¿Nos conocemos?

La ilusión de cercanía que dan los programas donde se almuerza con los famosos es similar a lo que ocurre con desconocidos a través del celular.

Mirtha

El que mira televisión puede perfectamente comentar a viva voz al que dice las noticias (¡Qué barbaridad!”, “¡A lo que hemos llegado!”) o replicar enfáticamente al panelista del que discrepa (“¡Decís cualquier cosa!”, “¡Vos no tenés idea!”). Pero ningún programa tiene el poder de suscitar en el espectador la ilusión de verse incluido en eso que ve tanto como los programas del sentarse a comer. La escena de la mesa servida y de los comensales resulta más propicia para producir el efecto de que es posible hacerle lugar a uno más, y que ese uno, por supuesto, sea cada uno de los espectadores que quieren dejarse alcanzar por tal efecto. De los programas del sentarse a comer es más fácil sentirse parte, darse por incorporado, sentir que se participa. De “Los Campanelli” a “La peña del morfi”, pasando por “Hay equipo” o “La familia Benvenuto”. Ninguno lo ha logrado, sin embargo, ni podría tampoco lograrlo, tanto y tan bien como Mirtha Legrand con sus ya canónicos almuerzos.

Luis Sagasti ha establecido, a manera de referencia temporal, que Led Zeppelin no se había formado siquiera todavía, y Mirtha Legrand en la pantalla ya almorzaba (a su vida la mide en papados: ya abarca nueve). Pero no se trata solamente de longitudes temporales tan sin parangón, sino de sus cualidades personales como anfitriona (incluidos, y para mejor, sus enojos y sus reprimendas ocasionales, y aun, por qué no, sus pifies). Mirtha Legrand es elegante, ceremoniosa, protocolar, y se comprende que la hospitalidad televisiva que vitaliciamente dispensa pueda llegar a incluir al televidente que siente que participa de esos almuerzos porque está muy probablemente almorzando a su vez, almorzando a la vez, en su casa; en su casa pero con Mirtha, solo pero con Mirtha, uno más entre los invitados de Mirtha, y eso a lo largo de muchos, muchos años.

“Almorzando con Mirtha Legrand” no es un programa de ficción, pero genera una ficción, y una vez que la genera la irradia: la ficción de estar almorzando con ella. El gerundio no es un elemento menor en la cuestión, por su impronta de expansión durativa; ni lo es que “la Señora” acostumbre a preguntar más o menos lo que preguntaría el que la mira desde su casa (incluyendo eventuales derrapes), rasgo que fue cobrando un carácter virtuoso a medida que la identificación le fue ganando terreno a la exigencia (lo de Susana Giménez y el sillón de su living participa en cierto modo de esto mismo, aunque con diferencias): a los televidentes empieza a gustarles que los de la tele pregunten o digan lo que podrían preguntar o decir ellos mismos, y no lo que, por falta de preparación o por falta de conocimientos, no están ellos en condiciones de preguntar o de decir, y que es lo que antes justificaba que fueran otros, y no ellos, los que salían por televisión y hablaban.

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Así es como se atenuaron el “Chiquita” y el “Legrand” (apodo real y apellido ficticio, con nociones contrapuestas uno y otro), para realzar significativamente el “Mirtha” a secas: colofón más que adecuado para la doble sugestión establecida, la de la receptividad inclusiva y la de la identificación directa. La distancia del prefijo “tele” parecería desaparecer entonces, en favor de una ilusión de cercanía: los que van al estudio y comen ahí, almuerzan “con la Señora Mirtha Legrand”; quien come y mira desde su casa, almuerza en cambio “con Mirtha”. Y es que los que van y comen ahí, van un día, almuerzan “hoy”; el que come y mira desde su casa, almuerza con ella todos los días, y a lo largo de muchos años. Los que van al estudio y comen ahí, acceden a un cara a cara; pero la cara de Mirtha Legrand, igual que las de varias otras estrellas televisivas, ha sido diseñada quirúrgicamente para dar bien en la pantalla, en la pantalla y no en la realidad inmediata, en la televisión (a distancia) y no bajo una visión directa. Es el televidente, entonces, el que accede a Mirtha Legrand, el que almuerza de veras con ella. Ahí donde la contemplación como tal ya no queda relegada respecto de una vivencia primaria, según plantea Jacques Rancière en El espectador emancipado, quedarse en casa y mirar es en más de un sentido el auténtico “Almorzando con Mirtha Legrand”.

Ese trato cotidiano y duradero, ilusorio pero eficaz, genera a la vez una impresión, no menos ilusoria, pero no menos eficaz: la impresión de conocerse. Un medio tecnológico relativamente antiguo, como es la televisión, ya era capaz de producir una sugestión de esa índole (y en parte por eso Tinelli es “Marcelo”; Susana Giménez, “Susana”; o Mirtha Legrand, “Mirtha”: porque se supone un trato cercano que habilita campechanías así). Las nuevas tecnologías amplifican en niveles exponenciales lo que era propio de la televisión, esto es, el ver imágenes a distancia (pocas personas no llevan permanentemente consigo un pequeño televisor portátil al que, por alguna razón, deciden dar el nombre de “teléfono”). Pero lo que se vio acrecentado hasta el paroxismo no es tan sólo el acceso agotador a imágenes inagotables, sino además, y sobre todo, el poder poner en circulación imágenes propias en forma continua: la compulsión del darse a ver.

