Una receta para el desastre
La curiosidad por entender la ciencia y la tecnología se despierta. La humildad es la clave para aprender.
“Casi nadie entiende de ciencia y tecnología”, se lamentaba hace treinta años Carl Sagan. Esto no debería preocuparnos demasiado si no fuera porque nuestro mundo “depende profundamente de la ciencia y la tecnología”.
Esta “receta para el desastre”, explorada en El mundo y sus demonios (1995), describe una asimetría que no creo pueda explicarse únicamente por los defectos del sistema educativo, sino con la aparente apatía generalizada frente a lo desconocido. El apetito por el asombro no es algo que pueda enseñarse, sino que debe despertarse. La incomodidad de no entender puede avivarse, pero difícilmente se logre de manera aislada, una vez a la semana.
Si de excusas se trata, el argumento de la falta de acceso a la información resulta casi grotesco. En el mundo hay más teléfonos celulares con conexión a Internet que personas y llevamos en el bolsillo un enlace permanente a gran parte del conocimiento acumulado de la humanidad, pero el sésamo no se abre hasta que decimos las palabras mágicas.
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La paradoja está en el ilimitado acceso al conocimiento en contraste con niveles espeluznantes tanto de desconfianza hacia la ciencia como de desinterés en acercarse al mundo con la curiosidad propia de quien no se contenta con transitar la vida sin explorar el misterio a su alrededor. No existe siquiera una lista de disciplinas que enfrenten un escepticismo mal informado porque todas son víctimas de una absurda polarización que confunde la aceptación de evidencia científica con actos de lealtad a cierto grupo de personas.
Las credenciales
La reacción parece haber sido cierto atrincheramiento, cuando no una arrogancia algo injustificada: ninguna conversación acerca de cómo es la realidad puede sostenerse sin que de un momento a otro comiencen a exigirse credenciales que distraen del asunto en cuestión. Aquellos principios que se ven bonitos en la página — democratización del conocimiento, accesibilidad, inclusión, etcétera — crujen ante el subtexto de que uno debería cursar un semestre entero antes de animarse a levantar la mano.
Es esta demarcación de a quién le pertenece la ciencia, el arte, la filosofía — o cualquier forma de conocimiento — la que alienta a quien solo pasaba por allí y paró la oreja al escuchar “mecánica cuántica” a buscar y encontrar refugio entre quienes no tienen vergüenza ni problema alguno con vincularla con la práctica del yoga, el estudio de las vidas pasadas, o todo eso que “las farmacéuticas no quieren que sepas”.
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SumateAunque pueda ser reconfortante escudarse en que a nadie le interesa la ciencia y la tecnología, la escritora científica Mary Roach, probablemente la mayor influencia en estos correos, opina lo contrario. Existe un enorme interés por las historias de quienes hacen el trabajo científico siempre y cuando haya voluntad de tomarse el tiempo de destilar cualquier complejidad sin diluirla. Es posible practicar la seriedad sin caer en la solemnidad, se puede aprovechar el humor sin perder el rigor.
Sobre todas las cosas, se puede exigir esfuerzo intelectual de las personas que leen y esta es probablemente la única manera de respetar el intelecto ajeno. Las palabras difíciles rara vez son muestra de inteligencia, sino más bien suelen ser evidencia de que no se hizo suficiente esfuerzo literario. Jamás te privaría de una excursión al diccionario.
La ignorancia
Para escribir sobre cualquier asunto mínimamente interesante nuestra mejor estrategia narrativa es quizá contraintuitiva: apropiarse de la propia ignorancia. La voz del experto que escribe desde el final de un largo camino logra mucho menos que quien se dirige a contar algo que descubrió, detallando cómo llegó al otro lado de la ignorancia. Esta es quizá la marca registrada de Roach, que en cada uno de sus libros moldea su voz a partir de lo que no sabe.
Dedicarse a entender cómo funcionan las cosas solo tiene sentido cuando vivimos en carne propia el fracaso una buena parte del tiempo. Bertrand Russell celebraba el aire fresco de la ciencia frente al “calor reconfortante de los mitos” incluso cuando primero pudiera hacernos temblar.
