Memorias del Italpark
El recuerdo de un futuro que no fue, de una infancia que ya pasó y el reencontrarse con uno mismo.

Fue después, mucho después, viendo las notables maquetas en miniatura de Dino Bruzzone, que advertí la impronta futurista de la entrada del Italpark. No la había notado, o no recuerdo haberla notado, ninguna de las tantas veces en las que, en la infancia, fui al Italpark y pasé por ahí para entrar. Habrá sido, tal vez, la ansiedad de acceder por fin al espacio de la diversión generalizada, que hacía que atravesara las puertas de acceso sin detenerme en sugestiones de diseño; o habrá sido, en verdad, que en la infancia es el futuro el tiempo que de por sí prepondera, más incluso que el presente en el que uno vive y está, y que por ende la futuridad de la entrada al Italpark me resultaba simplemente natural y podía por eso mismo, por su propia naturalidad, pasar mayormente desapercibida. Saltó en cambio ante mis ojos cuando, años después, siendo ya adulto, me detuve ante las miniaturas de Bruzzone. Ahí sí brilló ante mi mirada el aire de futuro que imperaba en el lugar. Porque, claro: ese futuro ya era para mí un pasado. Un futuro que iba a ser, y que ya fue, sin haber sido nunca de veras.
Primero deambular entre los juegos: entre las luces y los colores y los sonidos discordantes. Primero deambular, desbordado, sobreexcitado, hasta entender que esas ganas del comienzo, las del todo a la vez, sólo podían resolverse en el de a uno por vez de un orden sucesivo inexorable. Las ganas, todas juntas, y los juegos, uno por uno, me arrojaban a la pregunta que años después reencontraría en Roland Barthes: ¿por dónde empezar? Solía cederle la decisión a mi hermana, en un gesto que mis padres, por error, interpretaban como gentileza y no era en verdad otra cosa que una pura imposibilidad de elegir.
El tren fantasma no estaba bien hecho: era tosco hasta la precariedad. A sus mecanismos del miedo se les notaban, como se suele decir, las costuras; y estaba en todo caso más cerca del idiosincrático lo-atamos-con-alambre que de un poder de sugestión verdaderamente sofisticado: menos “efecto de realidad” que el artificio puesto en evidencia. Ahora bien, ¿no era eso, justamente eso, lo que en verdad nos daba miedo? Ese monstruo que, desde un costado, se nos venía de repente encima, muñeco de lata y cables mal disimulados, ¿no nos daba acaso más miedo así: como muñeco que como monstruo? ¿No era eso lo que nos daba miedo: que fuese tan rudimentario, que fuese tan elemental, que ni siquiera intentara engañarnos? Como monstruo no asustaba, pero como muñeco de lata sí.
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El tren fantasma no era en sentido estricto un tren. Y a los fantasmas, obviamente, los ponía siempre uno.
Yo tenía un revólver de cebita: conocía la presión del dedo en el gatillo, conocía el estampido y hasta la certificación de olfato de ese algo de pólvora que se quemaba. Tenía además, por si fuera poco, una pistola lanza proyectiles (darditos de goma que se adherían al impactar en superficies lisas), vale decir la experiencia en puntería de acertar o de fallar. Y sin embargo, no sentí que disparaba, que disparaba así fuera jugando, hasta no hacerlo en el Italpark, en uno de esos puestos con latas en fila y premios improbables colgando a los costados, con una escopeta pesada y rotunda nada fácil de calzar.
Ese descubrimiento de infancia: que mi papá sabía tirar. Las escopetas del Italpark no eran como las de verdad, pero no eran tan de juguete como el revólver de cebita o la pistola lanza proyectiles. Y mi papá sabía usarlas: sabía tirar. Ya nos había contado historias de su año entero de servicio militar, porque quienes hacían el servicio militar no tenían otro consuelo que dedicarse después a contarlo. Yo sabía que él había hecho el servicio militar y sabía que la primera parte estaba destinada a la instrucción. No obstante, en el Italpark, en esos puestos de latas en fila y premios no siempre inalcanzables, descubrí que mi papá sabía tirar. Me inquietó descubrirlo. Ya estaba al tanto, sí, ya estaba al tanto. Pero acababa de descubrirlo.
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SumateEn cambio me dejó perplejo que, en los autitos chocadores, mi papá no manejara demasiado bien. Porque él sabía manejar muy bien y yo sabía que él sabía; al Italpark habíamos llegado, de hecho, ni más ni menos que así, con él manejando el coche. Siempre seguro, confiado, resolutivo, suficiente. ¿Qué le pasaba ahora, entonces, en los autitos chocadores, que se embarullaba hasta el desconcierto? No era lo mismo, argumentó: no era lo mismo. El volante, llevado a tope, en vez de mantener la dirección, lanzaba al bólido hacia atrás o hacia el otro lado. Y no era así como funcionaban los autos de verdad. Dimos por buena la explicación, pero en seguida cambiamos de tema.