Me convence Boris Groys cuando distingue esta tendencia de época del liso y llano narcisismo; no tanto cuando la equipara con el hacer obras de arte. Podría incluso, según creo, diferenciarse al interior de eso que ha dado en llamarse “literatura del yo”, la que responde a las premisas de la construcción narrativa de una subjetividad, de la que en verdad empieza y termina en el mero gesto de darse a ver. En cualquier caso, en formatos y plataformas diversos, con duraciones y marcaciones diversas, ocurre de continuo: hay un tiempo dedicado a mostrarse y hay un tiempo para mirar lo mostrado; y entre una cosa y la otra, se van casi los días enteros. Caras, casas, morisquetas, lugares, bailoteos, opiniones, viajes, escenas comunes, escenas especiales, yoes, yoes, yoes, yoes. Es una época del darse a ver y es una época del verlos mostrarse.

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La ilusión de conocer a alguien a quien, en verdad, no conocemos, se ha extendido en consecuencia en grados superlativos. Va más allá de la televisión, del almuerzo y del divismo de una diva. Cualquier vida se televisa (se filma, se graba, se transmite, se ve), y eso ocurre a toda hora, y el juego del divismo, para todo aquel que se tiente, está ahora al alcance de la mano (de una mano con celular). Y es que no es en las escenas propias del conocerse (las de la presencia, las del contacto, las de la cercanía, las del cara a cara) donde la ilusión de conocerse se activa, sino justamente en las opuestas (las de la ausencia, las de la distancia, las de la ajenidad, las del mantenerse apartados del otro).

En el espacio de la gran ciudad, por lo pronto, ya sabemos, y lo sabemos por Walter Benjamin como lector de Baudelaire o de Poe, se verifica una reacción ambivalente en la experiencia de la multitud, ahí donde nadie nos conoce y somos fehacientemente uno más: por un lado, una sensación de amenaza, amenaza de perderse y disolverse; por el otro, una sensación de protección, de refugio frente a un poder controlador que busca siempre detectarnos e identificarnos. Cuando Coto, supermercados Coto o Alfredo Coto, nos espeta: “Yo te conozco”, ¿no nos genera acaso una ambivalencia análoga? ¿Nos conoce porque somos argentinos, y él es argentino también, y como tal nos acoge y nos entiende como no serían capaces de hacerlo un Wallmart o un Carrefour? ¿O nos intimida con ese “Yo te conozco”, pues nos suena un poco a cámara de vigilancia, a dedo que se levanta y apunta?

No es, sin embargo, en esas escenas, las de las calles o el supermercado, las de la realidad material y concreta, donde hoy se expande y se impone la ilusión de conocer, sino en el engañoso régimen tecnológico de accesibilidad ilimitada que parece ponernos a todos a la vista y al alcance de todos. Es ahí donde la ilusión de conocer a otro se forja, se nutre, se fortalece. E impide por definición el conocer a nadie; dando tal conocimiento por hecho, no parece necesario ocuparse del asunto. Creemos conocer al otro. Lo damos por sentado. Creemos saber cómo es. Cuando habla, nos parece que nos habla. Y le respondemos, asumiendo que podría escucharnos.

Ya ocurría con la televisión: con Mirtha, con los almuerzos. Ahora pasó a dominar el estado de cosas por completo. Por eso se ve con tanta frecuencia que a tal o cual ásperamente lo increpan: lo increpan por “hacerse” esto o aquello (hacerse el intelectual, hacerse el bueno, hacerse el honesto, etc., etc., etc., etc.) o lo increpan por “creerse” sacudiéndole un “¿quién te creés que sos?”. Conocer a alguien no es fácil; es arduo, es largo, lleva tiempo, nunca se acaba (algo de esto sugiere Alexandra acá). Pero creer que se lo conoce se ha vuelto en cambio facilísimo (¡no hace falta ni encontrarse, ni tratarse, ni haberse hablado jamás! ¡Y produce resultados instantáneos!).

No es sino desde ahí que alguien pretende saber lo que el otro “se hace” o pretende saber lo que el otro “se cree”. Pero en verdad es ese mismo alguien el que lo ha “hecho”, y lo ha hecho con lo que él mismo cree del otro; y luego, así sin más se lo adjudica; es ese alguien el que algo cree del otro, y eso que cree se lo encaja al otro. La cosa funciona si el otro no habla, la cosa funciona si el otro no está. Y siempre es posible hacerlo callar, siempre es posible hacerlo a un costado. Y si a pesar de todo aparece, ¿por qué se hace el importante? Y si a pesar de todo algo dice, ¿quién se cree que es?

Maurice Blanchot escribió un libro sobre Michel Foucault: Michel Foucault tal y como yo lo imagino. La franqueza y la lucidez de ese título es algo que hoy se echa de menos.

Nació en Buenos Aires en enero de 1967. Enseña Teoría Literaria en la Universidad de Buenos Aires y Narrativa Argentina en la Universidad Nacional de las Artes. Su último ensayo publicado es ¿Hola? Un requiem para el teléfono. Su última novela publicada es Confesión. Su último libro de cuentos publicado es Desvelos de verano.