La humildad intelectual, quizá inconveniente al momento de conseguir una silla en la mesa de los grandes, es lo que nos permite mantener la cercanía con las preguntas que verdaderamente nos hacemos, esas que nos harían sonar como tontos. Pero en vez de callar para mantener las apariencias, es mejor hacerlas en voz alta. En casa, tu curiosidad lo agradecerá.
La aridez de la escritura académica no es una condición necesaria del rigor intelectual sino una víctima de hábitos que se fosilizaron: su innecesaria complejidad ha sido denunciada tantas veces que insistir en ella no supone más que un agotado cliché.
La noticia
No creo que el concepto de noticia sea apropiado en la ciencia. Es por eso que ojalá hayas notado en estos correos al menos cierta aspiración hacia la atemporalidad. Nada sale de la nada, a excepción quizá del universo mismo, y es por eso que todo suceso suele beneficiarse de quedar enmarcado en una larga cadena de eventos previos. Cada correo supone la oportunidad de tejer ideas, libros, artículos, personas y caprichos así como de escapar a la tiranía de una inagotable actualidad para poder ofrecer algo que pueda leerse con una mirada renovada incluso dentro de algunos años.
Si algo tiene de linda la ciencia es cómo construye la confianza a partir del reconocimiento de algo que no se sabe. Y la confianza en lo que leemos se apoya estrictamente en la voluntad de mostrar las propias cartas: del otro lado no hay un experto en cosas que las explica por enésima vez mientras hace algo más. Una rigurosa trazabilidad de cada afirmación es un aspecto no negociable de los correos que envío. El motivo quizá no sea del todo obvio: es una invitación a continuar desde un mero punto de partida. Si bien la curiosidad no se enseña, puede que a veces nos sea más fácil imitarla.
Con apabullante frecuencia encontramos el uso de verbos como “revelar” o adjetivos como “milagroso” en crónicas acerca de la actividad científica. Esta atención al detalle es probablemente obsesiva, pero conviene atender al peligro de retratar a la ciencia y la tecnología como series de epifanías y no como el resultado de lentos procesos llenos de correcciones. En contraste, quizá convenga aprovechar cada oportunidad de cultivar la tolerancia a la incertidumbre y recordar cuantas veces sea necesario que la ciencia no ofrece verdades absolutas e inmutables, sino la mejor explicación disponible hasta el momento.
La crítica
Por último, una curiosidad demasiado abierta que todo lo incorpora sin filtro bien podría empacharnos. “El escepticismo no vende”, se lamentaba Sagan en su libro. Alcanza con elegir al azar un puñado de noticias sobre ciencia y tecnología: generalmente omiten comentario crítico alguno. Por el contrario, en su mayoría replican gacetillas de prensa (de empresas tecnológicas, de universidades, de institutos) y no se detienen a desconfiar. Como insistía Sagan, el escepticismo no es un avanzado talento académico sino una práctica cotidiana que rara vez se promueve, y menos aún se fomenta a la luz de intereses económicos, políticos y simbólicos que se benefician de la credulidad antes que del juicio crítico.
Este escepticismo, sin embargo, no debe confundirse con cinismo. A la naturaleza le gusta ocultarse pero qué placer resulta de descubrirla. Disfrutar de la ciencia no debería privarnos de sus absurdos, de un nihilismo hedonista que nos invita a reconocer en nuestra propia evolución el enrevesado sinsentido de la vida, un accidente perfectamente explicable a partir de algunos principios que sin embargo nos aleja de la necesidad de un creador todopoderoso y nos permite reírnos un poco más de la fortuna de tener una conciencia inquieta que nos arrima a preguntas que quizá nunca podamos responder.
Esta fue la receta que procuré seguir a lo largo de estos correos. Seguramente alguna vez se me haya ido la mano con la sal, y más de una vez es probable que el fuego estuviera demasiado alto mientras yo miraba el celular. La “receta para el desastre” de Sagan quizá no era apenas una advertencia sino una invitación a jugar con la curiosidad sin perder el rigor intelectual, a dejar entrar la duda y celebrar la ignorancia como punto de partida para salir a explorar lo que el mundo tiene para mostrar.
El truco más sencillo para terminar un texto es volver al principio. Espero que este desastre haya salido bien y quieras repetir.
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Foto de portada: Depositphotos