Un paracaidista en la vía láctea: diario de un padre y la teta
La experiencia paterna en primera persona. Testigo y detective de los misterios de la lactancia y el vínculo del bebé con su mamá, de secretos y curiosidades.
Estoy con Uma sentado en el sillón. Uma es mi hija. Tiene tres meses y se acaba de quedar dormida en mi pecho, lo hace siempre de la misma forma: los brazos abiertos en avioncito y la cara apoyada sobre su cachete derecho. En realidad no se quedó dormida en el sillón, se quedó dormida en mis brazos. Para eso tuve que hacer una acrobacia sutil, un movimiento que aprendí hace pocas semanas y que suele llevar el tiempo suficiente para que me chillen las lumbares. Consiste en hamacarla lentamente mientras camino alrededor de la casa y la hago rebotar muy pero muy poco, apenas, porque acabo de ver en Instagram que si la sacudo le puedo generar daño cerebral. Ya no estoy tieso como las primeras veces que la agarraba. Ahora la sostengo con confianza, aunque me siga arqueando para atrás para que ella tenga un mejor ángulo de apoyo.
Descubrí el instante exacto previo al sueño. El cuerpo se afloja, se hace más pesada, las manitos –que me agarraban la remera– me sueltan para volverse avión. También aprendí a desconfiar de ese sueño. Todo parece resuelto hasta que la despego de mi pecho para empezar a dejarla en el moisés. Apenas sospecha de un movimiento fuera de lo común, apenas siente que empieza a quedarse en el aire, abre los ojos para decirme “ni se te ocurra, sé lo que estás a punto de hacer”. Así que ahí estoy, quietito y en silencio en el sillón, para que Uma siga teniendo el mejor sueño del mundo. Leila irrumpe en el living. Está contenta.
–¡Mirá! Me pude sacar. ¡Ya entendí como hacerlo!. ¿La querés probar?
Me muestra un vaso con un líquido blanco grisáceo. Es la mitad de un dedo. Mi abuela medía todo así: con dedos. Un dedo de vino, dos dedos de soda, aunque solía ser al revés. Con Uma disfruto de todos los lugares comunes de mi abuela. No le digo que se quedó dormida, le digo que cayó rendida. No le digo que es una bebé, le digo que es una pichona que recién sale del cascarón. No le digo que no se preocupe, le digo que no se aflija.
Le pregunto a Leila si probó.
–Claro. Es rica. Tiene gusto a vainilla dulce. Tenés que probarla. ¿Ni siquiera te da intriga?
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SumateDurante el embarazo, Leila me preguntaba si me iba a dar impresión que de sus tetas saliera leche. Las tetas. Mostrame las tetas. La comida de mi hija, su paraíso, su oasis y trinchera.
A veces toma con desesperación (es como el helado, ¿se come o se toma?), y otras solo quiere estar ahí, juguetear con el pezón, succionar un poco y quedarse mirando el mundo desde su reposera. Abre la boca y chupetea cualquier cosa que le pase cerca. Si la tengo a upa chupetea las remeras, los sacos, el brazo. Hasta que se da cuenta. Ha sido engañada. No hay teta en todos lados. Su primera frustración, el mundo no es una teta.
Su frustración, de alguna manera, es la mía. Puedo dedicarle todas las horas del día. Cambiarle los pañales todas las noches. Arroparla en todos los llantos. Nada será suficiente. La animalidad lo posibilita –lo sostiene– todo. Su punto máximo, el parto, la experiencia más primitiva y salvaje. Fuerza y sangre. Y, después, el cuerpo, el alimento. La potencialidad única de convertirse –de ser– una pantera, una perra, una yegua. La suspensión momentánea del ethos y la mamiferación total. Lo acabo de entender ahora. La animalidad es el único superpoder al que podemos –pueden– acceder.
Leila tiene otro hijo, Simón, que este año cumple 10 años. Le dio la teta hasta poco antes de los tres. Me lo contó las primeras veces que nos vimos. Me pareció un montón. A esa edad pesan, más o menos, unos 12 o 14 kilos. Darle la teta a un nene de tres años es como hamacar un bolsón de papas. Del efecto narcótico de la leche materna me contó después de que naciera Uma, pero eso fue muy simple de percibir. Dormir a un bebé sin teta es el primer relato épico de la paternidad.
Mi amigo Darío me contó que su mamá siempre le dio leche de fórmula.
–Se quería cuidar las tetas.
–¿Ni una vez? –pregunté yo con una indignación adoptada–. ¿Y no tuviste ninguna debilidad de algún tipo?, ¿ninguna dificultad, nada?
Darío se ríe. No puede creer que le esté preguntando eso.
–No, boludo, no me pasó nada.
El día anterior le pregunté lo mismo a Estefanía, una amiga mexicana. Su mamá tampoco le dio leche materna.
