Noche y niebla: cuando los nazis implementaron la desaparición forzada de personas

Un decreto firmado por el jefe del Estado Mayor de Hitler habilitó las deportaciones clandestinas de los territorios ocupados por Alemania.

El 7 de diciembre de 1941 el mariscal Wilhelm Keitel, jefe del Estado Mayor de Adolf Hitler, firmó el documento titulado “Directivas para la persecución de las infracciones cometidas contra el Reich o las fuerzas de ocupación en los territorios ocupados”. Fue un antes y un después en la violencia criminal nazi.

Unas semanas antes tuvo lugar el antecedente inmediato de esta orden. Extrañamente, Hitler en persona había conmutado la pena de Louise Woirgny, una resistente francesa que atendía un pequeño café en Orléans y organizaba, desde allí, una red de escape para perseguidos políticos. Louise tenía destino de ejecución pero fue “salvada” por la directiva de Hitler, que sorprendió incluso al asesor jurídico del régimen, Rudolf Lehmann. El motivo del líder nazi no era, claro, el humanismo. Más bien todo lo contrario. Iba a inaugurar una nueva forma de violencia: la desaparición forzada de personas.

Hitler consideraba que las ejecuciones habían dejado de ser efectivas en su propósito. El proceso judicial anterior era costoso y tanto la prisión como la ejecución habían dejado de causar el efecto disuasivo que el régimen buscaba. En cambio, el estado de desaparición forzada no sólo podía provocar más impresión sino que también evitaba convertir a la militante francesa en una mártir.

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No pasó mucho tiempo hasta que el líder nazi decidió convertir ese principio en un decreto de Estado. Esta es la historia.

La invasión nazi a la Unión Soviética, en junio de ese año, había provocado la movilización en todo el territorio europeo de militantes comunistas que se unieron al combate contra las fuerzas de ocupación. Esa movilización le agregó al ejército de Hitler un problema más. En el propio decreto publicado por el mariscal Keitel se dejó constancia de que “según el Führer las penas privativas de libertad e incluso las de reclusión perpetuas por tales actos son percibidas como signos de debilidad”. La solución propuesta era que sólo se juzgaría a aquellos detenidos en casos en que se pudiera dictar una sentencia de muerte rápida.

En la práctica, debía funcionar de la siguiente manera. Una vez capturado un sospecho de realizar “actividades comunistas” o “provocación de desórdenes”, las autoridades locales en territorios bajo ocupación nazi tendrían una semana para presentar las pruebas y darle sentencia. Terminado ese tiempo, el acusado quedaría bajo jurisdicción del nuevo decreto denominado “Noche y niebla”. El nombre fue tomado de un pasaje de El oro del Rhin, de Richard Wagner (“¡la noche y la niebla… no parecen nada!”) y hacía referencia a la dinámica del traslado. Entre “la noche y la niebla”, el acusado debía ser enviado del otro lado de la frontera, hacia Alemania. Allí — y aquí el hecho jurídico clave — debía ser “totalmente aislado del mundo exterior”.

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El procedimiento iba a volverse engorroso incluso en esos términos. Las autoridades locales, para no perder jurisdicción sobre el combate a su propia resistencia, se enfrentaban a la paradoja, por ejemplo, de tener que diferir algunas detenciones hasta poder hacerse con pruebas que les permitieran ejecutar al capturado en el breve transcurso de una semana. La práctica vino a resolver esta cuestión. La operación, que estaba prevista para acelerar los tiempos de las fuerzas locales, pasó a estar enteramente a cargo de las SS y la Gestapo, que lo convirtieron en el sustento jurídico para controlar el territorio ocupado sin límite alguno. Los detenidos no comparecían ante tribunal alguno.

Aunque Keitel quiso reservar a las fuerzas armadas la aplicación de la medida — se lo envió el mismo día de su publicación a Himmler, entonces jefe de las SS y de la Policía — apenas un mes más tarde le encargó la tarea de traslado de prisioneros a un organismo de la policía política nazi, la Oficina Central de Seguridad. El procedimiento se aplicó en todos los países occidentales ocupados por el ejército alemán. En abril de 1942, una segunda ordenanza reglamentó el procedimiento y estableció que “los culpables trasladados a Alemania no están autorizados a tener ningún contacto con el mundo exterior; no tienen derecho a escribir ni a recibir cartas, paquetes o visitas. El mismo secreto debe observarse en lo que concierne a las personas ejecutadas o fallecidas”.

Cuando Alemania comenzó a dar señales de una derrota irreversible derogó el decreto y lo sustituyó por uno con menos pretensión poética: Terror y sabotaje. Ya era julio de 1944 y el decreto terminó con el procedimiento NN, ordenando al Ministerio de Justicia que remitiera a la Policía a todos los prisioneros a su disposición, aún cuando la gran mayoría estaban bajo la jurisdicción de la Gestapo. Como resultado, los prisioneros que quedaban vivos fueron trasladados a campos de concentración. Aparecieron allí detenidos con una sigla tan temible como la racial: los NN Gestapo. Detenidos que “no existían”. Las SS conducen a los campos a esa clase de detenidos y advierten a los jefes de los campos de una directiva final: no dejar a ningún NN caer vivo bajo las manos del enemigo, que viene avanzando y está cada vez más cerca. Bajo esas directivas cae asesinado el comandante Faye, el jefe de la red de Alianza de la Resistencia francesa junto a otros 800 detenidos. De igual forma es ejecutado el general Charles Delestraint, jefe del Ejército Secreto, junto a un grupo de desaparecidos NN.

