Nosotros los de entonces

Cómo las canciones prohibidas hablaban de eso que no se podía abordar: la seducción y la sexualidad adolescente.

canciones de raffaela carra

Me enteré después, mucho después, de que en el disco Noticias del mundo de Queen (el primer disco que me compré, junto con Algunas chicas de los Rolling Stones, en una disquería de Cabildo y Republiquetas), faltaba una canción. Me enteré varios años después, al comprarme en formato CD ese disco que ya tenía en vinilo. Lo puse, me puse a escucharlo y de pronto apareció una canción que yo no conocía. Otro tanto me iba a ocurrir al comprar el CD Queen Live Killers, que tenía pero en cassette (disco doble, cinta larga: fatalmente se estiró): apareció esa misma canción, que en el cassette original no estaba.

El título de la canción era “Get down, make love”. Figuraba como “Tiéndete, haz el amor”, porque se estilaba por entonces traducir al castellano los títulos de los temas en inglés (empezando por “We will rock you” como “Nosotros te conmoveremos”). Bastaba con el título para entender por qué razón en la Argentina de 1978 la canción había sido suprimida. Hablaba de sexo. No me fue tan fácil entender, en cambio, por qué nunca me había llamado la atención el rotundo rectángulo negro que, pegado en un sector bien definido del sobre interno del disco, tapaba evidentemente algo. Nunca noté que tapaba algo. Nunca entonces se me ocurrió tratar de despegarlo para ver qué había debajo. Lo supe después, mucho después. Era la transcripción de la letra de “Get down, make love” (esas letras figuraban en inglés, porque la idea era cantarlas: cantarlas y no necesariamente entenderlas).

Me enteré después, mucho después, de todo eso. Y también me enteré después, mucho después, hace apenas tres o cuatro años, escribiendo un libro sobre el teléfono, de que la canción “0303456” de Raffaella Carrá había sido modificada para su circulación en los países de Sudamérica (o al menos en esos donde gobernaban un Videla o un Pinochet). Ese disco yo no lo tenía, no lo compré; para el caso, no hacía falta: en esos años de fines de los ’70 sonaba por todas partes esa canción de Raffaella Carrá. En la versión que aquí cantamos y bailamos, se hablaba de un llamado telefónico, de la ansiedad de obtener respuesta, no mucho más que eso. Pero en la versión italiana, que aquí no cantamos ni bailamos, decía además otra cosa, de la que me enteré después, mucho después: decía que el dedo enloquecía de tanto girar en el disco del teléfono, y enloquecido pasaba al cuerpo, al cuerpo de la que llamaba, al cuerpo de la que cantaba, y seguía girando y girando, del teléfono al cuerpo, del discado a la masturbación. Hablaba de sexo, sí. Así que se prohibió.

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También me enteré después de que vimos en el cine Fiebre de sábado por la noche, con John Travolta, mutilada de sus partes eróticas, y por ende con unos veinte minutos menos de duración. De chico me reía con “La Bossa Nostra” de Les Luthiers, en la parte del “Pubis pro nobis”, porque el chiste, según me dijeron mis padres, era que esa parte estuviese en latín, y que era gracioso que estuviese en latín; y sólo después, tiempo después, estudiando latín en el colegio, y cuando Pubis angelical de Charly García me hizo saber que había una película, y la película me hizo saber que había una novela, fue que entendí que me había reído largamente de manera equivocada.

Habrá habido unos cuantos casos más, que no noté o que no recuerdo, tal vez propios de la niñez de aquellos años ’70. Pero hay algo con la canción de Queen, y hay algo con la canción de Raffaella Carrá, tan distintas como son, de frecuencias tan distintas como tienen, que cobra sentido recién ahora, ahora que resulta evidente que el sello de lo prohibido había caído sobre ellas. Hay algo que noto ahora, pero funcionó ya entonces, y que el velo de la represión, aunque yo no estuviera al tanto, no hizo sino subrayar, y es la intensa carga de sensualidad que había en Freddy Mercury y en Raffaella Carrá. De sus letras tachadas emergía un cuerpo, cuerpos en escena que irradiaban erotismo. La manera de caminar de Freddy Mercury en el escenario, de caminar y de pararse (ni siquiera de bailar, porque no era un Prince, no era un Jagger); la entrega en posición dominante de Raffaella Carrá a esas varias manos masculinas que la llevaban y la traían, la izaban y la deslizaban, la sostenían o la dejaban simplemente flotar, mientras ella miraba a cámara (mientras ella nos miraba a los ojos) y se dedicaba enteramente a cantar.

