¡Qué felicidad! ¿Qué felicidad?

La consejería new age nos dice mediante reels que ser feliz es una decisión. ¿Lo es? La risa como desvío a las imposiciones capitalistas.

I. De entre las distintas cosas sobre las que se posa la autoayuda para vendernos su arsenal de consejos, su bombardeo de tips, sus ilusiones de que en la vida solo basta con querer, la búsqueda de felicidad está, sin dudas, en el top five. Nadie no quiere ser feliz, nadie dice “yo prefiero estar mal”. Luego, como sabemos, hay distintas maneras de concebir la felicidad. Pero felicidad y discursos de autoayuda resultan una mercancía valuada en billones. Vanina Papalini escribió Garantías de felicidad (Adriana Hidalgo), un libro a esta altura clásico, para pensar los discursos de autoayuda. 

Ahí dice: “Aunque quizá la meta sea una y única, la forma en que es definida por cada sociedad y por cada cultura, en los diferentes momentos históricos y por diferentes grupos, la hace un continente sin contenido fijo: la felicidad es, desde la modernidad, un estado asequible en el término que dura la existencia. Esta es la promesa tácita contenida en el conjunto de textos que analizo (…). La felicidad, pues, no es en sí misma un artículo a obtener, una situación a alcanzar o una práctica –así sea abstracta–, sino una sensación subjetiva, expansiva y diáfana que acompaña a ciertas actividades o bienes”. La autora también analiza los distintos modos de concebir la felicidad según la época, los tiempos y las ideologías. Dice: “Hay un modo de concebir la felicidad, sobre el cual se insiste en los libros de autoayuda (…) la felicidad depende de nosotros mismos; se es tan feliz como se desee serlo, con independencia de las condiciones y situaciones que se atraviesen. Ser feliz es un estado interior, que depende exclusivamente de nuestra capacidad para ser felices y del convencimiento de que lo somos (…) ser feliz es un mandato, un imperativo”.

II. Hay algunas cosas que no empiezan de un día para otro, van instalándose por goteo, en microdosis, lenta y subrepticiamente. Se van colando, filtrando, haciéndose un lugar sutilmente. Pero un día, súbitamente, las tenemos por todos lados y ya no hay modo de no escucharlas, de no verlas. Porque no están encapsuladas, situadas, precisadas en su especificidad, sino que lo toman todo. Incluso a veces se disfrazan de otra cosa, son engañosas y se hacen pasar por “saber científico” –­no es ciencia, sino cientificismo, diría ­Derrida–­. Son cosas que se pegotean, se empastan y hasta pueden tomar por sorpresa a muchos que pensaban que no las “consumían”. Y es eso lo que pasa con los discursos de autoayuda. Antes se sabía perfectamente dónde estaban, porque esos discursos estaban bien situados en la sección Autoayuda de las librerías. Sabíamos que títulos como Tus zonas erróneas, Las mujeres que aman demasiado, El poder del ahora, etc., etc., etc., se trataban de eso. También estaban en los sobrecitos de azúcar, en láminas enmarcadas de bazares deco, etc. Pero hoy en día se esparcen desde la masividad potencial de las redes para reclutar adeptos para un mundo feliz y una satisfacción garantizada. 

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Vivimos tiempos en los que la hipervigilancia está a la orden del día –­porque, tal como sugiere ­Barthes, “la doxa vigila, censura (pedagogos vigilantes, censura de los compañeros)”–. ­Recetas y tips enunciados de modo tal que no se note su sesgo new age, con pátinas de “prestigio” (el prestigio solo es algo para aquel que cree que no lo tiene; para el que lo tiene, es una bomba de humo), con gurúes disfrazados, por ejemplo, de psicoanalistas o de médicos o de licenciados en cosas (díganme licenciado, licenciado). La consejería new age hoy no se queda sólo en la batea señalada por un cartel que dice Autoayuda, sino que pasó a lo público de la mano de señores y señoras, muchachos y muchachas, que hacen reels con bibliotecas detrás explicándonos cómo vivir bien, pero con el argot de disciplinas supuestamente más prestigiosas. Es en la enunciación donde se cuela, muchas veces, ese gesto desesperado por enseñar.

III. Por eso, al libro de Papalini, que es de 2015, se lo puede leer junto con Yo me lo merezco, de Paula Sibilia, publicado en 2024 por Taurus. La autora de otro clásico, La intimidad como espectáculo, dice ahora que “la moralidad contemporánea se plasma en la expresión que nos convoca: yo me lo merezco. Lo cual equivale a decir que si yo quiero, debería poder hacer lo que se me ocurra con mi teléfono o con lo que sea. Nada ni nadie tiene derecho a impedírmelo”. De la felicidad dice que “se ha convertido en una meta indiscutible: un mantra omnipresente en los celulares, que se invoca también en películas, canciones, publicidad, libros de autoayuda y campañas políticas. Tanto un derecho como una especie de deber al cual nos consagramos; una misión que, de no consumarse, delataría un fracaso humillante: la incapacidad de ser felices”. El paso de lo analógico a lo digital ha promovido nuevos malestares y nuevas maneras de pensar las soluciones. Pero el imperativo de felicidad (sea lo que sea la felicidad en cada momento) resulta intacto. Y, como imperativo omnipresente, resulta agobiante, perseguidor, acuciante, tedioso, trabajoso, hostil y patético. Son voces que jamás callan. Y ya lo dijo Charly García: “No puedo ser feliz con tanta gente hablando, hablando a mi alrededor”.