Pero finalmente los nazis fueron derrotados y llegaron los juicios de Núremberg.

Juicios de Núremberg.
(delante, de arriba a abajo): Hermann Göring, Rudolf Heß, Joachim von Ribbentrop, Wilhelm Keitel.
(detrás, de arriba a abajo): Karl Dönitz, Erich Raeder, Baldur von Schirach, Fritz Sauckel.

Toda esta historia está contada en un muy buen artículo del argentino Rodolfo Mattarollo, un abogado exiliado en Francia durante la dictadura militar que colaboró en la defensa de los derechos humanos en el país y en el extranjero. En El decreto Noche y niebla de la Alemania nazi, antecedente de las desapariciones forzadas, Mattarollo explica que Keitel apeló, en Núremberg, a una estrategia particular: la obediencia debida. Otro procesado, su ayudante y uno de los estrategas militares del Tercer Reich, Alfred Jodl, lo ayudó en esa estrategia. “Keitel opuso a menudo una enérgica resistencia al Führer, pero cuando Hitler se mostró tan grosero e insultante que infundía miedo delante de los jóvenes oficiales presentes y cuando rechazó su solicitud de retiro, se resignó y evitó todo lo que hubiera podido conducir a escenas tan deprimentes”, declaró en el juicio.

Mientras esperaba la sentencia, Keitel escribió sus memorias que fueron luego editadas y publicadas junto a sus cartas por Walter Gorlitz (hacen acordar al Otto Dietrich zur Linde que inventara Borges). Allí el jefe del Estado Mayor cuenta las circunstancias en las que firmó el decreto, concebido “para emular al enemigo en sus más degenerados estilos de guerra, lo que, por supuesto, solo podría apreciarse en toda su fiereza y efectos desde mi oficina central, a donde llegaban todos los informes”. El decreto, continúa su propio relato, tenía el objetivo de dejarle claro a los oficiales alemanas — “educados en la creencia de la caballerosidad de la guerra” — que si se enfrentaban a métodos clandestinos de la guerra de guerrillas sólo saldrían vivos “aquellos que menos se encogiesen a la hora de aplicar las represalias más despiadadas en una situación en la que una guerra ilegal de sombras había sistematizado sin escrúpulos el crimen para intimidar a la potencia ocupante y aterrorizar a gran parte de la población del país”.

Ni la obediencia debida ni la existencia de una “guerra sucia” lo salvaron de la condena. El 1° de octubre de 1946, el Tribunal Militar de Núremberg lo encontró culpable de los cuatro cargos por los que era acusado: conspiración para librar una guerra de agresión; librar una guerra de agresión; crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad. Recibió una condena a muerte por ahorcamiento, que se ejecutó quince días después.

Núremberg estableció la definición de delitos contra la humanidad, crímenes que trascienden las fronteras y que atentan contra los valores y principios más elementales de la civilización humana. Frente a ese tipo de crímenes aberrantes no existía la obediencia debida. La Fiscalía del juicio, aunque sostuvo que resultaba casi imposible establecer el número de los NN enviados a los campos de concentración por la Gestapo, estimó que sólo en Francia se realizaron 228.000 deportaciones por razones políticas y raciales. Apenas 28.000 sobrevivieron. El defensor de Keitel alegó que la policía política usurpó el procedimiento de los NN que sólo debió haber sido utilizado por la policía militar.

Pero de eso se trataba. Keitel había firmado un decreto que contribuyó decisivamente a establecer un plan criminal ejecutado por los distintos organismos del Estado nazi. “En su defensa, Keitel sólo modificó el viejo eslogan ‘estaba obedeciendo órdenes’ por el de ‘estaba escribiendo órdenes’ y así reconoció una ‘responsabilidad burocrática’ por el decreto NN y pretendió excusarse con el argumento de no haberlo compartido en conciencia”, escribe Mattarollo en el texto que citamos. El tribunal no tuvo en cuenta el argumento. Aseguró que Keitel no negó su participación en los actos enumerados sino que alegó la obediencia debida. Pero un ministro no era un soldado.

Ese 7 de diciembre de 1941 será más recordado en la historia por el ataque japonés a Pearl Harbor, que significó la entrada definitiva de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial.

Sin embargo, para nosotros, resuena el eco de toda esta historia por otras razones: la desaparición forzada de personas, la “guerra sucia”, la incertidumbre, la obediencia debida. No hace falta decir más.

En 1956 el cineasta francés Alain Resnais ingresa con su cámara al campo de concentración de Auschwitz para rodar un documental, que mezclará imágenes secuestradas a los nazis con las suyas propias de los campos ya destruidos. Sobre los planos finales de los crematorios bombardeados, del pasto creciendo sobre las barracas de los campos de concentración, de las atalayas de vigilancia destruidas, la película se preguntará:

¿Quién de entre nosotros vigila, desde esta extraña atalaya, para advertir la llegada de nuevos verdugos? Hay quienes no lo creen, o solo de vez en cuando. Con nuestra sincera mirada examinamos esas ruinas como si el viejo monstruo yaciese bajo los escombros. Pretendemos llenar de nuevas esperanzas como si las imágenes retrocediesen al pasado, como si fuésemos curados, de una vez por todas, de la peste de los campos de concentración. Como si de verdad creyésemos que todo esto ocurrió sólo en una época y en un solo país.

Noche y niebla es el título de ese documental.

Es politólogo de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Nació en Olavarría, una metrópoli del centro de la provincia de Buenos Aires. Vio muchas veces Gladiador.