Los suyos eran cuerpos felices, un espectáculo de cuerpos en expansión, sobre un fondo social de cuerpos retraídos o apagados, replegados, mitigados, recluidos, sofocados. Mirados desde la infancia, representaban más que nada eso: la promesa de una libertad posible. Sobre un paisaje general de contención, se abría, pese a todo, un horizonte de desenvoltura y disfrute. Y el amor, a todo esto, la fase sentimental del erotismo, entraba en juego también, porque Mercury se sentaba al piano y cantaba “Amor de mi vida” (y se emocionaba), porque Raffaella Carrá revelaba, dichosamente, que “para enamorarse hay que venir al sur” (pero entonces, qué: ¿había venido a eso?).

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Mi educación sentimental de final de infancia y ensayos de adolescencia le debe, sin embargo, mucho más a Roberto Carlos y a Sandro, a “Paisaje” de Franco Simone y a “Bella sin alma” de Ricardo Cocciante y a José Luis Perales y su “¿Y quién es él?”, o a la repetición con variaciones del “Te quiero” de Nino Bravo. Pero también, especialmente, a dos películas: Melody y Grease, el compadrito (ambos con sus respectivos discos: el de Bee Gees y el de John Travolta con Olivia Newton-John). De Melody recuerdo más que nada las escenas de amor en una etapa de traspaso de la infancia a lo que viene después, cuando la inocencia (o lo que parece inocencia) empieza a entreverarse con aquello que la hará desaparecer: en la niñez, para ser novios, alcanza con decirse novios, no hace falta nada más; pero después los cuerpos cambian y comienzan a cambiarlo todo; y si con el amor nunca sabemos qué pasa, y mucho menos qué nos pasa, en ese período en particular nos desconciertan todavía más la inesperada ansiedad de ver o de esperar a alguien, la repentina tristeza de que no esté o que no venga.

De Grease recuerdo otra cosa: el éxito de conquista que consigue Sandy cuando deja de ser modosita (pelito lacio y vincha, vestiditos bien compuestos) y explota como minón (rulos despampanantes y pantalones de cuero brilloso): entonces sí atrae y seduce. En la platea del cine de barrio donde la vi, descubrí, no sin perplejidad, que a mí me gustaba más la primera Sandy, la de antes, la del comienzo, y que empezaba a enamorarme de ella justo cuando irrumpió la otra.

¡Ah, cómo han cambiado los tiempos! Pasaron ya casi cincuenta años, y ahora las cosas se dan justo al revés. Es el sexo lo que está por todas partes, diciéndose y señalándose a cada rato, como si quisiera (como si pudiera) despojarse de misterio y turbulencia. La represión suele asestarse a cambio contra el factor sentimental, con embates recurrentes contra el “amor romántico” y contra los tanteos en zozobra tan propios de la seducción, suplidos muy a menudo por contratos de preacuerdo de intenciones y objetivos o con el llenado administrativo de formularios de internet, en los que se especifica quién es uno y qué es lo que quiere, y cómo pretende que sea el otro y qué se pretende que quiera; de tal forma que el algoritmo pueda entonces entrar en funciones y resolver prontamente el problema. El sexo tiende a volverse monótono, a fuerza de repetición y protocolo, mecánico como el de la pornografía, y mientras tanto se cargan de recelo, de sospecha y vigilancia, las pasiones y la seducción, cuestiones tan de otra índole.

Otras lecturas:

Nació en Buenos Aires en enero de 1967. Enseña Teoría Literaria en la Universidad de Buenos Aires y Narrativa Argentina en la Universidad Nacional de las Artes. Su último ensayo publicado es ¿Hola? Un requiem para el teléfono. Su última novela publicada es Confesión. Su último libro de cuentos publicado es Desvelos de verano.