IV. Frente a la peste de esos imperativos, existen antídotos. Y entre ellos, el humor es, para mí, el más potente. Porque como dice George ­Orwell: “El propósito de un chiste no es degradar al ser humano, sino mostrarle que ya está degradado”. Sutottos es un dúo integrado por los talentosos Andrés Caminos y Gadiel Sztryk (a cargo también de la dramaturgia de sus obras). Juntos hace veinte años, hicieron durante diez Inestable, una comedia sobre los miedos y la neurosis (que siempre tiene algo de cómica). La vi el año pasado, y pensé que ya no quiero dejar de ver nada de lo que hagan (cada tanto la vuelven a hacer, estén atentos). Ahora hacen Feliz día, una comedia construida sobre los cimientos precarios (se van desmoronando bastante rápidamente) de los imperativos de la felicidad. Una puesta en escena exagerada (aunque no tanto) de lo que implica vivir según esos mandatos. La evidencia de lo patéticos que podemos llegar a ser al intentar encajar en esas casillas, al querer ayudarnos con esas obligaciones, al pretender que decidimos voluntariamente ser felices. Y también el enojo y la frustración concomitantes, ahí donde evidentemente eso nunca funciona. Dos hermanos mellizos, Emilio y Germán, cumplen cuarenta años. Viven con la madre (que se rajó porque no los aguanta más) y entonces deciden (porque los imperativos nos hacen creer que estamos decidiendo y no que estamos alienados) que van a ser felices en su día y pretenden organizar su fiesta de cumpleaños. Porque no hay forma de no ser feliz el día del cumpleaños. No hay forma, no hay forma. ¿No hay forma? Prohibido no ser feliz (como la gente que en medio de una tragedia te dice, por ejemplo, “tenés que ponerte bien”). De a poco, la cosa se va poniendo cada vez más densa, más tensa, hostil y pesada. Y mientras, o por eso mismo, el público no para de reirse. 

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Lo que genialmente muestra Feliz día es también la manera en que las relaciones especulares, duales, exudan agresividad y hostilidad. Como en Muertos de risa, de Alex de la Iglesia, también acá los hermanos se van odiando de a poco. Sueña, vive, ríe; un día sin sonreir es un día perdido, respira la incomodidad, salir de la zona de confort, son algunos de los imperativos con los que trabajan para evidenciar el patetismo de pretender adaptarse a los ideales de felicidad y a la felicidad como asunto obligatorio. Queda expuesto –casi como una fractura expuesta– que esos imperativos están construidos sobre el deber moral, sobre un ideal incumplible, sobre un artificio insostenible. 

Lejos de banalizar la cosa, lo que hace el humor de Feliz día es exponer su sesgo más peligroso, más dañino; pero en ese mismo gesto, lo neutraliza, lo desarma, lo desarticula, precisamente porque lo hace en clave cómica. Nada desarma tanto como la risa, diría Henri Bergson. Y pienso que la risa lo desarma todo: el cuerpo erguido y alerta, el cuerpo tieso que no quiere trastabillar, desarma la guerra paranoica de la cotidianeidad, desarma la hostilidad tan propia del narcisismo. En definitiva, el registro cómico hace caer el valor trágico. Jean Allouch plantea que “lo trágico es lo cómico echado a perder”. Pero al recordar esta cita, siempre la recuerdo al revés: lo cómico es lo trágico echado a perder. Podría funcionar si lo pensamos no sólo en el sentido de algo que se pudre, que se desarma, que deja de andar, sino además en el sentido de algo arrojado a la pérdida, algo dispuesto a perderse. Lo cómico hace que lo trágico se pierda, pero también que se pudra, que se descomponga, que se diluya, que se disuelva. Feliz día también pone a funcionar una idea de felicidad que reposa sobre el “ser como todo el mundo”. Lacan lo dice así: “Nadie sabe qué es ser feliz a menos que la felicidad se defina en la triste versión de ser como todo el mundo”. Y por eso, los que asistimos, nos reímos de nuestros propios patetismos.

