si el resultado fuera aproximadamente similar, algo parece estar ausente. La reflexión es incómoda porque nos arrima a lo intangible, casi hacia lo místico. ¡El alma del texto, del arte! Pero no parece haber demasiada controversia: no nos da todo lo mismo.
La máquina aprende rápido
No es particularmente fácil aprender a hablarle a la computadora. Y es cierto que se requiere de una destreza especial para aprender a promptear o instruir respecto del resultado que estamos buscando, que ahora además de texto puede ser audio, imágenes o video, gracias a la aparición de modelos multimodales y al uso en conjunto de modelos de difusión. Aunque no es novedad, sí es cierto que sus resultados son cada vez más sofisticados. Algunas de las herramientas que presentó Google hace unas semanas incluso generan video con sonidos y diálogos.
Por supuesto que ante las últimas noticias el coro de porristas y aplaudidores no esperó ni diez minutos para salir a vaticinar el fin del séptimo arte en lo inminente. Estas máquinas no dejan muñeco sin cabeza. Quién necesita a un director de cine, o un fotógrafo, un músico, un programador, un intérprete, un traductor, un escritor, si tenemos máquinas que lo hacen todo a la perfección.
Que alguien pueda al menos en parte acordar con lo anterior solo puede indicar lo baja que se pone la vara para “la perfección”. Si bien estas máquinas son especialmente buenas replicando estilos, formatos y creaciones previas, muy difícilmente puedan generar sin esfuerzo nuevas maneras de ver, o de pensar, o de mostrar la belleza del mundo.
Detrás de toda creación mecánica y automática que puede proponerse con pretensión de ser artística, cuesta un poco establecer para qué existen. La incómoda cuestión de para qué, o para quién, estamos haciendo todo lo que hacemos nos da vueltas como un mosquito. La suposición incorrecta es la ausencia de cualquier esfuerzo.
El alma del arte
Incluso si algunos ejemplos y aplicaciones pueden ser curiosos, parece que la relación sospechada entre el esfuerzo, la dificultad y la intención detrás de la obra de arte — completamente ausente en lo que hace una computadora — es un factor que incide en su impacto.
Las máquinas sirven para hacer “como si”, para imitar. Pero si nos preguntamos por qué vemos una película, por qué abrimos un libro, por qué visitamos un museo o escuchamos música, no parece que en los casos más interesantes de esa escueta lista lo hagamos con fines utilitarios. Existe la música funcional, existen las novelas, series y películas que solo son un relleno o un entretenimiento vacío. Pero aquellas obras que realmente inciden en su época o en la historia en su conjunto, guardan también el esfuerzo de haber logrado que existan.
Quizá uno de los ámbitos en donde es más fácil discutir el impacto de los modelos de lenguaje sea el de la programación. Y aunque la complejidad, la eficiencia, la elegancia y tantos otros criterios del código que escupen las máquinas se discutan, es a partir de los casos en los que estas herramientas hacen un buen trabajo donde empieza a aparecer una forma peculiar del impacto que tienen estas tecnologías.
Hace unos días, en un artículo se mencionaba que los programadores que trabajan en Amazon cada vez más se sienten como meros operarios de los depósitos. Una de las cosas que sucede al descubrir que podemos delegarle trabajo a la máquina es que se pierde cierta magia del esfuerzo y la satisfacción de resolver problemas con nuestros propios recursos. Es decir, cuando la máquina hace exactamente lo que le pedimos y resuelve nuestro trabajo, se siente como hacer trampa.
Esta no es una evaluación moral: no se trata de hacer pasar el código que nos da Copilot como propio sin que nadie lo sepa. En cambio, se trata de que el placer de programar tiene tanto más que ver con resolver un problema satisfactoriamente que con el hecho de que el problema se haya resuelto.
Podemos pedirle a la máquina que escriba por nosotros, que programe por nosotros, que dibuje, invente fotografías, haga videos o componga canciones por nosotros. Pero tal vez en todo subestimemos a la humanidad en ambos lados del mostrador: por qué hacemos lo que hacemos, y cómo elegimos lo que consumimos.
La naturaleza de la curiosidad
El contacto con el alcance del ingenio humano a través de la literatura, la ciencia, el arte, la filosofía, la programación, se subestima constantemente bajo la idea equivocada de que todo se reduce a la información y que su naturaleza es irrelevante. Que no importa cómo llegaron ciertas letritas a un papel o a la pantalla. Pero lo que nos conmueve cuando vemos una obra de arte, escuchamos una canción o leemos un texto, es en parte dar por sentado que detrás hubo alguien que vivió a través de eso. Mucho de lo que consumimos es perfectamente reemplazable por una computadora, pero no todo.
Puede ser un poco intoxicante descubrir que podemos hacer trampa en un examen o pedirle a la computadora que nos haga la tarea. Pero reducir la cuestión de hacer trampa únicamente al desafío de que no nos descubran es dejar de lado por qué estudiamos, por qué jugamos o por qué hacemos cualquier cosa en primer lugar.
Nos suelen advertir que no es por las notas que conviene aprender y estudiar, incluso si todo el sistema educativo está diseñado en torno a darle un valor numérico a lo que sabemos y, en consecuencia, a lo que valemos. Aprender y estudiar, aunque nunca nadie nos lo recuerde, es relevante por cómo moldea a la persona que podemos llegar a ser.
Hacer trampa nos acerca, tal vez, a obtener una mejor nota con menor esfuerzo, pero nos priva de su verdadero fruto, que nada tiene que ver con ella. Nos quita la oportunidad de desarrollar el ingenio, de jugar con la astucia para descubrir cómo resolver un problema. Y la objeción se escribe sola: hacer trampa suele conllevar ingenio y astucia, pero solo la primera vez. Enfrentarnos a nuevos problemas y lograr cruzar el cisma entre no entender y entender, como tan maravillosamente describe Beatriz Sarlo en su último libro (No entender, editado por Siglo XXI), no debe padecerse como un castigo, sino como una oportunidad. Una que rara vez se nos presenta en esos términos.
Y aunque de repente estemos empezando a descubrir los códigos para hacer trampa en todo, también empezamos a recordar cuál es la mejor parte del juego.
Foto: Depostiphotos