Sahel: la ONU advierte sobre 4 millones de desplazados
La región africana está en crisis por conflictos armados, hambre y cambio climático. 32 millones de personas necesitan asistencia humanitaria.
El Sahel (del árabe sāhil, “orilla” o “borde”) es una franja donde la geografía y la historia se tocan con los dedos: una línea tenue entre el desierto y la sabana que atraviesa África de oeste a este, desde Senegal hasta Sudán. Pero más que una frontera natural, hoy es una frontera política y moral. En sus tierras áridas se cruzan todas las fuerzas que definen nuestro siglo: el colapso del Estado, la expansión del yihadismo, la competencia entre potencias y el cambio climático. Es un territorio sin guerra total ni paz verdadera, sin colonizadores visibles, pero sin independencia plena, donde el futuro parece una repetición cansada del pasado.
Durante décadas, el Sahel fue el patio trasero de Francia; después, el escenario de las operaciones occidentales contra el terrorismo. Hoy no es ni lo uno ni lo otro. Las tropas francesas se retiraron, la ONU empacó su misión en Mali y las banderas rusas ondean sobre los desfiles militares. Lo que queda no es un vacío, sino un reacomodo: un orden improvisado en el que las juntas militares gobiernan con legitimidad menguante, los grupos yihadistas administran territorio y las poblaciones civiles viven entre el miedo y la miseria. Más de la mitad de todas las muertes vinculadas con el terrorismo tienen lugar en el Sahel.
Un informe de este mes de Naciones Unidas señaló que cerca de cuatro millones de personas del Sahel tuvieron que dejar sus hogares por una combinación de conflicto, hambre y cambio climático. El informe agrega que más de 32 millones de personas de la región requieren asistencia humanitaria. La demografía empeora las cosas: el Sahel tiene una de las tasas de natalidad más altas del mundo, y casi dos tercios de la población tiene menos de 25 años.
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Soberanía africana
La Alianza de Estados del Sahel (AES), formada por Mali, Burkina Faso y Níger tras una cadena de golpes de Estado, se proclama defensora de la soberanía africana. Pero esa retórica de “descolonización” encubre una deriva autoritaria. En nombre de la emancipación, los uniformes reemplazaron a las urnas. Las juntas hablan de romper con París mientras estrechan lazos con Moscú. En la retórica de independencia se esconde un nuevo tutelaje, esta vez menos ilustrado y más transaccional. La libertad se invoca para reprimir, y el orgullo nacional se usa como coartada para silenciar.
Sin embargo, pensar el Sahel sólo como un cementerio de la democracia sería un error de perspectiva. Requiere una mirada doble: democrática y descolonizada a la vez. Condenar los golpes, el yihadismo y las violaciones de derechos humanos sin caer en la arrogancia del civilizador. Entender las raíces históricas de la fragilidad sin convertirlas en excusa. Es como una figura de la Gestalt: una copa y dos rostros que no se ven al mismo tiempo. Occidente oscila entre el sermón moral y la culpa poscolonial, incapaz de sostener ambas imágenes a la vez.
Culpa imperial
El desafío es mirar el Sahel sin proyectarlo. Reconocer que la descomposición de sus Estados refleja también la fatiga moral del orden internacional, incapaz de sostener los márgenes de sí mismo. La democracia, los derechos humanos, el Estado de derecho siguen siendo valores universales, pero el norte ya no sabe cómo defenderlos sin sonar imperial. Y esa duda, más que el yihadismo o el calor, es lo que vuelve al Sahel un espejo del siglo XXI.
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SumateQuizás desde América Latina podamos ver el cuadro con menos distorsión. Hemos sido democráticos y colonizados, modernos y dependientes, occidentales y ajenos. Sabemos lo que es hablar de libertad mientras se negocia con la deuda; proclamar soberanía con la venia del FMI. Esa experiencia nos vacuna contra los absolutos: nos enseña que se puede defender la democracia sin arrogancia y criticar al norte sin romantizar el sur.
El Sahel no necesita ser salvado ni idealizado. Necesita ser pensado con los dos ojos abiertos: uno que vea la violencia de sus realidades, otro que reconozca la violencia de nuestras interpretaciones. Ver ambas imágenes a la vez no es una debilidad intelectual; es, quizás, la única forma de pensar con honestidad.