A la fiesta de Feliz día le quedan poquísimas funciones (el año que viene vuelven) los sábados a las 18 en el Teatro Picadero. Una hora de risas casi ininterrumpidas. Eagleton le llamó “lubricación social” a la risa, la risa recíproca como modo de engrasar y que resbale un poco la agresividad tan propia del narcisismo de las pequeñas diferencias del día a día. La risa como antídoto a los habituales chirridos del roce social. La cosa no es entre vos y yo, es entre nosotros y el mundo. Personas que ríen juntas no dejan de ser un atisbo de comunidad, deponen las armas. Algo de eso pasa cuando asistimos a Feliz día

V. La relación entre psicoanálisis y felicidad es muy estrecha, dado que, como señaló Freud en El malestar en la cultura, el fin y el propósito de los hombres es aspirar a la felicidad, ser felices y no dejar de serlo. Lo que sugiere Freud es que la felicidad no está en los planes de la Creación, o, como dice Lacan leyendo a Freud, “para esa felicidad […] absolutamente nada está preparado en el macrocosmos ni en el microcosmos”. El psicoanálisis es un poco aguafiestas: la apuesta analítica se encuentra en las antípodas de la promesa de la felicidad. A diferencia de la autoayuda –y de los laboratorios y de la religión–, el psicoanálisis no promete la felicidad. En rigor, no promete nada, y ahí radica su potencia, su posibilidad. Lejos de hacer una apología del malestar o de poner en juego una mirada escéptica, y mucho menos cínica, el psicoanálisis viene a darnos la posibilidad de que cese la obligatoriedad del mandato de felicidad tan insistente en sus variantes epocales. Alguna vez Lacan dijo, y se puede leer en ese mismo sentido, que no hay que empujar un análisis muy lejos, que “cuando un analizante piensa que él es feliz de vivir, es suficiente”. Y ese feliz de vivir no es vivir feliz, sino vivir un poco más consecuentemente con lo que uno cree que desea; es vivir sin melancolizarse en la idea de que la felicidad es una fiesta de los otros a la que nunca estamos invitados, esa fiesta que siempre nos deja afuera. Feliz de vivir es aceptar la fragilidad de vivir sin garantías. Y es esa fragilidad la que viene a alojar, a refugiar todo eso que suele ser rechazado por el mercado, todos esos gastos improductivos: la angustia, el amor, el humor. Y en ese refugio se diluyen las alternativas a las que, según Barthes, nos conmina el mundo: éxito o fracaso, victoria o derrota, feliz o infeliz. Por eso cita a Pelléas: “¿Qué tienes? No me pareces feliz/ Sí, sí, soy feliz, pero estoy triste”.

Al deber moral de la obligación de ser felices, el psicoanálisis le opone una ética, la del deseo. No hay posibilidad de habitar una vida más acorde al deseo sin pasar por la angustia. Y la angustia, como sugiere Allouch, no es de muerte sino de vida: “Una angustia ante la vida, ante una vida que sería una vida deseante”. Si la angustia, como sugiere Lacan, es el único afecto que no engaña, lo es en el sentido de que nos posiciona en coordenadas subjetivas un poco más verdaderas y menos alienadas a una vida ideal asediada por mandatos e imperativos y porque implica una respuesta subjetiva y una brújula en relación con el deseo. Es ahí donde pueden aparecer ciertos efectos felices

VI. Bifo Berardi sugiere que la felicidad tiende a ser un gesto subversivo ahí donde el capitalismo es una máquina constante de producir infelicidad. La felicidad, cuando se encuentra, no es algo individual, sino más bien colectivo. Y esa felicidad está en lugares en donde no funciona la ley de la acumulación y el cambio. Esa felicidad interrumpe entonces la máquina de calcular, la euforia economicista y queda, según creo, más cerca del don y su circulación. La felicidad que describe Berardi está muy cerca de la felicidad de existir de la que habla Lacan.

VII. Justo di con el libro de Manuel Quaranta, Ensayo sobre todo, editado por Casagrande, en el que también habla de la felicidad. Dice: “La autoayuda, el coaching y demás servicios empresariales han ido minando progresivamente el concepto de felicidad hasta volverlo inocuo”. También recuerda que sobre la felicidad se han ocupado grandes filósofos a lo largo de la historia. De entre sus citas, subrayo la de Alain Badiou: “Toda felicidad real es una fidelidad”. Y Quaranta se pregunta fidelidad a quién o a qué. Y contesta, siguiendo al autor, fidelidad al acontecimiento. Es decir, fidelidad a la contingencia en las antípodas de los planes obligatorios, en las antípodas de los proyectos. Fidelidad a estar disponibles para interrumpir el destino y no rechazar la sorpresa. Fidelidad a lo incierto, interrumpiendo el cálculo y la especulación. La felicidad estaría en el encuentro que no se busca, en eso que irrumpió en nuestro camino que se pretendía lineal e interrumpió los planes. Fidelidad al desvío. La felicidad, como las risas, no se busca, se encuentra. Y si lo contrario de la comedia es el destino, como dice Terry Eagleton, mi encuentro no buscado con Andrés Caminos y Gadiel Sztryk (también fue un encuentro literal, en la calle) alivió bastante el mío (ahora estamos pensando algo que vamos a hacer juntos). Gracias por las risas y gracias también por interrumpir mis planes.

Otras lecturas:

Es psicoanalista y docente de posgrado. Es magíster en Estudios Literarios por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Es autora de los libros Psicoanálisis: por una erótica contra natura (2019, IndieLibros), Y sin embargo, el amor. Elogio de lo incierto (2020, Paidós), Un cuerpo al fin (2022, Paidós) y El sentido del humor (2024, Paidós).