Mujica y las cosas que duran en el tiempo
El expresidente uruguayo quería entender el mundo aunque estuviese a punto de dejarlo. Una crónica desde su chacra de Rincón del Cerro.
Apenas habíamos cruzado el umbral de la puerta. Pepe estaba sentado en un sillón, en el único espacio posible para conversar en esa casa diminuta, de una planta y un dormitorio. Esa casa que había recibido a tantos en los últimos años, peregrinos en busca de una foto o un consejo. “El Oráculo de Delfos”, jodían algunos. Se estaba cerrando.
–No me traigas más periodistas –le pidió a Leandro Grillé, uno de sus amigos más jóvenes, integrante del gremio, que solía oficiar de enlace con sus colegas argentinos–. Ya no estoy para ver a nadie. ¿Sabés por qué? Porque estoy peleando con la muerte. No quiero más bulla de nada. Me estoy yendo.
El dolor se manifestaba entonces en forma de mareas: había días en que le permitía salir y hacer cosas, y otros donde se devoraba todo. Una semana buena significaba manejar el tractor durante alguna mañana, comer algo que no sea líquido y dormir unas horas. Era diciembre de 2024: el cáncer seguía alojado en el esófago, todavía no se había extendido al hígado. Como esa semana había sido buena, había aceptado recibirme. Pero en realidad la que había aceptado era Lucía Topolansky, su compañera de toda la vida. Pepe siempre decía que sí, jamás se negaba a una visita o un llamado. Era ella la que ponía los límites.
En julio, cuando viajé para entrevistarlo por primera vez, nos quedamos afuera de la casa, en el perímetro de la chacra, ubicada a 15 minutos de la ciudad. Lucía se había negado a recibirnos: quería dejarlo dormir. “El muchacho vino desde México”, le explicó Leandro entonces. Era cierto. “Puede haber venido desde el Polo Norte. Si te digo que no, es no”.
Nos acomodamos en la sala y le entregué unos libros, que inmediatamente se puso a mirar y comentar. Seguía leyendo de a pedazos, pero de manera constante. En ese momento estaba con el último libro de Yuval Noah Harari. ¿Para qué quería leer sobre Inteligencia Artificial si se iba a morir? ¿Por qué no leer poesía, alguna novelita luminosa? No: él quería entender el mundo aunque estuviese a punto de dejarlo.
La biblioteca que lo rodeaba estaba abarrotada de objetos, apilados sin ningún criterio jerárquico. Un mate de la intendencia de Lomas de Zamora competía con una foto con Fidel Castro. La réplica del morral que llevaba el Che cuando lo mataron en Bolivia podía estar al lado del anuario de FLACSO de 2007. Libros, postales, armas, diplomas, luto y chucherías. La historia en un bloque de polvo.
Cenital no es gratis: lo banca su audiencia. Y ahora te toca a vos. En Cenital entendemos al periodismo como un servicio público. Por eso nuestras notas siempre estarán accesibles para todos. Pero investigar es caro y la parte más ardua del trabajo periodístico no se ve. Por eso le pedimos a quienes puedan que se sumen a nuestro círculo de Mejores amigos y nos permitan seguir creciendo. Si te gusta lo que hacemos, sumate vos también.
Sumate“Hacete la pregunta”, me dijo en un momento. “Vos estás en la casa de un viejo que fue presidente de la República. ¿Dónde viste un expresidente que viva así?”. Yo le había preguntado qué era, para él, ser de izquierda, y él había empezado por ahí: en cómo había decidido vivir. “Filosóficamente soy un estoico. Porque, para mí, el que precisa mucho no le alcanza nada. Y vos no me vas a entender, porque sos joven. Pero cuando seas viejo puede ser que me empieces a entender”.
Yo había prometido no entrevistarlo, y se lo dije, la intención era pasar un rato. Pero se me hizo imposible, y creo que él lo entendió. Yo quería preguntarle cosas y él quería responder, no podía dejar de hablar. De hecho estoy mintiendo: la intención siempre había sido esa, entrevistarlo todo lo que se pudiera. Él lo sabía, yo lo sabía. ¿Para qué engañarnos?
Así que por una hora hablamos. Él me contó cosas que no me debería haber contado: que Lula había operado en contra del ingreso de Venezuela en los BRICS, que el propio Lula se lo había contado a él, y que estaba frustrado con los cubanos. Que lo habían anotado mal en el registro civil: que no tenía 89 años, como todo el mundo creía, sino 90. Ya había llegado al número. Esta incontinencia no era fruto de su edad ni del contexto ni nada parecido: era uno de los rasgos que mejor lo definía. Él era así. No se limitaba, decía lo que tuviera ganas. Su lengua desataba conflictos diplomáticos.
Esto no quiere decir que hablara sin pensar. Todo lo contrario. Mujica aprovechaba cualquier oportunidad que se le presentara, desde un discurso presidencial a una nota breve en una radio comunitaria, para enviar un mensaje que trascendiera la coyuntura. Trataba de abarcarlo todo. La prensa gringa lo apodaba el “presidente filósofo”, un título que hacía que muchos uruguayos revolearan los ojos.
En los últimos años, el mensaje, hay que reconocerlo, empezó a sonar gastado, repetido. Pero quizás está bien. Quizás alguien tiene que decirnos todo el tiempo que hay cosas que no pueden normalizarse, que uno puede elegir cómo se vincula con el mundo y bajo qué mandatos. Alguien tiene que contarnos historias. O ser una historia en sí misma: un hombre que toma las armas por aquello que considera justo, que pasa quince años preso y protagoniza una fuga espectacular, para luego convertirse en un presidente que dona casi todo su sueldo y sigue viviendo igual que siempre, como una persona que sería categorizada como pobre. Alguien nos tiene que conmover.