Había chicos en el colegio que en cambio iban a Disney. No sólo no me daba envidia, tampoco me daba intriga.
De la bajada grande de la montaña rusa no recuerdo prácticamente nada. De la despaciosa subida inicial diría incluso que no puedo olvidarme. Y es que esa bajada, abrupta y de puro vértigo, velocísima y aérea, sucedía tan rápidamente que no daba a tiempo a dirimir si nos gustaba o nos disgustaba, si la pasábamos muy bien o muy mal, si queríamos estar ahí viviendo eso o si no queríamos en absoluto. En cambio, en la lenta subida previa, la cosa era clara: no queríamos, no; no queríamos. No queríamos pero ahí estábamos, y ya no podíamos echarnos atrás. Y el carrito subiendo tardaba, alargando la inminencia, aumentando el efecto de umbral. Era el tramo de arrepentirse sin poder arrepentirse (no importa cuántas veces subía uno a la montaña rusa, no importa si volvía a subirse al instante de haber bajado: en esa parte primera, la de ir subiendo muy despacito, el qué-hago-acá se volvía ineludible). Pedagogía del mal momento: la bajada duraba eso, un momento, y como tal, pasaba muy pronto, y puede que no llegara ni siquiera a ser malo. Pero la espera del mal momento, el tiempo quieto de acercarse a él, eso sí era terrible.
Los espejos deformantes me daban risa, pero no inquietud. Verse engordado o verse enflaquecido, verse redondo o verse palito, verse en imagen convertido en otro, me divertía pero no me inquietaba. Distinto era el laberinto de espejos. Porque en el laberinto de espejos uno doblaba de lo más embalado y, al girar, se frenaba de pronto para no chocar con el que venía de frente: tan embalado como uno mismo. Y es que, claro: era uno mismo. Era uno mismo reflejado en un espejo. Eso sí resultaba inquietante: no el verse convertido en otro, sino el hecho de tomarse por otro, siendo uno mismo.
De mi mamá en el Italpark no me acuerdo. Sé que venía, sé que estaba, pero no me acuerdo.
Ya no era un niño cuando instalaron en el Italpark una nueva montaña rusa (con su sola existencia redujo a la anterior, por más que siguiese funcionando, a la condición de cacharro o de pieza de museo). Esta nueva montaña rusa tenía una parte en la que daba una vuelta completa sobre sí misma. Creo que es por eso que nunca subí. La sola idea de quedar cabeza abajo, así fuese por un instante, me resultaba intolerable. Cabeza abajo no. Cabeza abajo no.
Al Samba también lo instalaron después, yo ya era un adolescente. De hecho recuerdo haber ido una vez con mis compañeros de colegio secundario. Giros veloces y sacudidas irregulares, el piso en movimiento, marearse y trastabillar, no tener de qué agarrarse, chocarse unos con otros, caerse y levantarse y volverse a caer. Me la acuerdo como lo que fue: una experiencia de desordenamiento de cuerpos, vivida justamente a esa edad, la edad en la que el cuerpo mismo se nos desordena.
Es imposible para mí pasar por Libertador y Callao sin percibir, en lo que hay, eso que falta: en el parque abierto y desabrido, el no estar más del Italpark.
Una falla en el mecanismo de un juego, un accidente, una muerte trágica (en el espacio de la diversión, la muerte). Fue el comienzo del fin del Italpark. No pude nunca recordar si alguna vez yo fui a ese juego o si jamás fui. Recuerdo, sí, cómo se llamaba: se llamaba “Matterhorn”. Será por eso, pienso ahora, que no me acuerdo de mi mamá en el Italpark. Ese nombre borró el recuerdo.
Llegué con mi hijo al parque de diversiones de Luján, sin saber que algunos de los juegos que ahí se ofrecían eran los mismos que alguna vez habían estado en el Italpark. Cuando alguien me lo dijo, me estremecí. Pero no traté de reconocerlos. Reaccioné como Walter Benjamin en el Tiergarten de Berlín, frente a las estatuas de Federico Guillermo y la Reina Luisa, según lo narra en Infancia en Berlín hacia 1900. También yo, allá en Luján, frente a esos juegos, me pregunté si ellos me reconocían a mí; es decir, si reconocían en mí al niño que alguna vez fui y al que ellos dieron felicidad.