–Tuve problemas con la probiota. Mi sistema inmunológico es débil, me enfermo siempre, de gripe, anginas; me contagio de cualquier virus que esté dando vueltas.
De pronto todo esto me parece un tema central. Un tesoro oculto. El lugar donde esconden el santo grial. La clave para el desarrollo de la vida de cualquier persona. Ir a un buen colegio. Terminar una carrera. Hacer deporte. Tomar la teta.
¿Y yo? Nunca me había hecho esa pregunta. Es tarde para saberlo con exactitud. Mi mamá murió hace cuatro años. Mi papá hace más de 30 que vive en Guatemala y la tercera vez que lo vi en mi vida –hace 8 años– no tocamos el tema lactancia. Para mi sorpresa, dice acordarse. Me responde un WhatsApp poco certero.
–Si, tu mamá te amamantó. Pero no me acuerdo por cuánto tiempo. Quizá un año, pero no recuerdo bien.
De casualidad estos días encontré una foto en la que debo tener unos cuatro o cinco meses. Desde que nació Uma también soy capaz de eso. Acertarle a la edad de los bebés. En la foto empino una mamadera con la confianza de un borracho. Pienso que sería una buena estrategia. Un poco teta, un poco mamadera.
Le pregunto a Leila si no quiere sacarse leche. Le regalaron el aparato eléctrico y unas mamaderas alemanas que obliga a que el bebé haga fuerza como si estuviera tomando de la madre. De esa manera no hay peligro que la mamadera compita con la teta, dicen los manuales de las mamaderas alemanas. Tecnología de primera aplicada a la lactancia. Me responde con evasivas. Con dudas que no logro entender. Vuelvo sobre el tema.
–Te daría más libertad. Dejás unas mamaderas y podés volver a tu rutina. Volvés a danza.
En un cumpleaños infantil encuentro la primera pista. Estamos en un parque. La pandemia dejó una nueva tradición de festejos. Una madre amamanta a uno de sus tres hijos. El nene tiene tres años. Toma un poco y vuelve rápido a jugar al fútbol con los más grandes. Me acerco para sacarle el tema. Tiene una política clara. Son los chicos los que se autolimitan. Ella no decidió cortarle la teta a sus otros dos hijos, ya en edad escolar. Fueron ellos los que decidieron cuándo dejarla. Uno lo hizo a los tres años. Otro a los dos y medio. Y hará lo mismo el tercero.
–¿Y mamadera no usás nunca?
–Mis hijos jamás tomaron de una mamadera.
Puede ser –es– imposible de comprender en su total magnitud porque –básicamente– nunca pasaremos ni tendremos la potencialidad de caminar la experiencia, de sufrir el cambio hormonal, emocional, físico, cultural. Porque –entre otras cosas– las relaciones de poder también operan. Pero –aún así– es bastante simple de observar de cerca la demanda, el desgaste, el trabajo, la entrega.
En invierno, la presión se hace mayor. El frío aprieta. Uma tiene pocas vacunas, pocas defensas. El aislamiento maternal y paternal se agudiza.
–¿Y si probamos el saca leche? Vos te podés ir más tiempo. A una cena, a un cumpleaños. Si le agarra hambre a la bebé no se desespera. Y yo me quedo más tranquilo porque le puedo dar de comer.
Finalmente llega una respuesta concreta. Una toma de posición. Una bandera. Dice: “No le voy a dar mamadera a mi hija de tres meses”. De alguna manera me tranquiliza que haya surgido una certeza, una frase que aporte algo de claridad.
Los dos trabajamos de forma independiente. Home office. Home work. Home fun. Home sweet home. Los dos trabajamos en la misma casa. Si tuviera un empleo formal hubiera tenido apenas unos días de licencia para dedicarle el tiempo que hoy es indispensable en el cuidado -y en el disfrute- de mi hija. La disponibilidad constante tiene, al mismo tiempo, una doble cara; transforma el tiempo en un material arcilloso, adaptable a la necesidad más apremiante o al detalle más insignificante. Estar todo el tiempo transforma la vida en un sistema on demand. El caos todo lo puede. Desde que nació Uma tengo dos formas de terminar de escribir: levantarme a las seis de la mañana o acostarme a las seis de la mañana.
En los polos encuentro la soledad y el silencio que necesito para poder elaborar alguna idea y, eventualmente, escribirlas. Una amiga editora me decía el otro día que para escribir con hijos hay que hacer como Raymond Carver, que empezó a escribir cuentos cortos porque, con dos hijos, el único tiempo que tenía era el que le quedaba mientras esperaba frente al lavarropas. No me ocupé de chequear la veracidad del relato. Hoy, como muchas otras veces, lo que me salva son las leyendas.
Esta nota forma parte del especial de Cenital llamado Poner el pecho. Podés leer todos sus artículos acá.