Los que lo conocían bien decían que Pepe usaba la palabra, antes que cualquier otra cosa, para conmover. En los años ochenta, en las filas del MPP, era un secreto a voces que una vez que se lanzara al escenario político su carrera no tendría techo.
“La palabra es un arma, para el que la sabe usar. Pero no hay recetas precisas: el manejo de la palabra es un arte, más que una ciencia. Y a mi me ha servido mucho. Pero yo no lo sabía entonces. Lo supe muchos años después”, dijo en un momento, cuando hablábamos sobre sus clases de literatura. “Los seres humanos son animales que aprendieron a pensar, pero nunca te olvides que primero son emotivos, después racionales”.
Lucía cortaba verduras en la cocina y hablaba por teléfono a los gritos, su forma de avisar que quedaba poco tiempo. La conversación fluía de otra manera, habíamos pasado a temas importantes. Ya habíamos hablado de Cristina y de Milei, del poder que tiene un presidente en América Latina. Leandro le preguntó por la secuoya, el árbol gigante que tenía en el patio. “Ahí me van a enterrar”, dijo Pepe. “¿Pensás en eso?”, le pregunté. “No. No tengo la enfermedad de Carlos V, que se pasó cinco años preparando el entierro. Vos también te vas a morir”, me recordó. “Cuando te toca, te toca. Y chau”.
Me dijo que no le preocupaba el legado, que no existía, que los seres humanos éramos demasiado pretenciosos y que para el universo no éramos más importantes que las hormigas. Por suerte, Leandro lo interrumpió. “Pero Pepe, la referencia ética, por ejemplo. Vos mirás ahí y tenés al Che”, dijo, señalando la biblioteca.
–Claro, pero ¿cuánto dura?
–¿Hace cuánto mataron al Che? ¿60 años?
–Sí, ya sé.
–Es importante eso para los jóvenes. Tener una referencia…
Pepe lo pensó de nuevo, y dijo:
–Lo que me importó, y por lo que peleé, fue por hacer una organización política. Los últimos 40 años de mi vida los gasté en eso. Y ahí está. Y anda bien.
Habían ganado las elecciones, su partido crecía en el Congreso y un hombre de su confianza iba a ser el presidente.
–Fue importante. Y yo ya no estaba. Lo hicieron los pibes, digamos. Los sucesores.
Volví a la ciudad en silencio, con la cabeza llena de imágenes. Hay momentos en la vida, cuando a uno le pasan cosas importantes, que solo se pueden disfrutar en un diálogo mudo con una voz interior. Dura poco: son unos segundos o unos minutos hasta que la sensación se externaliza y se prostituye como un triunfo. Pero es algo distinto lo que pasa ahí adentro. Yo pensaba en lo último que me había dicho Mujica: la superioridad de las cosas que duran en el tiempo.
Era una tarde de verano, los bares de Montevideo estaban llenos de gente tomando cerveza. Yo quería ir a la playa, pero antes me metí en una librería de usados para llevarme algo, un lugar de culto llamado Diomedes. Su dueño, Jorge Artola, era un librero flaco y jodón, con aires de profesor universitario, que se divertía encontrando tesoros ocultos para saciar a lectores de todo tipo. Yo le había pedido algo concreto: quería un libro para entender al batllismo, del cual me había hablado Mujica, y quizás algo más sobre la historia de Uruguay. Artola se desplazaba por la librería como si estuviera bailando. “¡Ah, este te va a encantar!”, “¡Uy, mirá este qué divertido!”. Cosas que duran en el tiempo: una pasión.
–Hoy lo vi a Mujica –dije, para empujarlo a la conversación.
–¡Ah, Mujica! Nuestro caudillo popular por antonomasia. El tipo que adoramos por lo que nunca nos animaríamos a ser.
Quise saber. Mujica, me explicó, podía parecer desde afuera como una condensación del ser uruguayo, pero en muchas cosas era lo contrario. En su transgresión, en sus exabruptos y hasta en su estética, Mujica rompía con la tradición medida de los políticos uruguayos. Luego lo definió: “Mujica fue el tipo que salió del barrio. Soñó que con una metralleta podía cambiar el mundo. Fue notificado que no. Y dijo muy bien: ¿ahora qué? Construyó lo posible. Pero con la rabia y la bronca de cuando tenía veinte años”.
A pesar del elogio, Artola no simpatizaba mucho con Mujica. El expresidente es una figura controversial para muchos uruguayos, incluso de izquierda, que le critican su manejo con la cúpula militar de la transición o su incapacidad para avanzar con reformas estructurales cuando fue presidente. Artola también se resistía, pero un día se entregó.
Fue en la campaña de 2009. Mujica se había impuesto sorpresivamente en las primarias del Frente Amplio sobre Danilo Astori, el prolijo ministro de Economía. Artola fue obligado por su hija, de cinco años, a asistir a un evento, en las inmediaciones del Palacio Legislativo. Mujica empezó a hablar. ¿De su vida? ¿Del país? ¿La campaña? Artola no lo recuerda. Probablemente de todo un poco. En un momento su hija, colgada en sus hombros, le tocó la cabeza. “Pa”, le avisó. “Nos está hablando a nosotros”.
Artola estaba conmovido.